Cuarenta y tres años después, sentado frente a la mesa de un café platense, Hugo Ricardo Cardozo recuerda el día que creyó haber muerto en medio de un infierno de balas, gritos, humo y llamas.
Fue en el pabellón Séptimo de la cárcel de Devoto, pero despertó para contarla. Las imágenes, los sonidos y los olores de la mañana del 14 de marzo de 1978 le vuelven como flashes y se recargan de dolores y emociones que nunca han dejado de acosarlo.
—Ese día me entregué a la muerte y desperté vivo tres horas después para seguir sufriendo —dice.
Es uno de los sobrevivientes de lo que, durante décadas, en el lenguaje oficial se llamó “el motín de los colchones”, invirtiendo la responsabilidad de los hechos. En cambio, hoy se lo conoce como “La masacre del pabellón Séptimo”. Fue el hecho más sangriento de la historia de las cárceles argentinas y se encuadra jurídicamente como un crimen de lesa humanidad.
Cardozo tiene 62 años y está jubilado. Fue empleado público durante más de treinta años. Es flaco, nervudo, de piel y ojos oscuros. Debajo de la gorra que cubre su cabeza, todavía se puede adivinar la cara del pibe de la villa que a los 19 años terminó en Devoto con una condena por robo de automotor.
Tanto su gorra como su remera blanca tienen impreso el logo que Rocambole –el mítico ilustrador de las portadas de los discos de los Redondos– hizo y donó para apoyar la lucha de los sobrevivientes y para que el recuerdo de la masacre no se borrara nunca más.
Las cifras oficiales hablan de 64 muertos. Sin embargo, Cardozo sospecha que allí murieron muchos más. No pocos creen que los restos de otras víctimas fueron los encontrados en la década de los 90 en el "túnel de los huesos", detrás del hospital del penal, durante un intento de fuga.
Recién hace pocos años –gracias a la insistencia y el trabajo del propio Cardozo, de la abogada Claudia Cesaroni, de un grupo de investigación y, también, al apoyo del Indio Solari-, la Justicia decidió reabrir la causa e investigar seriamente esa masacre cometida en plena dictadura por personal del Servicio Penitenciario Federal a las órdenes del Ejército.
—Es terrible estar en un cuadrado de cemento con una puerta de rejas cerrada y con el fuego envolviéndote. Te consumís… Cuando ya no soportaba el sufrimiento dije “bueno, es el fin”. Me tiré boca abajo en el piso del pabellón, me envolví la cara con un toallón y, de pronto, en medio de todo el sufrimiento que sentía, me vino una paz maravillosa. Parecía que Dios había venido a rescatar mi alma de ese sufrimiento. Me vi envuelto en una luz tan pero tan especial que te la puedo describir como una luz dulce que me llevaba. Me llevaba con una paz que no te podés imaginar. Cuando me desperté estaba rodeado de cadáveres achicharrados —dice Cardozo ahora.
Cardozo dice también que la pesadilla recién empezaba: que el incendio no fue lo peor.
Un televisor y una provocación
En marzo de 1978, la cárcel de Devoto estaba sobrepoblada porque a los presos comunes la dictadura había sumado más de mil mujeres, presas políticas, que estaban a disposición del Poder Ejecutivo.
Era la cárcel-vidriera que la Junta Militar iba a mostrar a los organismos de Derechos Humanos en el año del Mundial de fútbol.
En los pabellones comunes, junto con los presos viejos, convivían, hacinados, jóvenes procesados por delitos menores y víctimas de las redadas policiales.
En el pabellón 7 había 161 presos. Pero las camas alcanzaban para 70, el resto dormía en colchones sobre el piso. Tal vez el único lujo fuera el televisor blanco y negro donde los reclusos podían ver algunas series –Kojak era la preferida por la mayoría– o las películas de El mundo del espectáculo, por canal 13.
