Si la historia comenzara por el final, lo primero que se oiría sería el tiro de gracia del Sargento Emilio Lescano cuando el reo ya estaba muerto. Y luego la ráfaga de disparos. De haber sido por Domingo Cayetano Grossi, y si existiera la vida después de la muerte, hubiera seguido fumando su cigarrillo y maldiciendo a las mujeres de su familia.
La sentencia a muerte contra el criminal Grossi se había cumplido al pie de la letra.
El que le vendó los ojos fue el sacerdote que le tomó confesión por última vez. Se llamaba Mario Macceo. Ante él, Grossi se declaró inocente y prendió un cigarrillo tras otro. Su rostro demacrado quedaba envuelto en el humo del tabaco. Un penado, acusado de robar, le ató las manos.
Antes de que lo mataran, el joven Enrique Díaz Incastro, ex alumno de la Facultad de Medicina, tomó el pulso al reo y lo encontró alterado.
Las fotos fueron publicadas por la revista Caras y Caretas. Pero hay una leyenda urbana alrededor de esas imágenes.
“El medio envió a un periodista novato, que llegó tarde a la ejecución. Le pidió al cura que posara con él, que se sentó en la silla donde antes lo había hecho Grossi. Y luego, en la redacción, se hizo un montaje con el rostro de Grossi. Las fotos son trucadas. Esto lo saben pocos, pero fue confesado en una revista que tuvo pocos números, años después”. El que revela ese truco es el licenciado y perfilador criminal Luis Alberto Disanto, que estudió el caso de Grossi, considerado el primer asesino serial de la historia criminal argentina.
En un informe titulado “Reporte documental, régimen visual y fotoperiodismo. La ilustración de noticias en la prensa periódica en Buenos Aires (1850-1910)”, que lleva la firma de Sandra Szir, se fortalece la teoría de que las fotos no son reales sino una recreación.
“La condena y fusilamiento de Cayetano Grossi, que había producido ‘tanta emoción’ en la opinión pública por ‘os espeluznantes detalles que le acompañaba, era resultado, afirmaba el cronista, de una exigencia pública. Los fotógrafos de Caras y Caretas recrearon el hecho para sus cámaras utilizando los mismos policías actuando la escena del fusilamiento, hecho criticado por otros periódicos que acusaron al semanario de banalizar un acto tan grave como la concreción de la pena de muerte”.
Grossi no tuvo tanta fama como los asesinos que siguieron su legado oscuramente perverso: Cayetano Santos Godino, asesino de niños como Grossi y apodado “El petiso orejudo”; Carlos Eduardo Robledo Puch, matador de nueve hombre y dos mujeres y Yiya Murano, envenenadora de tres amigas.
¿Qué hizo Grossi para ser considerado el “oscuro y cruel decano de los asesinos argentinos”?
Mató a cinco bebés. Eran los hijos que había tenido producto de las violaciones a las que sometía a dos de sus hijastras.
La condena a muerte fue ordenada en la Penitenciaria Nacional de Las Heras el 6 de abril de 1900.
Pasaron más de 121 años y un mes de un hecho histórico en los anales delincuenciales.
Todo comenzó el 29 de mayo de 1896, cuando en una fábrica de grasa hallaron en una quema de basura una bolsa que contenía el brazo de un bebé recién nacido. Los investigadores llegaron a una casa de la calle Artes al 1400 (hoy calle Carlos Pellegrini), en Retiro, donde vivía una familia que siempre vestía de luto.
Era el matrimonio entre Cayetano Grossi, un esforzado carrero, y Rosa Ponce de Nicola, quien tenía tres hijas mayores, Rosa, Clara y Catalina. Con Grossi tuvo otros tres hijos.
Los pesquisas descubrieron que Grossi tenía sexo con sus hijastras. Cuando los policías allanaron la precaria vivienda, debajo de una cama encontraron una lata que contenía, envuelto en trapos, el cadáver de un bebé.
“El infeliz canalla violaba a sus hijas y cuando las embarazaba y ellas daban a luz, asesinaba a sus vástagos y los arrojaba a la basura”, escribió un periodista para Caras y Caretas. El asesino las asistía en el parto y se encargaba del resto.
Del horror.
Las mujeres eran sometidas por él. Por entonces, la Justicia las condenó a tres años de prisión. En el presente serían consideradas lo que fueron en ese entonces: víctimas y no cómplices del perverso criminal.
La pesquisa
Los policías de la comisaría 12 confirmaron que los bebés morían por fractura de cráneo. Dos años después del primer hallazgo, el 5 de mayo de 1898 (hace poco más de 123 años), se encontró en el mismo lugar el cadáver de otro recién nacido con el cráneo destrozado y en avanzado estado de descomposición. De acuerdo con el informe de la autopsia, “en sus brazos y manos existían signos de quemaduras de primer y segundo grado”. Las pericias forenses determinaron que la víctima tenía cuatro días de vida. Murió ahorcado.
