
El jueves pasado, un grupo de delincuentes armados entró a robar a dos domicilios de la localidad bonaerense de Villa Udaondo, partido de Ituzaingó. Los ladrones saltaron el muro de entrada de un complejo de cuatro casas ubicado sobre la calle Gómez Carrillo al 4100. Una vez en el lugar, se llevaron dinero y aparatos electrónicos y hasta le apuntaron con un arma de fuego a un niño de tres años. Dos ladrones fueron detenidos mientras huían por la Policía Bonaerense, entre ellos un histórico delincuente de 56 años de edad que había salido meses antes de la cárcel. Otros dos huyeron.
Al día siguiente, a unas pocas cuadras de ese lugar, en el cruce de Ollantay y Francisco Ramírez, tres motochorros le robaron la moto a un repartidor que había ido a entregar una pizza. El hecho, un robo miserable, fue registrado por una cámara de seguridad.
El 31 de diciembre, la víctima fue el empresario gastronómico Pablo Bradwein, a quien asaltaron en la puerta de su restaurante Estancia Gaona, ubicado en la colectora del Acceso Norte y Ercilla. El robo también fue captado por una cámara y en las imágenes se observan a tres ladrones armados descender de un Volkswagen Gol Trend en el playón de estacionamiento de la parrilla y llevarse la Volkswagen Amarok de Bradwein.
Los casos se apilan. Los vecinos sienten la tensión.
La inseguridad mantiene en vilo a quienes habitan en Ituzaingó, una nueva zona caliente del conurbano. Infobae recorrió Parque Leloir y Villa Udaondo y charló con los vecinos. Entre mensajes telefónicos, se formó un grupo al saber que habíamos llegado allí. Hicieron fila para hablar uno por uno, con sus historias.
Dicen que viven con miedo. Que los asusta esperar en la parada el colectivo, sacar o guardar el auto en el garage, llegar de noche a sus casas y hasta salir a hacer las compras. Cuentan que las violentas escenas de las últimas dos semanas se repiten una y otra vez. Vale todo: entraderas, robos de vehículos o arrebatos de motochorros que ocurren a plena luz del día o en la oscuridad de la noche.

Una vecina víctima recuerda un mediodía de noviembre pasado en su casa: “Saltaron el portón y se me metieron por la ventana de mi oficina donde estaba trabajando. Eran dos que tenían armas blancas y se comunicaban con otros afuera. En ese momento estaba sola con mi hijo de 14 años al que le tuvieron que dar puntos porque nos golpearon. Mientras nos pedían plata nos amenazaron: nos decían que nos iban a torturar y a mí que me iban a violar. Estuvieron una hora y cuarto. Todo el tiempo nos tuvieron atados de pies y manos. Fue una tortura”.
El robo duró más de 75 minutos. Las secuelas psicológicas siguen hasta hoy. “Después de lo que pasó, vivía encerrada. No salía ni a regar las plantas. Con el correr de los días fui recobrando fuerza hasta que me enteré de otro robo y otra vez volvieron los temores. Vivo con miedo”, agrega la mujer, que prefiere reservar su identidad.
Lo mismo le pasó a otra mujer que vive en la calle Zorrilla de San Martín: trataron de robarle dos veces en menos de un mes. Ambos intentos no llegaron a concretarse. En el primero de los casos eran tres los ladrones, que salieron espantados tras activarse la alarma vecinal.
Bajo el sol de la tarde del sábado, una joven se acerca y comparte su angustiante experiencia a pocos días de la última Navidad: “Entraron tres tipos armados. Encañonaron a mi suegra, le pegaron a mi esposo y nos amarraron a los tres. Mientras, mi niña estaba encerrada en su cuarto. Después a mi esposo le hicieron recorrer toda la casa pidiéndole plata y joyas”. La situación terminó con los ladrones matando al perro de la casa y huyendo a bordo del auto de un hombre que justo llegaba a visitar a la familia sin saber lo que estaba sucediendo.

Desde mediados del año pasado, en Parque Leloir y Villa Udaondo sucedieron varios casos con características similares. En el relato de los vecinos se reiteran patrones: delincuentes que estudian los movimientos de las víctimas, autos sin patentes que pasan a baja velocidad por las casas antes de los asaltos, las autopistas Acceso Oeste y Camino del Buen Ayre como vías de rápido escape e investigaciones que no llegan a resolverse a pesar de las filmaciones y pruebas que aporten los damnificados. “La excusa de la Policía es que no puede hacer inteligencia”, dice un hombre mayor.
Los vecinos aseguran que faltan cámaras de vigilancia, que no se ven patrulleros y que se sienten desprotegidos. Incluso hablan de “connivencia” y “zona liberada”. Sospechan que los policías “son cómplices” para que todo esto ocurra. Por eso solicitan la presencia de la Gendarmería.
“Hace unos años nosotros mismos donamos al municipio una cámara con visión nocturna y lectora de patentes. En un momento la removieron del lugar porque supuestamente se había quemado y al poco tiempo hubo dos entraderas en esa cuadra. Esa cámara nunca se volvió a reponer”, revela una vecina.
“Asombra la impunidad que tienen. No respetan ni que hayan perros, rejas, cámaras”, acota otra mujer.
La realidad en este municipio no se aleja de otros del conurbano que también están al rojo vivo por la inseguridad. Desde que comenzó la pandemia del coronavirus, en la provincia de Buenos Aires se repiten delitos de extrema gravedad como los robos con uso de armas de fuego, entraderas y los homicidios protagonizados por menores de edad.
En este contexto, el municipio que comanda Alberto Descalzo anunció en noviembre pasado la incorporación de la Fuerza de Respuesta Inmediata (FRI), un cuerpo especial dentro de la Policía Federal que trabaja en forma articulada con la policía local y que cuenta con móviles y motocicletas para patrullar las calles de Ituzaingó.
Y en las últimas horas, el jefe comunal informó que elevó un pedido al ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, para remover la cúpula policial.
Los vecinos, sin embargo, coinciden con que no es suficiente.
Frente al temor que sienten a diario, la gente apela a diferentes maneras para cuidarse entre sí. Crearon su propia red de ayuda mediante grupos de WhatsApp y redes sociales en los que se comparten denuncias y se mantienen siempre en alerta. Algunos también acordaron utilizar alarmas vecinales. Y un grupo de 15 familias instaló 16 cámaras en las calles que ellos mismos monitorean.
Son métodos que, dicen, deben seguir obligadamente. “No te sentís seguro en ningún lado, ni siquiera en tu casa. Tenemos que estar siempre atentos a mirar la pantalla y ver lo que pasa afuera. Nos han quitado la posibilidad de disfrutar. No es manera de vivir”, lamenta un vecino.
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