La noche del lunes 13 de marzo, uno de los presos viejos más respetados del pabellón, Jorge Pato Tolosa, había elegido ver precisamente la película del 13, El cañonero de Yang Tsé, protagonizada por Steve Mc Queen. El film duraba 182 minutos, por lo que el programa la había dividido en dos entregas. Esa primera entrega debía terminar a medianoche, el momento justo en que los presos debían apagar el televisor.
Sin embargo, a las 11:30, el penitenciario Gregorio Zerdá se acercó a la reja y gritó: "¡Atender, bajen el volumen del televisor… boletas del Palacio!". Se trataba de la lista de presos que al día siguiente, bien temprano, debían ser trasladados a tribunales. Nadie hizo caso.
El preso Tolosa le dijo al penitenciario que esperara, que la película terminaba en un rato. Zerdá entregó la lista a través de la reja a un preso joven. El agente, de inmediato, subió a la pasarela y ordenó nuevamente que apagaran en televisor. "Vení y apágalo vos", le contestó Tolosa. Zerdá desistió del intento pero antes de irse lanzó un premonitorio "Ya vas a ver".
La primera parte de la película terminó y los presos fueron a dormir. Poco antes de las tres de la madrugada, un grupo de requisa fue a sacar a Tolosa del pabellón.
Según el informe elaborado por las autoridades después de la masacre, el propósito era "tomarle declaración al interno y confeccionar el parte respectivo". Pero Tolosa se negó a salir. Que lo sacaran a esa hora, en el mejor de los casos, significaba una golpiza tremenda y la celda de castigo. En plena dictadura feroz, el destino podía ser algo peor.
Los penitenciarios se fueron por donde habían venido. Horas después volverían muchos más.
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Una requisa brutal, gases, fuego y muerte
Poco después de las ocho de la mañana del martes 14 de marzo, cuando faltaban apenas 78 días para el inicio del Mundial 78 y la dictadura quería mostrarlo como vidriera de paz y concordia, llegó la respuesta. Unos sesenta agentes penitenciarios, armados con palos, entraron al pabellón para hacer una requisa.
Los presos se dieron cuenta rápidamente de que no se trataba de una requisa común: los penitenciarios eran demasiados, gritaban y repartían palazos.
De modo desordenado, los reclusos intentaron resistir: a modo de barricada, amontonaron camas en medio del pabellón y les tiraron lo que tenían a mano.
Los penitenciarios retrocedieron disparando gases lacrimógenos. Luego, cerraron las rejas. La mayoría de los presos se refugió en el fondo del pabellón para escapar del efecto de los gases.
La abogada Claudia Cesaroni reconstruyó durante años lo que pasó en esa mañana.
—Primero hubo disparos con pistolas lanzagases. Dentro de un pabellón sobrepoblado y con poca ventilación, se desató la locura y la desesperación. Algunos trataban de tomar los cartuchos y taparlos, para que no saliera el gas. Otros comenzaron a poner colchones entre los espacios que dejaban los barrotes, para que no ingresaran las bombas. Además de los gases, comenzaron los disparos de armas de fuego, tanto con ráfagas como tiro a tiro. La desesperación aumentó por el efecto de los gases, y porque había calentadores prendidos. Y comenzaron a prenderse fuego los colchones.
Gases, tiros, fuego. La desesperación de los presos llegó al clímax. Algunos se acercaban a las ventanas para poder respirar. Entre ellos estaba Hugo Cardozo.
—Me estaba asfixiando, el calor me sacaba ampollas en la piel, sentí que ya no tenía aire. Salté dos veces a las ventanas tratando de respirar, pero recibí una lluvia de balas. Disparaban desde un helicóptero que estaba entre los dos patios y también desde el otro del perímetro que daba sobre la calle Bermúdez. En ese momento, cuando ya no tenés salida, que no tenés agua, que te estás quemando, dejás de sentir miedo, te supera el dolor, te supera la desesperación y lo único que querés es que termine —le cuenta Cardozo a Infobae.
Dice que no aguantó más, que se envolvió la cabeza con un toallón y se tiró boca abajo. A la espera de la muerte. Vio una luz, sintió paz. Habían pasado menos de media hora desde la llegada de la requisa.