El cuerpo estaba envuelto en una bolsa de arpillera y trozos de saco viejo de hombre. Fue demorado el carrero que encontró los restos, pero la clave fue ese saco, que tenía remiendos y los antebrazos gastados como si fueran de un vendedor ambulante que carga una canasta. En sus bolsillos había restos de cigarrillos y granos de anís, costumbre de los calabreses. Recorrieron la zona por donde transitó el carro y rastrillaron. Un detalle más que no fue menor: el saco era negro. A partir de eso buscaron a un italiano que vistiera de luto. Así llegaron a Cayetano Grossi, cuya familia siempre vestía de duelo.
Los vecinos declararon a la Policía que Grossi mantenía relaciones con sus hijastras. Y que una de ellas había estado embarazada, pero nunca vieron a ese bebé.
La ejecución como una de las bellas artes
En las fotos de Caras y Caretas, los policías Rosa Burgos, Manuel Medrano y Calisto García, encargados de la ejecución de Grossi, posan como si hubiesen sido parte de un elenco. La ejecución fue una especie de show. No fueron los únicos: los soldados, acompañados por el juez Madero y el director de la penitenciaría, el Coronel Boerr, acompañaron el ritual de seguir los pasos de Grossi, que iba custodiado por dos guardianes.
Las crónicas de la época refieren que a las cinco de la madrugada, tres horas antes de que el pelotón de fusilamiento silenciara para siempre al tenebroso homicida, se les permitió entrar a los hijos del reo. Algunos mostraron indiferencia, otros terror y no faltaron quienes lloraron por la imagen de su padre atado a una silla. Al decir de Federico García Lorca, la muerte había puesto un huevo en su herida. Grossi tenía 46 años.
El 14 de abril de 1900, más de una semana después de la ejecución, el cronista que cubrió el suceso narraba: “Por muy grandes y truculentos que hubiesen sido los crímenes de aquel hombre, tal espectáculo, la repugnancia o el miedo que producía a sus hijos inspiraban compasión”.
Las últimas palabras
Clara, respaldada por su madre Rosa, declaró que había tenido dos hijos con Grossi, quien negó haber tenido sexo con sus hijastras y culpó a los novios de ellas. Poco después, según se sospecha bajo tortura, dijo la verdad: confesó haber matado a los bebés.
En los interrogatorios admitió haber tenido un hijo con Catalina y cuatro con Clara. Dijo que había estrangulado a tres y que los otros dos habían sido quemados por su esposa y sus hijastras.
Además salió a la luz que había intentado violar a una de las hijas menores de Rosa, pero las hermanas de la nena pudieron evitar que esa atrocidad ocurriera.
“Tiraba los niños al fuego, mientras las madres miraban la siniestra escena”, escribió un periodista de Caras y Caretas.
Según figura en el libro “Los crímenes de Domingo Cayetano Grossi y la pena de muerte en Buenos Aires (1893-1900)”, de Leonardo Contreras, en la sentencia en primera instancia, el juez Madero indicó:
“Por estos fundamentos y de acuerdo con el Ministerio Público, fallo esta causa definitivamente, condenando a Cayetano Grossi a la pena ordinaria de muerte que será efectuada en la Penitenciaría Nacional, conforme a los artículos 56, 57 y 58 del Código Penal y 559 y 560 del Código de Procedimientos. Condeno igualmente a Rosa Ponce de Nicola, Clara Nicola y Catalina Nicola a la pena de tres años de prisión para cada una de ellas, como también al pago solidario de las costas procesales”
La sentencia definitiva se confirmó el 5 de abril de 1900, cuando el presidente Julio Argentino Roca decretó que el ministro de Guerra pusiera a disposición del juez Madero la fuerza pública necesaria para que en la Penitenciaría Nacional se ejecutara la sentencia al día siguiente.
Estas fueron las últimas palabras de Grossi:
“He tenido cinco hijos cristianados, en una sola mujer; de ellos, tres viven, dos varones y una mujer. Los otros dos, que eran mujeres, murieron aproximadamente hace quince años. Yo recibo con resignación la pena que se me ha impuesto, pero soy inocente. Yo no soy culpable de las muertes de esas criaturas porque las culpables son esas mujeres que me han acusado asesino de sus hijos. Yo no soy el padre de las víctimas; los padres de esos niños eran los amantes de las mujeres Nicola. Si yo fuera un asesino tan feroz, yo hubiera muerto a mis hijos con la madre. ¿Cómo es posible que una madre haya permitido que yo asesinara sus propios hijos? ¿Por qué no me acusaron ante la Policía cuando yo salía a la calle, las madres de las víctimas? No siento morir y hago esta declaración por el amor a mis hijos legítimos”.
Sus palabras, impregnadas de falsedad, no tuvieron el mismo eco que los disparos que acabaron con su vida cretina.
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