Máximo Thomsen era el chico alfa de la manada. Todos fueron acusados bajo la misma calificación en el expediente que busca llevar a juicio el ataque bestial que le provocó la muerte a Fernando Báez Sosa la madrugada del 18 de enero de 2020 frente a la disco Le Brique en Villa Gesell, el delito de homicidio agravado por alevosía, agravado por la participación de una o más personas. Pero las pruebas lo complicaban particularmente a él, ex jugador del Arsenal Náutico de Zárate, como sus compañeros, luego en el CASI, un joven atleta de carrera. El video del crimen lo muestra de frente, con su camisa negra abierta, en la vereda de la disco con Fernando mientras comenzaba a morir, fuera de sí, los ojos lívidos del final. Un patovica de la disco lo había echado a la calle con fuerza extrema minutos antes: le aplicó una llave mata-leao de jiujitsu brasileño para reducirlo.
La cárcel no fue amable: los presos en el penal de Dolores les gritaban amenazas, insultos, lanzaban sus apellidos al aire mientras comenzaban su encierro en un sector separado del resto de la población en uno de los penales más sobrepoblados de la provincia.
“¿Qué onda los rugby?”, se preguntaban veteranos del hampa encerrados allí, mientras en otros penales, como en la Unidad N° 32 de Florencio Varela otros detenidos bromeaban en un video sobre combatirlos con facas y robarles las zapatillas.
La cárcel cambió para ellos, en parte: el Servicio Penitenciario Bonaerense enfrentaba una situación de alta volatilidad. Había rumores de privilegios VIP, de bienestar tumbero indebido. Sus familias los visitaban fuera del horario regular de visitas, marchaban vigilados a las duchas, consolados por un pastor y un psicólogo. Otro veterano de tres condenas, amontonado en una celda, razonaba: “A estos pibes no les pegás, los tenés cagados en las patas para que te traigan guita, mercadería, si las familias son chetas. ¿De qué te sirve meterles una puñalada? Encima son ocho. Un gallinero entero de gallinas de los huevos de oro”.
En una declaración en la causa investigada por la fiscal Verónica Zamboni, Thomsen aseguró: “Quiero aclarar que en la cárcel no estamos como dicen los medios, que dicen que tenemos aire acondicionado, que tenemos ventiladores, que somos presos VIP, cuando en realidad estamos toda la noche escuchando lo que nos dicen otros presos, que nos gritan que tienen precio nuestras cabezas, que Burlando los va a defender, que nos quieren violar. Nos gritan de todo por la ventana”.
Fueron enviados a la Alcaidía N° 3 de Melchor Romero luego de que el juez David Mancinelli y la Cámara de Dolores confirmaran su prisión preventiva, un penal en la periferia platense, ocupado por pungas y arrebatadores de celulares, de transas y chicos motochorros de la zona, de violentos que le pegan a sus mujeres. Allí también los ocho rugbiers escucharon los gritos al comienzo, separados del resto de la población, pero ningún preso puede gritar para siempre.
Thomsen, por lo pronto, es uno más.
Hoy, un año después del crimen, mientras aguardan la llegada del juicio en su contra, fuentes que conocen de cerca el encierro de Thomsen, de Ciro Pertossi, de Luciano Pertossi, de Lucas Pertossi, de Enzo Comelli, de Matías Benicelli, de Blas Cinalli y de Ayrton Viollaz aseguran que no hay un líder entre ellos, y que, todavía separados del resto de los presos de la cárcel, llevan adelante su encierro sin conflictos internos en el grupo, con los penitenciarios que los vigilan y con otros detenidos. “Hasta tienen buena relación con algunos presos”, asegura un oficial.
Alojados en calabozos para dos personas –algo inusual dada la sobrepoblación de las cárceles bonaerenses–, son visitados por un familiar a la vez dadas las reglas a causa de la pandemia luego de meses sin ver a nadie: reciben la misma comida que los otros detenidos, mientras que sus familiares, que deben manejar 150 kilómetros desde Zárate para verlos, les llevan libros, ropa, elementos de higiene, yerba y cigarrillos. Tienen salidas al patio sin contacto con otros internos, y allí se los puede ver caminando, trotando o simplemente tomando sol. A veces reciben asistencia espiritual de parte de un pastor. Se evita el contacto directo con otros detenidos.