Desmayado sobre el piso del pabellón Séptimo, Hugo Cardozo no supo entonces que el fuego siguió arrasando todo a su paso, que las autoridades del penal impidieron la entrada de los bomberos para combatirlo, que las rejas quedaron cerradas a cal y canto, que las ametralladoras continuaron disparando y que a su alrededor había cadáveres achicharrados.
La cuenta de presos masacrados superó los sesenta.
El calcinado que habla
Cardozo mueve en redondo el vaso de jugo de naranja que ni toma porque está sumergido en el relato. Dice que despertó casi tres horas más tarde. Sus recuerdos son flashes, fotografías siniestras que se superponen, una tras otra.
Algo en la expresión de su cara, en su mirada, en los súbitos temblores de su voz, invitan a no interrumpirlo. No hacen falta preguntas, hay que dejarlo hablar con un hablar que le duele. Cuando salió de su desmayo, en el piso del pabellón Séptimo el infierno no había terminado.
—Me despierto en el mismo pabellón, casi no podía respirar, había penumbras, se habían consumido las llamas, se veían las camas al rojo vivo, se escuchaban alaridos. Me incorporé como pude, vi pilas de cuerpos unos arriba de los otros. Era una imagen de película… Ya no sentías dolor por la gente, ni siquiera sentías dolor por vos. Te manejabas como un zombie. Lo único que quería era agua —dice.
Cardozo da vueltas en redondo el vaso que tiene en la mano derecha. Su cabeza gira con los recuerdos de cuarenta años atrás. Y, aquella vez, el agua estaba lejos, en las canillas de la otra punta del pabellón, cerca de la reja de salida. Para llegar había que superar la barricada de camas de hierro al rojo vivo.
—En ese estado levanté del piso una frazada que no se había quemado y agarré los fierros al rojo vivo. Empecé a tirar para acá y para allá, tratando de abrir una brecha. Otros hacían lo mismo… Vi a un compañero, lo reconocí por la ropa, tirado abajo de la cama, me pareció desmayado. Agarré su brazo para sacarlo de ahí, pero cuando tiré me quedé con el brazo en la mano.
Las camas de hierro multiplicaron el calor, se transformaron en parrillas que asaban los cuerpos. Cardozo dice también que recién ahora pudo volver a comer pollo asado. Ese brazo del compañero se había desprendido con la misma facilidad que la pata de un pollo a la parrilla.
—No sentí horror en ese momento, ni asco ni nada. Terminé con un barrote ardiente pegado contra el muslo. Vi cómo el hierro le entraba en la carne, me la quemaba… pero no sentí dolor.
No sabe cómo, pero en un momento hicieron un espacio para poder pasar.
—Pasé por arriba de los cuerpos achicharrados, logramos hacer una brecha hasta el baño. Me zambullí y abrí una canilla, pero no salió nada, habían cortado el agua.
En un piletón había quedado agua jabonosa, mugrienta, donde lavábamos la ropa. Me zambullí a tomar, metí las manos, metí la cara, estaba todo ardido. Tomé esa agua. No me importaron las pilas de cuerpos achicharrados, no… Hasta la sensibilidad me habían matado —cuenta casi sin respirar, como si de nuevo se estuviera asfixiando.
Fue entonces cuando escuchó una orden gritada desde el otro lado de las rejas.
—¡Salgan, hijos de puta!
Tres pisos a los garrotazos y un calabozo fatal
Los penitenciarios ordenaron que salieran de a tres, cara al piso, manos detrás de la cabeza. Cardozo intuyó que los querían matar y se refugió en el fondo del baño. Otros, en cambio, se desesperaron por salir. Cardozo escuchó corridas, insultos, golpes y gritos.
