La carta del Manos Criollas sobre la calle Junín al 300, un restaurant de la comunidad peruana al borde del centro porteño, era reconfortante, clásica, gastronomía del país: servía especiales como pollo broaster, chicharrón de pescado, ají de gallina, papa huancaina, sopas, chupes, ceviches y chicharrones. Los expertos en arrebatar celulares en la zona del Microcentro tenían, al parecer, la costumbre de reunirse allí, una suerte de cónclave para poner a punto el negocio. El dato llegó a una brigada de la Policía de la Ciudad y al Juzgado Federal N°8 de Marcelo Martínez De Giorgi, que firmó el allanamiento por el delito de violación a la ley de telecomunicaciones y de paso, violar la cuarentena.
Así que el viernes 4 de este mes, la fuerza porteña allanó el lugar. Encontraron que el Manos Criollas, a puertas cerradas, había violado una clausura: los comensales fueron sorprendidos en sus mesas con la cena atorada en la garganta, los palparon de armas, tenían ganas de comer en vez de pistolas y revólveres. En una mesa del fondo, tres hombres y una mujer se destacaban del resto. Tenían 15 celulares de diferentes marcas, algunos reportados por robo en el ENACOM, les pidieron explicaciones pero no pudieron darlas. Todos ellos rondaban los 40 años, todos ellos de nacionalidad peruana.
El conclave no extrañaba, dentro de todo. El robo de celulares en la Capital Federal siempre supuso cierta cohesión organizativa, entre los arrebatadores y los “bolseros" que compran teléfonos al por mayor para alimentar el mercado negro de locales semi-clandestinos en galerías que ofrecen aparatos con su software lavado a nuevo. Pero la mesa era curiosa: la mujer, en los papeles, se dedicaba supuestamente a vender corpiños y bombachas. Otro de los detenidos se dedicaba a la venta de autopartes, otro estaba indocumentado. Quedaron detenidos.
Luego, se chequearon sus datos personales. El cuarto de ellos, el más callado de todos, envuelto en una campera inflable negra, tenía una vieja historia, con una vieja cuenta pendiente, complicada en términos diplomáticos. Sobre Freddy Contreras Chuqui, de 41 años, nacido el 1° de junio de 1979 en Lima, pesaba un pedido de captura internacional sobre su cabeza. Si volvía a poner un pie en Perú, o si cruzaba cualquier frontera de manera legal, Freddy sería arrestado.
El pedido había sido librado años atrás por Interpol en Perú, una orden de captura por el delito de robo a mano armada que databa de 2014. “Ese pedido de captura sigue vigente en todo el mundo”, dice un funcionario de alta jerarquía en un organismo de seguridad. El pedido, asegura esta fuente, data de 2014. Contreras Chuqui fue detenido en su momento: intervino la Justicia y quedó libre porque Perú nunca envió el pedido formal de extradición, de acuerdo a esta fuente.
Así que Freddy, literalmente, se quedó por aquí. Vivió en Lanús Oeste según él mismo, aseguró ser carpintero y pintor, tuvo un paso entre 2019 y 2020 por un penal federal: su último sueldo penitenciario, curiosamente, fue cobrado con aportes en junio de este año. Cuatro meses antes, en febrero, Freddy Chuqui tuvo su condena, una de tantas.
Fue firmada por el Tribunal Oral N°3 porteño integrado de manera unipersonal por el juez Miguel Caminos: acumuló tres causas que incluían a su cómplice, Olger Hugo Cervantes, limeño también. A Olger lo acusaban de algo mucho más brutal que intenar hurtar un teléfono. La amenazó de muerte a su ex pareja, supuestamente, la madre de sus hijos. “Así mueren las perras. Te voy a cortar en pedacitos”, le dijo, con un cuchillo, para luego tomarla del pelo y golpearla en la cara a puño cerrado. También lo acusaron de golpear a su hijita, de encerrarla, privación ilegítima de su libertad.
Juntos, Olger y Freddy fueron acusados de dos intentos de hurto. El primero ocurrió el 4 de agosto en 2017, un iPhone 6 robado a una chica en la estación Alem de la línea B. Usaron un truco para distraer a su víctima, le mojaron la mochila. Así lograron llevarse el teléfono, sin considerar un factor: la joven escuchaba música por auriculares inalámbricos. Cuando la música dejó de sonar comenzó a gritar por la policía. Freddy se delató rápidamente: lo vieron descartar el aparato.
Tiempo después, el 21 de febrero de 2018 según la acusación en su contra, volvieron a atacar en la estación Loria de la línea A, un Samsung S7 robado a un joven. Freddy fue acusado de meterle la mano en la riñonera a su víctima para llevarse el aparato mientras Olger intentaba una maniobra de distracción. De acuerdo a la condena firmada por el Tribunal N°3, un policía los detuvo mientras intentaban escapar en un taxi. Freddy tenía el teléfono encima cuando lo palparon.
La suerte de Freddy siempre varió en Tribunales. La Sala 2 de la Cámara de Casación había resuelto excarcelarlo en octubre de 2017 tras el robo en la línea B. Meses después volvió a atacar. La del Tribunal N°3, seis meses de jaula, era la única condena dictada en su contra, por otra parte. Ya le habían dado un año y seis meses de efectivo cumplimiento en el Tribunal N°22, en una sentencia que había quedado firme, además de otra pena de 15 días emitida por otro organismo.
Así, se unificaron penas: un año y diez meses en febrero de este año. Sin embargo, la Policía de la Ciudad encontró a Freddy Chuqui en el restaurant a comienzos de este mes, un hombre libre pero aparentemente fuera de la ley, con 15 teléfonos que no podía explicar.
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