Aquella mañana de agosto de 1994, la vidente apoyó las cartas sobre la mesa y cerró los ojos. En su casa de Mataderos, sentada frente a ella, estaba Nancy Collazo, la esposa del Gordo Luis Valor, el líder de la superbanda que robaba bancos y blindados que estaba detenido en la cárcel de Devoto.
El silencio incómodo se quebró con una frase inesperada:
-Querida, decile a tu marido que no gaste más plata en abogados -le dijo la vidente.
-Le quedan 15 años de condena.
-Haceme caso. Está todo acá, en estas cartas. Su libertad está escrita. Se va. Se va. Y será en pocos días. Se va por la puerta grande.
Esa noche, Nancy no pudo dormir. Fue a visitar a su marido y le contó, en voz baja, lo que le había dicho la vidente.
Al Gordo Valor le brillaron los ojos. Se abrazaron y luego fueron al cuarto de las visitas íntimas.
Tiempo después, el célebre delincuente diría:
-Nancy me lo contó como un hecho. Es impresionante cómo la brujita fue capaz de predecir lo que hasta ese momento pasaba solo por mi cabeza o en mis sueños. Y eso que era casi imposible que ocurriera.
Pero un mes después, la tarde del 16 de septiembre de 1994, la predicción de la bruja se cumplió:
Valor protagonizó una fuga histórica del penal de Devoto con sus compañeros de detención “La Garza” Hugo Sosa Aguirre, Emilio Nielsen, Carlos Paulillo y Julio Pacheco.
Se disfrazaron con los guardapolvos de los médicos del hospital penitenciario; Pacheco se vistió con la chaqueta gris de guardia.
Cuando llegaron a la muralla externa, Valor disparó al cielo, al piso y enfrentó a dos guardias.
–¡Entregate, Valor, estás rodeado! –le gritó el guardia José Luis Pereda.
–Negro, entregá las llaves que está todo copado –le dijo Valor.
Según Valor, La Garza Sosa se fue solo. “Con toda la gente de apoyo. Nosotros bajamos por las sábanas blancas anudadas que habíamos colgado antes y al llegar a la vereda nos encontramos en banda. No era lo acordado. Corrimos y apretamos a un remís. Lamentablemente tuvimos que sacar por la fuerza a una señora”, recordó el ladrón en su libro “Mi vida”.
La fuga les costó a los ladrones una condena de siete años. En rigor, ninguna huida es penada, lo que se juzgaron fueron los daños causados, el uso de armas de guerra y la resistencia a la autoridad.
“Me escapé porque vi una puerta abierta. Tenía miedo de que me mataran”, dijo Valor.
Durante un tiempo, en Youtube había un video casero que duraba 48 segundos. En las imágenes, Valor salta con destreza uno de los muros de siete metros de la cárcel de Villa Devoto mientras dos mujeres que viven en un departamento de enfrente no pueden creer lo que están viendo desde el balcón:
–¡Mirá cómo se tiró el cana! –dice una de ellas con sorpresa.
–¡No, no es un policía. Es un chorro!
¡No ves que los de blanco son chorros y se están escapando! –le responde la otra con temor.
Valor estuvo 244 días prófugo y para la Policía se convirtió en el Enemigo Público Número 1. Lo buscaron más de 300 uniformados.
La fuga de Devoto es una de las más impactantes de la historia criminal. Hasta el momento no se hizo ninguna película, pero aparece en el libro Postales Tumberas, de Jorge Larrosa.
¿Qué ocurrió con los cinco fugados?
Dos de ellos murieron: Julio Pacheco (de un paro cardíaco) y Emilio Nielsen (en un accidente de tránsito). Carlos Paulillo está detenido. La Garza Sosa y el Gordo Valor están libres.
La fuga, en primera persona
Hace dos años, Valor decidió escribir los detalles de esa fuga en un cuaderno de 24 páginas. Su historia sedujo a Marcelo Tinelli, que llegó a pensar en la idea de hacer una serie.
A poco más de 26 años del hecho, Valor cuenta la mítica fuga en primera persona, de puño y letra:
“Un día me llamaron para decirme que había una posibilidad concreta de salida. No había cabida para nadie más. Al menos eso me dijeron al principio. El negocio era de Julio y El Cabezón, dos grandes ladrones que estaban en el pabellón séptimo. Yo sabía nada más que dos cosas: tenía vía libre para irme y no podía llevar a nadie conmigo. ‘Ñeri, vas a tener una ventana abierta, una reja cortada’, me dijeron cuando tuve el primer contacto. Sólo me pidieron que hiciera contacto con mi gente para que me esperaran a la salida del penal al momento de la evasión. No esperé nada para llamar. Ese mismo día hice el contacto. Le pasé toda la información a Nancy, que tenía que hablar con los muchachos que nos iban a rescatar afuera”.