El baño se fue vaciando y supo que no había alternativa. Lo que sigue lo cuenta de un tirón y así es como Infobae lo transcribe:
—Ya no podía quedarme ahí. Recuerdo que me quedé en un pantalón corto de fútbol negro, me mojé con esa agua jabonosa de vuelta, puse las manos en la nuca. Cuando me asomé a la reja de salida era un cordón de vigilantes, no veía ni las paredes… Vi botas de diferentes colores y también uniformes distintos. Yo piqué, corrí como loco. No me preguntes de dónde saqué oxígeno, porque ya no tenía, mis pulmones ya estaban colapsados. Me dieron por todos lados, bajé los tres pisos de la misma manera, en el aire, bajo una lluvia de golpes. Llegué a la planta baja y ahí había una T, un pasillo largo que atraviesa la cárcel y que termina en los calabozos. Cuando llegué a la T, que es de baldosas, me iba patinando en los jugos de las ampollas reventadas y en la sangre de los que habían pasado antes que yo. Me quedaron como flashes: yo iba mirando al piso, picando, cuidándome de que los golpes no fueran en la cabeza… y veía cuerpos caídos a los costados, seguro de algunos que recibieron golpes en la cabeza y ahí quedaron. Las ampollas que tenía me las reventaron a golpes, las de la espalda, las de las manos. Al final me zambulleron en un calabozo —dice, y como paradoja el calabozo tan odiado resultó un sitio más seguro.
En la celda había tres presos más. Dos saltaban pidiendo ayuda a Dios, llamaban a sus madres. El otro estaba tirado en el piso. Era un hombre mayor, de unos 60 años, de apellido García.
A García lo cargaban por mugriento, solo tenía dos camisas lavilisto, una blanca y la otra celeste. Estaba jadeando boca arriba, la camisa no se sabía de qué color era, estaba mezclada con los colgajos de piel…
—Pero no te dolía, no te importaba el otro, no sabías qué pasaba, estabas falto de toda reserva humana —cuenta.
Y agrega:
—Se abrió la puerta y arrojaron un balde de metal con agua y un jarro. Agarré el jarro y sentí algo del piso. Era el Gallego, me imaginé que pedía agua así que me arrodillé… Ese fue el único acto humano que tuve, creo, aunque fue un acto reflejo. Lo agarré de la nuca, le mandé el jarro de agua y la panza se le rajó como un cartón. Se ve que no estaba quemado, estaba cocinado, entonces al mandarle el jarro de agua, bueno… Lo dejé y me serví agua yo. Esa era la situación, no éramos personas.
No sabe cuánto tiempo estuvo en el calabozo con el cadáver del Gallego. Cardozo cree recordar que él no gritaba, se había entregado a la muerte. De repente, desde el pasillo se escucharon otras voces.
—¡¿Qué hicieron, animales; qué hicieron, hijos de puta?!
Pensó que era el final. Sin embargo, se abrió la puerta y vio gente con guardapolvo blanco.
Hospital, interrogatorio y después le pusieron unas gasas con un líquido amarillo y lo subieron a una ambulancia. Fue a parar al Hospital Salaberry con otro preso. Tenía la pierna izquierda quemada, la cabeza golpeada y ampollada, las manos inútiles por las quemaduras, respiraba con dificultad y por la boca le salía un líquido negro.
Las curaciones fueron otra tortura.
—Me tenían que sacar toda la piel y la carne quemada. Mordí un rollo de gasa, me agarraron entre dos, me rasquetearon como si fuera una pared, hasta que brotó la sangre de cada poro. Eso me volvía a la realidad. Me sacaban la carne quemada para que no me infectara.
A los tres días fueron a tomarle declaración. Antes de empezar, el escribiente le advirtió:
—Fíjese bien en lo que dice, porque usted tiene que volver a la cárcel.
Por las dudas, dos tipos del tamaño de un ropero ladeaban al escribiente.
—No me acuerdo —respondía mecánicamente a cada pregunta. Y durante treinta años no dijo más.
Estuvo cuarenta días internado en el Salaberry y después lo trasladaron al hospital de la cárcel de Devoto. Terminó el Mundial 78 y Cardozo seguía internado. A principio de agosto, ya casi recuperado, lo trasladaron a la cárcel de Olmos.
