Hay algo en el caso que no encaja. Las viudas negras y sus contrapartes masculinas especializadas en seducir y robar pueden drogar a sus víctimas, atarlas, amenazarlas y extorsionarlas, pero no matarlas de 22 puñaladas. El martes 11 de este mes, Adrián Enrique Muñoz, de 74, distribuidor de quesos, jubilado, pensionado y tenista, fue encontrado muerto por su hija en su habitación en su departamento de la calle Ciudad de la Paz en Núñez con dos cuchillos en su espalda y una inusual serie de heridas en todo su cuerpo, golpes y lesiones compatibles con un filo serrado. La saña para asesinarlo fue particular.
Un video de cámara de seguridad lo había captado en la noche del día anterior, acompañado de dos mujeres jóvenes de baja estatura, sus caras tapadas por barbijos. Las asesinas le habían robado al parecer, con un faltante de cien mil pesos, un revólver cromado calibre 22, hasta sus raquetas de tenis. Un billete con restos de cocaína quedó en la escena, con el cuarto de la víctima revuelto, no así el resto de su domicilio. Luego, otra cámara las vio irse.
Esta semana, Ariana Belén Domínguez y Rocío Barreto Vera, de 20 y 21 años, las sospechosas del crimen, fueron arrestadas tras una investigación del fiscal José Campagnoli y el secretario Manuel Espinal, con jurisdicción en Núñez-Saavedra. La Policía Bonaerense las capturó en la villa San Petersburgo y en Isidro Casanova, también participó en la investigación la Unidad Fiscal Especializada en Investigación Criminal Compleja de la Procuración, que Campagnoli encabeza.
El rastro para encontrarlas parecía casi imposible, pero las coincidencias estaban allí, una tras otra. Solo había que seguirlas.
Ariana y Rocío, para empezar, cayeron por sus buzos y camperas, una prueba encontrada por la división Homicidios de la Policía de la Ciudad: las sospechosas cometieron el error de no cambiarse la ropa después de matar.
A las 18 horas del lunes 10, una cámara del Gobierno porteño captó al Volkswagen Gol de Muñoz, una mujer iba en el asiento delantero con un buzo rosa. Luego, una hora después, Muñoz y las dos mujeres entraron a un kiosko en la calle Juana Azurduy al 2500, a poca distancia del departamento de la víctima, donde compraron una gaseosa. La mujer del buzo rosa estaba allí. Junto a ella estaba su cómplice, vestida con una campera con detalles blancos en el frente, que llevaba una bolsa de consorcio negra.
En cámaras de seguridad posteriores, ambas mujeres se repiten. La primera coincidencia ya había sido encontrada. Solo hacía falta encontrar sus nombres.
Diversos testimonios de amigos de la víctima aseguraban que Muñoz solía tener relaciones esporádicas con mujeres más jóvenes que él que conocía en la calle o por aplicaciones de citas y redes sociales, pero los investigadores supusieron desde un primer momento que el tenista y sus asesinas tenían un vínculo previo, que no había sido un encuentro casual lo que llevó a su muerte. El rastro del auto, por ejemplo, llevó a suponer que Muñoz había ido a buscar a las acusadas.
En medio de todo esto, declaró el hermano de la víctima, que vive en España. Aportó una foto a la causa: se la había enviado su hermano por WhatsApp, era la de una mujer de 21 años aproximadamente, con la que Adrián Enrique, según le dijo a su hermano a su causa, había comenzado una relación.
Luego, otros cuatro amigos del tenista se presentaron con pruebas para cerrar el círculo.
Muñoz les había enviado a todos la misma foto: dos chicas en ropa interior, una encima de otra, tomándose una foto en un espejo, una imagen que ilustra esta nota. La foto coincidía con la que le había enviado a su hermano y con la mujer de buzo rosa, Rocío Belén. La restante era su cómplice.
Así, enviaron las imágenes y videos a la división Individualización Criminal de la Policía Federal, que encontró sus nombres, fotos y documentos.
Ariana y Rocío, ambas con hijos de corta edad, se negaron a declarar ante el juez del caso, Alberto Baños.
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