“Nancy vivía a dos cuadras del penal, así que conocía todos los movimientos. Además estaba tan cerca que podíamos hacernos señas a través de una ventana. Ella hizo el contacto con todos y organizó una reunión en un bar cercano al penal. Pero aunque Nancy se ocupó de todo, no fue al bar porque eso implicaba ya un compromiso. Nunca quise, por nada del mundo, meterla en mis cosas. La noche antes de la fuga estaba muy ansioso. Estaba todo organizado con los pibes de afuera. Teníamos lo que necesitábamos: plata, movimiento, fierros y el suficiente conocimiento del lugar”.
“Los que planeábamos irnos sabíamos que estábamos muy jugados. A todos nos esperaban muchos años tras las rejas. Teníamos las sogas y los ganchos. Todo artesanal, hecho a mano. Los probamos para ver si aguantaban mi peso y el del Cabezón, un atleta muy bien preparado. Antes de acostarme me encargué de revisar bien las sogas y los ganchos para poder engancharme y desengancharme del muro. Hicimos tres sogas trenzadas de sábanas. Quedaron muy bien hechas y los caños estaban bien guardados”.
“Tuvimos varios conflictos con el Servicio Penitenciario Federal, pero nos respetaban mucho porque nos volvimos legendarios. Cuando llegamos al penal, éramos los que habían robado blindados y ganado millones de pesos. Se nos miraba de otra forma. No éramos como cualquiera. Nuestro estatus ahí era diferente. A medida que pasaba la noche, yo pensaba en que me esperaba la libertad, que estaba preso por cuatro procesos que me perjudicaban y que tenía a la Policía encima todo el tiempo. No me daban margen de movimiento. Los del Servicio de Inteligencia de Penales tenían pensado matarme. Yo aguanto todo. No tengo problemas porque estoy curtido. Pero el riesgo no lo corría solamente yo en la cárcel, sino también la gente a la que quiero”.
“Desde el muro exterior del penal a la calle había ocho metros, una altura muy importante para saltar y lograr la evasión. No cualquiera se tira desde ahí, aunque sea usando sogas y frazadas. Nosotros trabajábamos mucho en el gimnasio casi todos los días. También era un lugar donde no sólo se hacían ejercicios; también podíamos hablar y ponernos de acuerdo con los pasos a seguir. Por razones de seguridad, era importante mantenernos en estado físico. Yo tenía mucha fuerza y hacía abdominales para el momento de salir a la calle. Ahí se necesita poner todo porque uno se la juega entero en un momento. Son solo unos minutos en la vida que se recordarán para siempre. Tenía muchos incentivos y estaba muy motivado. Quería hacerlo porque era joven. Era difícil imaginar todo esto unos años atrás. Estar ahí, lo que hice en la calle y ahora las ganas de fugarme”.
“Al final, después de la planificación y la espera, llegó el momento de salir a la calle. Era un día muy especial para mí y para los muchachos. Teníamos la oportunidad de hacerlo y habíamos dado el primer paso para conseguirlo. Teníamos que poner huevo y, si era necesario, un poco de sangre. Así como se pierde la libertad en unos minutos, la evasión también sucede en un soplo. Conseguirla estaba ahí al alcance de la mano y parecía increíble. Era posible sentir los ruidos y los olores de la calle. Ver a la gente caminando por ahí sin preocuparse por nada. Podía sentir el abrazo y el olor de la Nancy”.
“Pero el día de la fuga pasó algo raro. Se escucharon ruidos. Un quilombo de pasos, golpes, patadas, ruidos, ruidos y más ruidos. Teníamos el corazón paralizado. Yo transpiraba como loco tratando de entender lo que estaba pasando. Eran decenas de policías y el cuerpo de Infantería del Servicio Penitenciario Federal. Se asomaban por todas partes, por los patios vecinos, por la misma planta de ese piso. Estaba todo el penal tomado por ellos. Supuse que nos habían vendido. Lo llamé a un compañero apodado Perro y a los demás muchachos para pensar rápido sin perder ni un segundo porque nosotros teníamos los caños y las facas. Si entran, pensé. se pudre todo. Eso iba a ser una carnicería. Pero la verdad es que nadie nos había delatado. La requisa era de rutina. Hasta hoy no sé por qué no entraron al pabellón séptimo, donde estábamos convencidos de que se pudría todo”.
“Pero a nosotros nos llegaba la hora y teníamos que avanzar. Llamamos a los encargados de los pabellones del mediodía y les pedimos que nos abrieran el lugar para baldear. La excusa era la de dejar limpio el lugar, pero la verdad es que queríamos que viniera el encargado y nos habilitara la escalera. Así llegamos al quinto pabellón de la planta baja. Insistimos en quedarnos por ahí porque teníamos los ingredientes para hacer una torta: huevos, harina, azúcar y leche. Copamos así la parte de abajo pero antes tuvimos que hablar con el jefe de área para que nos dejara jugar a la pelota hasta las tres de la tarde. Por suerte, aceptó. Volvimos a buscar ropa y claro, la pelota”.