—Me llevaron en el camión seis tipos de Devoto. Cuando llegamos, uno les dijo a los penitenciarios de ahí: “Este es uno de los amotinados de Devoto”. Me hicieron pasar por un corredor de ingreso muy estrecho, donde me pegaron con palos los de Devoto, para despedirme, y los de Olmos, como recepción. Ahí perdí un testículo —dice.
Uno de los golpes le impactó de lleno en el testículo izquierdo, pero como lo metieron en un calabozo de castigo no tuvo atención médica durante dos meses. Apenas si le dieron dos pastillas en todo ese tiempo.
—El testículo se me hinchó de tal manera que no podía soportar los calzoncillos —explica— y al final lo perdí… Para decirlo como se suele decir, en Olmos me rompieron un huevo —grafica con alguna dosis de ironía.
Cuando lo llevaron a un pabellón, volvió a reconocer lo que era la solidaridad.
—Estaba hecho una piltrafa y cada vez que entraba la requisa, revivía la pesadilla del Pabellón Séptimo, veía las llamas, sentía el olor a carne quemada, no podía respirar bien.
Salió en libertad dos años después, con el oficio de oficial zapatero. Se casó, tuvo dos hijos, consiguió trabajo en el Ministerio de Acción Social de la Provincia de Buenos Aires, se separó, y volvió a casarse. Nunca volvió a cometer un delito, pero vivió encerrado en un silencio que lo torturó día tras día durante treinta años. Ni siquiera sus sucesivas esposas sabían lo que había pasado.
Finalmente, en marzo de 2008, habló.
Una abogada, una investigación y el Indio Solari
En febrero de 2008, un periodista del diario Hoy de La Plata supo de buena fuente que Hugo Cardozo, ese delegado combativo de los trabajadores de Acción Social, era uno de los sobrevivientes del llamado "Motín de los colchones".
Lo buscó y le propuso entrevistarlo. Fue la primera vez que pudo contar la historia. Sin embargo, tuvo que dar muchas explicaciones: a su segunda mujer, Claudia, a sus hijos y a muchos de sus compañeros de trabajo que lo miraban con recelo.
Tres años después, al ver la película El túnel de los huesos, sobre una fuga del penal de Devoto en la década de los 90, donde se cuenta que los fugados encontraron huesos enterrados en el túnel que estaban haciendo, Cardozo le escribió a su director, Nacho Garassino, con una pregunta concreta: si lo que contaba la película sobre el hallazgo era ficción o realidad.
La respuesta positiva le confirmó una sospecha: que a consecuencia de la masacre en el pabellón habían muerto muchos más presos que los contabilizados.
Garassino lo puso en contacto con la abogada Claudia Cesaroni, del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC), que se había propuesto investigar los hechos porque los consideraba un crimen de lesa humanidad, y decidieron seguir adelante los dos juntos. Formaron un equipo de investigación con estudiantes de Sociología del Centro Universitario de Devoto, revisaron la causa judicial, que había sido cerrada, recogieron testimonios, entrevistaron a sobrevivientes y ex presos de otros pabellones, varias presas políticas que por entonces estaban encarceladas en Devoto contaron lo que vieron y escucharon ese 14 de marzo de 1978.
Con toda esa información lograron que el juez Daniel Rafecas la reabriera y la declarara imprescriptible.
El 13 de septiembre de 2013, durante un recital en Mendoza, Carlos el Indio Solari recomendó al público que leyera Masacre en el Pabellón Séptimo, el libro donde Cesaroni reunió todos los testimonios y los resultados de la investigación. La masacre, ocultada durante 35 años, salió del silencio.
Finalmente, en agosto de 2014, la Sala I de la Cámara Federal porteña dio lugar al pedido de Cesaroni para que se considerara a la masacre como crimen de lesa humanidad. Hace pocos días la causa fue elevada a juicio frente el tribunal TOCF 5 integrado por los jueces Daniel Obligado, Adriana Palliotti y Adrián Grünberg, y tendrá la participación de la fiscalía especializada en lesa humanidad a cargo de María Ángeles Ramos.