Tras negarse a declarar esta mañana en una fiscalía de Chacabuco por el bestial femicidio de su ex pareja, Úrsula Ballido, agravado por la alevosía y el ensañamiento de 15 puñaladas en medio de un paraje rural de la zona de Rojas, el oficial Matías Martínez fue enviado a la cárcel a la espera de que el fiscal Sergio Terrón pida o no su prisión preventiva y la jueza de garantías del caso lo resuelva.
Su destino, según confirmaron fuentes judiciales a Infobae, será una celda individual en la Unidad N°49 del Servicio Penitenciario Bonaerense, la Alcaidía Penitenciaria de Junín a 50 kilómetros del centro de Rojas. Allí pasará 14 días de aislamiento tal como marcan las reglas pandémicas del SPB: cualquier detenido que provenga de una comisaría o un hospital -Martínez cumplió sus primeros días de arresto en el hospital San José de Pergamino para luego ser trasladado a una comisaría en Conesa- debe cumplir ese período separado del resto de los presos para evitar un posible contagio de COVID.
También, a pedido de la Justicia, será controlado de manera diaria por un psiquiatra, aunque los motivos de este pedido se desconocen. Su carpeta psiquiátrica habla de trastornos de estrés o adaptación en la Policía Bonaerense, no de una patología profunda. Para empezar, fue el policía mismo quien pidió esa licencia con goce de sueldo a las autoridades policiales luego de que sus compañeros comenzaran a repudiarlo en la comisaría de San Nicolás cuando fue acusado en la zona de 9 de Julio de abusar de la sobrina de su ex pareja, un caso que investiga la UFI N°2 de Mercedes con el fiscal Sebastián Villalba, que le pidió la detención dos veces.
Luego de ese período de dos semanas podrá ser integrado a un pabellón, la Unidad N°49 cuenta con ellos y no haría falta trasladarlo. Pero el problema es Martínez mismo.
Las autoridades penitenciarias saben que esas dos semanas servirán para pensar en algo. El femicida acusado de uno de los crímenes más indignantes de la historia reciente concentra los factores de conflicto que vuelven a un preso en un problema para los directivos y en una presa obvia para los otros internos. “Un dolor de cabeza”, asegura una fuente que sigue de cerca su encierro. No solo tiene un alto perfil mediático y mató a un puñaladas a una mujer; también es un policía con un largo historial de violencia de género y el presunto abusador de una adolescente discapacitada de apenas 13 años.
Podría ser integrado a un pabellón en otro penal con detenidos que pertenecieron a fuerzas de seguridad, pero su bajo rango no lo salvaría de nada. También podría abonar su dinero a la pequeña industria de la extorsión tumbera, presos que les cobran a otros para no golpearlos o apuñalarlos, un peaje de amenazas.
Sin embargo, la familia Martínez es pobre, el policía es el hijo de un empleado de frigorífico y un ama de casa. Su casa es acaso la más descuidada, ladrillo hueco a la vista y techo de chapa, en una cuadra de casas ya humildes en el barrio La Loma. Podría recibir visitas, el SPB permite un familiar por semana en la pandemia, pero sus padres dejaron la zona de Rojas ante el repudio. Le quedan sus hermanas, testigos según las denuncias de Úrsula de las viles golpizas que le propinaba.
Es decir, como preso, Martínez literalmente tiene todo. En un pabellón sería una víctima él mismo, un paria. Además de la causa por abuso de menores tiene otra imputación pendiente: la denuncia realizada en 2017 por otra ex pareja, amenazas a punta de pistola, por la que se esperaba su indagatoria el 18 de este mes.
Por lo pronto, según indicaron fuentes del expediente a Infobae, el fiscal Terrón intenta desentrañar uno de los puntos más oscuros del femicidio de Úrsula: cómo llega al descampado en donde el policía la apuñala. La víctima, de acuerdo a la causa, fue vista por última vez saliendo de un kiosko en el centro de Rojas.
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