“Yo tenía una pinza muy buena y me fui bien arriba con la ayuda de los pibes. Realicé con rapidez el corte de los alambres de púa. Me deslicé lentamente debajo de los techos, corrí para adelante y me adueñé del hospital junto a todos los demás muchachos. Comenzamos a apretar. De a poco juntamos a todos los celadores médicos y a los empleados que estaban en el lugar, había que actuar rápido y sin llamar la atención, eso lo teníamos clarísimo. Eran diecisiete. Algunos detenidos que estaban en ese sector tenían mucho miedo de que les pasara algo. O peor, que nosotros les hiciéramos algo, como si no fuéramos de respetar la vida de los demás. Jamás matamos y jamás agredimos al personal ni a nadie”.
“Julio tomó la ropa de fajina que usaba un celador, se cambió los borceguíes y se quedó con una pistola y el rango. Los demás, ropa que había en el lugar: algún delantal, portafolios, lentes estetoscopios, rango, carpetas del hospital. Todo muy rápido. Hicimos ese movimiento con aproximadamente veinte penitenciarios que estaban en el hospital. Mientras, en el área del penal estaban dando vueltas varios jefes de pesquisa. Como los que estaban en el penal habían recibido buen trato, nadie alertó nada”.
"En la puerta solamente estaba un muchacho, que me decía: ‘Llevame Gordo, soy Gorrión’.
Tenía dos muletas y estaba todo enyesado. Le dije, con tristeza, que no podía llevarlo. Caminando en fila india íbamos Julio, Paulillo y El Flaco. Yo iba pegado al Ruso. Sabíamos que a paso lento y mirando cada movimiento llegábamos con seguridad. Eso nos tranquilizaba a todos. A medida que caminábamos, sabíamos lo que íbamos dejando atrás".
“Por la calle del frente a la unidad había un celador con una Itaca, a diez metros de altura mirando y apuntando. Uno de mis compañeros se apartó del grupo y tiró unos tiros”. Por el costado, venía Paulillo, atrás del Flaco, más atrás El Ruso Nielsen y después yo. Desde la ubicación que tenía, Julio Pacheco alcanzó a ver que un grupo del personal penitenciario venía hacia donde estábamos nosotros, así que se estiró y lanzó un tiro para que se abrieran. Lo logramos: se dispersaron por el lugar y ahí nosotros apuramos el paso hacia arriba, subimos casi corriendo".
“A las corridas y con el corazón en la garganta, pudimos acceder al primer piso donde no había nada. Ninguna reja cortada, nada de nada. Seguimos buscando y cuando subimos un poco más nos encontramos con una puerta ciega. La golpeé con mucha fuerza. Cuando se abrió apareció un guardia bien armado con una ametralladora Halcón doble gatillo. Lo neutralizamos con otro compañero. Le sacamos la pistola 9 milímetros. Lo golpeé con la pinza que tenía y con las que había cortado el alambrado, y me agarré su ametralladora. Me tocó por lo tanto cubrir la huida”.
“Apuré al Cabezón para que saltara rápido. Al Ruso lo tomaron por atrás y lo arrastraron debajo de la escalera. Reaccionamos rápido con Paulillo y Julio y se lo sacamos al guardia. El Ruso se iba a venir con nosotros. Mientras que El Flaco saltó hacia abajo y corrió a un vehículo blanco que estaba parado enfrente de donde esperaban El Gordo Basualdo y El Pelado. El Flaco se subió al auto y partieron a toda velocidad. También los coches de apoyo huyeron y nos dejaron arriba del muro. En ese momento sentí una gran desolación. Nos sentimos abandonados. Se nos ocurrió tirar las sogas hacia abajo y justo en ese momento, aparecieron dos guardias en la vereda de enfrente que empezaron a dispararnos. Eso me hizo reaccionar inmediatamente por lo que saqué mi Halcón y disparé hacia ellos. Las ráfagas los asustaron mucho, así que cruzaron la calle y se metieron en el penal de nuevo. El guardia de Nogoyá y Bermúdez tenía un arma larga también, pero no hizo nada. Estaba como confundido”.
“Mientras ocurría todo esto, Paulillo se tiró hacia abajo y después lo hizo El Ruso, a quien le pasé la ametralladora y me agarré de la soga para poder bajarme. Se cortó. Eso hizo que perdiera un poco el equilibrio y cayera hacia el suelo. No fue una mala caída. Caí bien, de costado, y me acomodé rápido. Le dije al Negro Julio Pacheco que se tirara, que tratara de tirarse bien, pero algo lo traicionó en el tramo hasta el piso porque cayó muy mal y se golpeó la espalda y el tobillo, que se le dio vuelta por completo. Le sobresalía del cuerpo, debe haber sido dolorosísimo. La herida empezó a sangrarle mucho”.
“Con El Cabezón comenzamos a correr como pudimos hacia el vehículo que estaba a media cuadra de donde saltamos. En ese lugar había un Peugeot 505 color azul. Ahí estaba un remisero y una señora mayor que no se quería bajar, así que la bajamos por la fuerza y la dejamos en la vereda. Subieron ellos primero mientras yo seguía cubriendo con la ametralladora en la mano, cerquita del coche que ya estaba conducido por El Cabezón. Corrí casi una cuadra al lado del auto hasta que me subí con los muchachos. Éramos libres”.
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