“Están ansiosos por que empiece el juicio”, aseguran cerca de ellos.
Mientras tanto, los ocho rugbiers pidieron seguir presos pero en sus casas, según confirmaron fuentes judiciales. Invocaron que no están condenados, por lo que son técnicamente inocentes, que tienen un arraigo –un domicilio– donde continuar la detención y que pueden ser controlados por una pulsera electrónica. El juez Mancinelli pidió tres informes antes de decidir. Uno fue determinar si sus domicilios son aptos para el monitoreo de la pulsera, y otro, un estudio socioambiental en sus casas. Los dos fueron favorables. Resta un peritaje psicológico sobre cada uno de los acusados, que se demoró por la pandemia del coronavirus, y que se realizará entre el 2 y el 11 de febrero. Cuando estén los resultados, el juez podrá decidir si siguen en la cárcel de Dolores o les otorga el arresto en sus casas.
Según la Ley 24.660, la prisión domiciliaria está prevista para mayores de 70 años, mujeres embarazadas, madres de un menor de 5 años, discapacidad y enfermos terminales. “De lo contrario, tiene que haber circunstancias de excepción que convenzan al juez de que no existe peligro de fuga ni entorpecimiento de pruebas. Desde mi punto de vista, es difícil que les otorguen la domiciliaria”, apuntó Diego Escoda, fiscal general de Dolores, la jurisdicción que investigó el crimen.
Al comienzo del caso, Pablo Ventura fue detenido en una cacería que llegó hasta la puerta de su casa de Zárate. Su padre casi pierde la vida al seguir al patrullero hasta Villa Gesell. Fue encerrado cuatro días y noches, luego liberado. Un video de una parrilla que lo ubicaba en su ciudad en el momento del crimen lo exoneró. Los rugbiers lo conocían bien. Ventura decía no tener problemas con ellos, pero otros chicos en Zárate hablaban de burlas crueles a sus espaldas. Encontraron memes con su cara cuando peritaron los teléfonos de los acusados.
Uno de ellos delató a Pablo mientras estaba esposado en el suelo, la pista que encendió a la Bonaerense. Hasta el día de hoy, nadie sabe quién fue. Los rugbiers se lo callan. El expediente, para empezar, no lo dice.
Solo habla de “averiguaciones”.
Pablo aparece por primera vez en el expediente en la foja 38 del primero de los más de siete cuerpos de la investigación, en medio del acta de procedimiento de la detención de los rugbiers en la mañana del 18 de enero, a cargo de un comisario mayor jefe de la Departamental Pinamar, junto con un comisario inspector, el jefe comunal de la Policía en Villa Gesell y otros tres efectivos locales de alto rango en comunicación con la UFI Nº 8. Matías Franco Benicelli, luego acusado de ser partícipe necesario del crimen, fue quien abrió la puerta. Lo reconocieron de los videos de la noche del boliche Le Brique, gracias a la colita que llevaba en el pelo.
La transcripción que llegó a la fiscalía de turno incluyó el nombre de Pablo Ventura. Lo que no incluyó fue una explicación de cómo se obtuvo, no especifica el nombre del rugbier que supuestamente lo marcó. Lo cierto es que hubo detalles, muchos, incluso de sus movimientos, con la pista del auto de su padre incluida. Quien marcó a Pablo no solo dio su nombre, sino que lo acusó de fugarse en el auto de su papá. Ese mismo día, las alertas para capturar el Peugeot 208 de José María Ventura fueron enviadas a Seguridad Vial.
Por lo pronto, fuentes cercanas al doctor Jorge Santoro, abogado de Ventura, hablan de la posibilidad de presentar una demanda por daños y perjuicios en el fuero contencioso administrativo al final de la feria judicial, en busca de resarcimiento. Usan un término sumamente llamativo: “Mala praxis en la investigación”.
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