La Justicia habló mucho de Fulgencio Báez Brizuela a mediados de 2019. Un fallo de la Cámara Criminal y Correccional en una causa por tenencia ilegítima de arma de fuego y encubrimiento, en la que había sido condenado a tres años y seis meses de cárcel, se había convertido en materia de discusión entre algunos círculos de abogados por una curiosidad en el expediente.
En abril de 2015, Fulgencio había sido encontrado por un policía con una pistola Bersa 9 milímetros, con la numeración limada y 17 balas en su cargador y recámara, a pocos metros del santuario del Gauchito Gil de la Villa 31, ubicado en la intersección de las calles 3 y 4, un enclave caliente en aquel entonces, una época marcada por olas de asesinatos entre bandas narco, sicariato y venganzas a plena luz del día.
El arma que tenía Fulgencio estaba lista para disparar, un punto clave para condenarlo, pero su defensor particular, insólitamente, argumentó en su apelación que para que la pistola estuviera lista para el tiro debía estar en su mano, no en el cinto a su espalda. Los jueces Patricia Llerena, Gustavo Bruzzone y Jorge Rimondi rechazaron el planteo.
Pero Fulgencio, nacido en Paraguay hace 29 años y con domicilio en la manzana 13 de la Villa 31 bis, nunca fue a la cárcel. Había otra cuenta pendiente, íntimamente ligada. El arma era la cuestión.
En el mismo mes en que los magistrados firmaban su fallo, el Boletín Oficial emplazaba a Fulgencio a que se presente ante el Juzgado N°27 en un plazo no menor a tres días por una causa mucho peor y completamente diferente: homicidio agravado era el delito que le endilgaba por un crimen cometido también en 2015. Su presunta víctima fue Máximo Chávez Fernández, alias “El Chipacero”, otro hombre de la Villa 31 que cobraba un plan para poder tener una garrafa. Lo acribillaron en la manzana 111 del asentamiento de seis tiros en el pecho. Quince días después del asesinato, Brizuela era detenido con la pistola al cinto.
Así, lo ficharon y lo soltaron. Poco después, descubrieron que esa Bersa 9 milímetros era el arma con la que había matado, supuestamente, al “Chipacero”. Pero ya era demasiado tarde.
Entonces, Fulgencio, un hombre prófugo, se dedicó a vivir en libertad por más de seis años. Hasta ayer por la noche.
La división Homicidios de la PFA recibió el pedido de buscarlo, encontrarlo y capturarlo hace tres semanas. Así, una brigada con detectives especialistas en encontrar prófugos comenzó a rastrear la zona Oeste del conurbano Bonaerense. Dieron con varios de sus familiares, lo que comenzaba a ubicar a Fulgencio en el radar. No tardaron mucho en dar con él: lo arrestaron ayer por la noche.
A Fulgencio lo encontraron en Laferrere, en la calle Ipiranga al 3.000, donde lo detuvieron. Vivía en una casa de dos plantas a estrenar, detrás de un muro de dos metros y medio. Los detectives se sorprendieron con los interiores: baño y cocina de estilo y un primer piso todavía en obra. El horno se veía nuevo, lo mismo el extractor.
Según vecinos, Fulgencio vivía allí con su novia, en una casa construida al parecer en tiempo récord. Ni siquiera llevaba dos meses en el barrio. La plata con la que pagó la obra es otro punto dudoso: el prófugo no tuvo ningún empleo en blanco en su vida.
Fuentes policiales lo habían asociado a Los Sampedranos, la banda paraguaya que durante años ejerció el control sanguinario del comercio de droga en un sector del asentamiento de Retiro, con corralones ilegales en donde resistieron allanamientos a punta de pistola, con capos capaces de facturar tres millones de pesos por semana como “El Groso” Ortigoza, que incluso le disputaron el poder a las temibles células peruanas que operaban a pocas cuadras en el Playón Este.
Los sucesivos allanamientos esmerilaron el poder de la banda y forzaron al frente de la organización a quienes integraban las segundas o terceras líneas, con jefes que fueron y vinieron. A quién le responde Fulgencio, a quién le fue leal, o por qué mataron a “El Chipacero” de seis tiros son otras preguntas en el expediente.
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