Todas las historias que uno escribe, hasta las más trascendentes, se olvidan con el tiempo. Sin embargo, ésta volvió a mí, una y otra vez. Quizás volvió por la intriga. Todos querían saber y seguirán sin saberlo. Hasta hoy, el protagonista de esta nota nunca reveló su identidad. Tampoco la revelé yo, por respeto a mi fuente, a pesar de decenas de pedidos. ¿Hizo mal, hizo bien? Yo no voy a juzgarlo. El protagonista, años atrás, respondió a una pregunta muy incómoda:
¿Qué harías si un amigo trae a Ricardo Barreda a un asado?
A mediados de 2018, un grupo de amigos se reunió en Villa Ballester. Antes de comenzar la noche, uno de ellos, de 50 años, músico, rockero, reconocido, con discos históricos que hoy son de culto para un movimiento y con largas giras por toda Latinoamérica, le dio un aviso al resto. Tenía a un invitado inesperado en su auto, un hombre 30 años mayor que él, que había conocido hace un tiempo.
El rockero les dijo:
-Muchachos, no se asombren. El tipo es mi amigo. No le pregunten nada. Vaya a saber qué tiene en la cabeza. Ya pagó y se jodió la vida. Trátenlo como a uno más.
Entonces, el invitado misterioso entró, saludó con la mano, cortés, con lentes de marco negro. El rockero lo presentó con su nombre, no mencionó su apellido. Los invitados, entre la picada y la parrilla, empezaron a darse codazos, guiños, a ver si era o no era. Se dieron cuenta rápidamente: era.
El hombre se comportó bien. Habló poco, pero sus intervenciones eran atinadas, con buenos modales, comentarios cultos. Disfrutó de la picada, del jamón crudo, el cantimpalo y los pepinillos, luego unas copas de cabernet sauvignon y un chorizo al plato. Tras el postre se unió al resto del grupo en un partido de truco, luego una ronda de chistes en la mesa. El invitado contó los suyos. No eran verdes o misóginos, sino un poco sonsos, de salón. Al final de la noche, agradeció y se fue. El rockero lo llevó de vuelta al hotelito donde vivía, poco más que una pensión de pasajeros, ubicada cerca del centro de San Martín.
En esa noche del asado, nadie le preguntó al invitado por su vieja historia o lo increpó. Quizás algunos se tentaron, pero nadie le dijo “Conchita” a la cara.
“Y nadie se lo dijo, jamás, eh, en todos esos años”, dice el rockero a Infobae: “Se convirtió en uno más del grupo. Vino a muchos otros asados. Todos tenemos nuestro pasado, nuestras miserias. Ricardo cometió su error, algo horrible, mató a cuatro mujeres a tiros. Pero nunca me dio miedo, tampoco tuve un conflicto moral, nunca luché en mi cabeza con eso. Fue un viejo que conocí en la calle, que estaba solo, desvalido, que no tenía a nadie, que ya había pagado su pena. Fue mi amigo, mi amigo Ricky”.
El 25 de mayo de 2020, hace un año, Ricardo Barreda, el femicida que en 1992 mató a su esposa, su suegra y sus dos hijas en su casa de La Plata, moría a los 83 años en el geriátrico Del Rosario de José C. Paz de un paro cardiorespiratorio. El personal del geriátrico asegura que estaba parcialmente lúcido en sus últimos tiempos, con su cuerpo desgastado, un paciente pacífico, sin conflictos. El cuerpo fue trasladado a una cochería local, luego enterrado en el cementerio municipal de la zona. Nadie fue a su sepelio por los protocolos de restricción por el coronavirus, no hubo nadie que lo llore, ni siquiera su amigo rockero.
“Me enteré tarde, vi por el diario que había muerto, pero nadie me avisó, no tenía el dato de la cochería”, dice: “Además me quedé dormido, lo enterraron a las 9 y me levanté a las 11”.
“Me hubiesen llamado”, continúa: “No sé, algo”.
“Lo conocí en 2017, a fines de ese año. Lo vi en San Martín, yo andaba mucho en la zona por esa época. Había terminado en el hotelito después de vivir en el hospital General Villegas en Pacheco, lo trataron ahí y después lo echaron. En el hospital Se pasaba de vivo, el viejo estaba bien y no se quería ir. Así que terminó en ese hotel de San Martín. Lo conocí por la peatonal, medio como que deambulaba y me acerqué. Así nos hicimos amigos. Yo no me di cuenta de quién era, caí en la cuenta después”, dice el músico.
