El lunes 1° de septiembre de 2008, Rosa Sabena se enfureció con su hijo mayor. Llevaba varios días disgustada con él porque Nicolás –de 21 años entonces, pero con un retraso madurativo por el cual se comportaba como un adolescente de 15 o 16– había empezado a salir mucho de noche, volvía a su casa tarde, durante la madrugada, y al otro día no quería despertarse para ir al taller mecánico en donde trabajaba con su papá. Había hecho un nuevo amigo que su familia no conocía y, según le había confiado a su padre por esa época, estaba enamorado de una mujer casi 10 años mayor que él.
Ese lunes de septiembre, como su hijo no se levantaba, Rosa tuvo que llegar tarde a su trabajo como docente y ayudar a su marido a remolcar un vehículo. Cuando volvió a su casa, Rosa y Nicolás discutieron muy fuerte y, en el medio de su enojo, su madre le dijo que si no iba a presentarse a trabajar o a acatar las reglas de la familia era mejor que se fuera de la casa. Pretendía hacerle una advertencia, una llamada de atención, marcarle su conducta. “Me fui a hacer unos trámites y esa fue la última vez que lo vi”, recuerda Rosa 12 años después, en diálogo con Infobae.
En los días que siguieron, mientras Rosa lo buscaba, Nicolás habló por mensajes de texto con su hermano menor y volvió algunas veces a su casa cuando no había nadie para buscar ropa. A su hermano le decía que estaba bien, que estaba parando en la quinta donde vivía la familia de su amigo en las afueras de la ciudad, y la mujer que, según su mamá, “lo tenía embelesado”. “Mi hijo tenía locura con esas cosas del campo, le gustaban mucho los caballos, seguramente le pareció algo bueno”, piensa Rosa.
El 14 de septiembre, cuando Rosa intentó una vez más contactarse con su hijo, el teléfono de Nicolás dejó de funcionar. “Me dijeron que el chip había sido extraído del aparato y ahí ya me di cuenta, mi corazón me decía que a mi hijo le había pasado algo grave”.
El cuerpo de Nicolás Sabena nunca apareció, pero su mamá tiene la certeza de que su hijo no sólo está muerto sino que fue asesinado.
Seis años más tarde, en septiembre de 2014, José “Pepe” Vargas Parra –a quien Rosa describe como un “peso pesado”, con antecedentes penales y señalado como un “cabecilla” de la venta de drogas en la zona– fue encontrado culpable de la desaparición de Nicolás y la Cámara del Crimen N° 2 de Río Cuarto lo condenó a 18 años de prisión por el delito de “privación ilegítima de la libertad coactiva agravada por la participación de tres o más personas”. También fueron condenados como coautores sus dos hijos, José “Yaca” Vargas Flores y Lucía “Cori” Vargas Flores –el amigo y la chica con la que Nicolás se había relacionado en el último tiempo antes de su desaparición– que recibieron penas de 17 y 16 años, respectivamente. La mujer de “Pepe” Vargas, Adelina Inés Flores, estaba igualmente involucrada en la causa pero murió un año antes de ser juzgada. En 2017, el Tribunal Superior de Justicia de Córdoba ratificó las sentencias.
Para Rosa, sin embargo, la búsqueda de justicia no terminó del todo. En 2010, ella empezó a sospechar que la investigación era muy lenta, que todas las medidas y los allanamientos que se hacían en la quinta de los Vargas, de muy difícil acceso y rodeada de una treintena de perros dogo entrenados por ellos, siempre les resultaban favorables, casi como si supieran, como si estuvieran siempre un paso antes que la Justicia. Gracias a un informe de entrecruzamiento de llamadas, Rosa descubrió que había policías de Río Cuarto que protegían a la familia Vargas.
Durante todo ese tiempo, Rosa recibió llamadas de números de distintas provincias donde le brindaban pistas falsas del paradero de su hijo. “Recorrí toda la Argentina buscándolo. Eran los Vargas que me llamaban y me decían que mi hijo estaba en San Luis, en Mar del Plata, en San Juan, en Santiago del Estero. Era tal la desesperación que íbamos y lo buscábamos. A una madre que le falta su hijo no hay quien la detenga, no hay miedo, no hay nada”, dice Rosa del otro lado del teléfono, con la voz entrecortada.
En 2011, entonces, Rosa decidió estudiar Derecho para tomar las riendas de la causa y tener conocimientos técnicos que le permitieran comprender cada aspecto de los 14 cuerpos de expediente. Tan solo cuatro años y dos meses después, a sus 60 años, Rosa Sabena se recibió y comenzó a ejercer e intervenir como abogada no sólo en su propia causa sino también en las de otras familias que se acercaban a ella en busca de alguien que comprendiera su dolor. En marzo de 2017, por este trabajo, fue distinguida como Doctora Honoris Causa de la Universidad Nacional de Río Cuarto.
“Decidí ponerme a estudiar Derecho para hacerme cargo de la causa porque acá los abogados no quieren ir en contra del poder político, judicial o policial”, dice Rosa. “A mí no me importan ni me dan miedo, yo estoy buscando a mi hijo y voy a buscar justicia por él hasta el último día de mi vida”. A pesar de que aún no tenía el título cuando los Vargas fueron juzgados, Rosa asistió cómo auxiliar a su abogado y ahora será querellante en dos próximos juicios contra dos policías acusados de encubrimiento.