Comenzó a visitarlo en el hotel, cada vez más. Barreda lo esperaba en la puerta para salir a caminar, a almorzar. No se veía bien al comienzo: “Yo le decía: ‘Pero Ricky, mirá cómo estás, todo desprolijo’. Andaba con una camisa toda crota, olía mal. Así que fuimos a un localcito y le compré una camisa”. Al día siguiente, el rockero volvió al hotel para buscarlo: “¿Y? ¿Mejor?”, le sonrió el femicida, recién bañado, con la cara afeitada, olor a colonia y jabón.
Solían ir a un pequeño restaurante, una fonda en la avenida 25 de Mayo, a dos cuadras del hotel donde vivía Barreda. Pedían lo que le gustaba al dentista: “Filet de merluza, el salpicón de pollo. Cafecito siempre, y vino, al viejo le encantaba el vino, se pedía siempre un flan con crema.” Los curiosos se acercaban, le pedían selfies, “pero nunca nadie lo increpó o lo insultó”.
Las sobremesas, asegura el músico, eran siempre agradables: “Tenía mucha cultura, mucho mundo, el tipo había viajado, sabía de medicina. Si me dolía tal cosa, me decía que tome tal otra. Ricardo escuchó mi banda, me preguntaba qué era todo ese ruido. Le gustaba mucho el tango.” Al músico nunca le gustó el consumo irónico del cuádruple femicidio cometido por su amigo, la estampita ridícula de San Conchita, los tontos que lo reivindicaban en Facebook. A Barreda tampoco, le parecía una estupidez.
Con el tiempo, el músico se empezó a preocupar por algo más que higiene personal y camisas: “La pieza en el hotel era una pocilga, un cuartito de 5 por 4, con un bañito y cocina, con humedad, un olor espantoso, fui a romper las bolas al dueño para que lo lleven a un cuarto mejor. Después lo llevé al PAMI en la ruta 8, para que tuviera una jubilación, una ayuda económica, algo. El director del lugar lo vio y se espantó. Le dije que se pusiera las pilas, que vivía en una ratonera, que no tenía nada. Al final lo atendieron de diez y consiguió la jubilación". Los registros previsionales lo muestran: Barreda la cobró desde el 2018 hasta su muerte.
Tras cobrar la primera vez, Barreda le dijo a su amigo: “Vamos a una parrillita, esta vez invito yo”.
Barreda luego enfermó, fue internado en el hospital Eva Perón, su última escala antes del geriátrico al que accedió por su cobertura de PAMI. “Iban mis amigos a visitarlo, no los reconocía. Le caían curiosos a romperle las bolas, eso le molestaba. Tenía un celularcito, pero no lo atendía. Un día le caí. Y me reconoció, se puso contento, me pidió que le comprara un agua y un alfajor”. Al volver del kiosko, Barreda se sinceró: “No puedo más”.
Tiempo después comenzó la cuarentena. Su amigo le perdió el rastro. Quedaban sus fotos en su teléfono, videos de los asados, donde Barreda bebe vino y saluda.
El dentista muy rara vez le hablaba del crimen. Su discurso era ambivalente. “Yo no tendría que haber vuelto a mi casa, ahí la cagué”, le dijo el odontólogo una tarde. Otras veces decía estar arrepentido. Pero Barreda, ciertamente, sentía una nostalgia por el mundo que él mismo destruyó: “Si no volvía ahí a que me agarre la policía por ahí tenía mi casa, mi plata, mi consultorio”, contó en una sobremesa.
Extrañaba el penal de Gorina, donde estuvo preso y donde era alguien, contaba orgulloso cómo el director de la cárcel lo fue a saludar el día de su liberación y le habían montado un consultorio para que atienda a los presos. Extrañaba su viejo Ford Falcon, que seguía ahí en su casa, cerrada durante años, cuando fue abierta en una inspección policial. Encontraron su silla de odontólogo, su instrumental. Unos años antes, un equipo de periodistas del diario Libre integrado por el autor de esta nota y la fotógrafa Silvina von Lapcevic trepó los techos de un edificio aledaño para observar el patio: la parra del patio que su mujer le mandó a podar, según el mito del caso, seguía ahí, crecía salvaje, sin nadie que la podara. A su amigo nunca le habló de las hijas que mató.
Meses antes de su muerte, le pidió que lo llevara a La Plata: quería ver su vieja casa. El músico no pudo. Comenzaba una gira por Latinoamérica en ese momento: el nuevo auge para su banda coincidía con la decadencia final de Barreda. Hubiese sido un viaje extraño, como esa amistad, partida por la noción jurídica de la pena cumplida y el derecho al olvido, contra el imperativo ético de un crimen imperdonable. El músico, en su mente, solo tenía un amigo, el viejo perdido que conoció en la calle.
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