Una de ellas es Nancy Salinas, la suboficial de la Policía de Córdoba del área de Investigaciones que el 16 de septiembre de 2008, dos días después de la desaparición de Nicolás, recibió a Rosa. “Se mostró muy dulce, muy comprensiva. Me dio su numero de celular particular, me dijo que ella iba a salir personalmente a buscarlo, que cualquier cosa que supiera le avisara”, cuenta ahora ella. “Yo confié plenamente porque jamás tuvimos ningún problema, nosotros éramos ciudadanos comunes y trabajadores, y le contaba todo: lo que pensaba hacer, las medidas que iba a solicitar. Lo que yo no sabía es que por ella los Vargas tenían toda la información antes de que yo me moviera, porque yo le contaba a esta mujer perversa en la que confíe tanto. Antes de cada procedimiento ella los llamaba y les avisaba lo que iba a pasar”.
El juicio por “encubrimiento agravado” a Salinas, a cargo de la Cámara Primera del Crimen de Río Cuarto, tenía fecha de inicio este miércoles, pero debió posponerse una vez más –ya se había pospuesto en marzo por el inicio de la cuarentena– porque su marido dio positivo de COVID-19. Varias escuchas judiciales, que forman parte de la causa, prueban lo que sospechaba Rosa, que Salinas –que sigue en funciones y fue recientemente ascendida de cabo a sargento– tenía diálogo cordial y permanente con “Pepe” Vargas y le dio aviso de algunas de las medidas judiciales que se tomaron en su contra durante la investigación.
Otro policía que será juzgado por encubrimiento es el ex jefe de policía de Río Cuarto Gustavo Oyarzábal, uno de los primeros en ser acusados por Rosa de encubrir a los Vargas. La causa contra Oyarzábal ya fue elevada a juicio pero el ex comisario está detenido acusado de encubrir el crimen de Claudio Torres, conocido como el “zar de la droga” en la ciudad cordobesa, quien además era marido de Lucía “Cory” Vargas. Otro policía, el comisario Fernando Pereyra, también fue denunciado por la familia Sabena y es investigado por su vínculo con los Vargas.
A pesar de las condenas y de las pruebas que constan en la causa, Rosa Sabena no tiene más que hipótesis y rumores dichos por lo bajo de lo que le pasó a su hijo. En el juicio, un remisero declaró que el 12 de septiembre de 2008 llevó a Nicolás hasta un hipermercado, donde el joven quería dejar un currículum para aplicar a un trabajo. El chofer contó que lo esperó para llevarlo de vuelta a la quinta de la familia Vargas, que Nicolás salió contentó porque lo habían contratado y que le dijo que iba a llamarlo para que lo buscara más tarde y lo llevara hasta su casa porque se había dado cuenta de que los Vargas “eran gente rara” y le parecía que eran delincuentes. Sin embargo, Nicolás nunca lo volvió a llamar.
Rosa cree que cuando su hijo se quiso ir, los Vargas –de quienes ella sospecha que querían involucrar a Nicolás en la venta de drogas– lo golpearon, lo mataron y se deshicieron del cuerpo. Según Vargas, Nicolás efectivamente se fue de la casa ese día mientras él dormía, por sus propios medios y sano y salvo. En un operativo en la quinta de la familia Vargas, la Policía Científica encontró en un procedimiento con luminol sangre humana que había sido lavada en un cuchillo y dentro de un balde que había en la casa. La sangre, además, correspondía al grupo sanguíneo 0+, el mismo de su hijo.
El 15 de septiembre de 2008, “Pepe” Vargas había sido detenido, aunque aún no estaba acusado de la desaparición de Nicolás. “Los efectivos que lo detuvieron contaron en el juicio que mientras hacían un recorrido de guardia por la zona de la quinta, Vargas vio el patrullero desde su auto y empezó a huir. Entonces los policías lo persiguen, en un momento lo pierden y lo encuentran escondido en una casa, donde había dejado su auto prendido, con las luces encendidas y la puerta abierta”, cuenta Rosa.
“Lo encontraron adentro del garaje, escondido detrás de unas cajas, y se resistió a que lo agarren, hasta golpeó a los policías. Cuando lo detuvieron estaba tan nervioso que se defecó encima. Horas después los policías Salinas y Pereyra lo liberaron sin ningún cargo, ni siquiera resistencia a la autoridad. Ese mismo día, el día que según Vargas mi hijo se fue de su casa mientras él estaba durmiendo, él estaba detenido”.
Vargas padre y sus dos hijos están detenidos, pero Rosa siente que todavía le faltan respuestas. “Cuando por primera vez me llegó el dato de que mi hijo había estado con los Vargas fui hasta la quinta, lo enfrenté”, recuerda ahora. “Le pregunté directamente qué había hecho con mi hijo. En ese momento bajó la cabeza y no me supo responder. Ahí me di cuenta, en su mirada, que ellos lo habían matado”.
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