Javier Ignacio Romero dice que sólo recuerda que el viernes 4 de agosto de 2000, hace 20 años, cuando tenía 19, en la puerta de la Escuela de Educación Media Número 9 de San José, Rafael Calzada, tenía un arma en la mano.
El próximo recuerdo que le viene a la cabeza es de dos horas después, en la comisaría quinta de Calzada, adonde llegó entregado por su madre.
Lo que pasó y jura haber olvidado es este episodio: terminada la clase, enfrentó a dos compañeros: Mauricio Salvador, de 16, a quien le disparó en la sien y murió dos días después en el Hospital Fiorito de Avellaneda, y a Gabriel Ferrari, de 18, que fue herido en la oreja. Tampoco recuerda que escapó y a las cinco cuadras logró zafar de la persecución de otro alumno, al que tiró al piso. Y mucho menos, de hecho lo niega, dice que sacó el arma y dijo, a los gritos, en medio de unos 14 adolescentes:
-¡Ahora me voy a hacer respetar!
Y disparó.
En la entrevista que Soledad Silveyra le hizo para la tevé hace doce años, Romero cuenta el crimen como si lo hubiera cometido otro.
“A ese momento no lo recuerdo mucho. El momento que pasa y disparo el arma no me acuerdo. Ni me acuerdo de la sangre de mis compañeros. No puedo contar lo que hice, supongo que porque estaba en un ataque de nervios. Si me preguntan cuántos tiros disparé y a quiénes les tire, no tengo ni idea. Pienso que no dije nada, que esa frase la armaron”, relató.
Se cumplen veinte años de ese hecho que marcó un antes y un después. Romero declaró que le hacía bullying, que se burlaban de él, que le sacaban las cosas, que lo amenazaban, que dijeron que iban a matarlo, que sus compañeros le decían “Pantriste”, por el dibujito creado por el legendario Manuel García Ferré.
La película se había estrenado el 6 de julio y fue un éxito en la taquilla: la vieron más de un millón de personas.
Los hechos, según refieren las crónicas del momento y el expediente, ocurrieron así: Romero esperó al resto de los chicos con un revólver Pasper calibre 22 que había pertenecido a su padre.
Romero dice que ese apodo de burla no fue el motivo de su reacción. Las burlas y agresiones, declaró, venían desde antes. Sentía bronca porque su ilusión de estudiar en esa escuela para tener un oficio y un futuro se estaban esfumando.
“Llegaba al colegio y me pedían plata para la cerveza, el porrito y si no le daban me sacaban la campera, las zapatillas”, asegura.
Un día, según su testimonio, salió el colegio y un compañero se le abalanzó y le dijo que era un gil. Se fueron a las trompadas hasta que otros cinco salieron en defensa de su compañero y lo golpearon hasta en el piso.
“Yo solo no podía contra siete patoteros. Me había aislado mucho por todo lo que estaba sufriendo. Lloraba de bronca y nunca se lo había contado a nadie”.
Otro día, en el baño, dice que lo amenazaron con un arma blanca y le mostraron un revólver. Y luego le habrían dicho:
-Mañana vas a ser boleta.
“Los profesores se daban cuenta, pero no hacían nada o a los sumo llevaban a dirección a los agresores. Nunca pensé en conseguir un arma y matarlos a todos. No fue un plan. Pero sentí que debía resolverlo. Muchos chicos en mi situación terminaron suicidándose o matando a los demás”, confiesa.
El episodio del baño, más las cargadas (los compañeros declararon que le decían “Pantriste”) asegura que lo llevaron a buscar una salida. Dice que el arma no era del padre, sino que se la dio un compañero que le dijo:
-Mirá, loco. Te puedo conseguir un fierro. Asustalos aunque sea para que no te joden más. No podés seguir así.
Asegura que no sabía tirar. Que su amigo le dijo:
-Apretá el gastillo y nada más.
Romero dice que no sabía que el arma estaba cargada. “En ningún momento pensaba en matar a nadie, sólo quería asustarlos para que me dejaran de molestar”.
El día de la matanza estaba muy nervioso. No quería entrar en el aula. Ya llevaba el arma. Tenía miedo, temblaba.
-Le dije al preceptor que me iban a pegar o a matar, pero me dijo que no pasaba nada.
Al terminar la clase, dice que algunos de sus compañeros lo rodearon y sacó el arma.
Y pasó lo que olvidó.
Un joven muerto a quemarropa y otro herido. Y los gritos de los alumnos.
“Al entregarme, mi mamá tomó una buena decisión. Estoy arrepentido. Arruiné mi vida y la de los padres de las víctimas. Les pediría perdón, pero van a desear que me pudra en la cárcel o que me muera. Eso es lo que siente cualquier padre o madre al que le matan un hijo”, reflexiona Romero.
Cuando lo llevaron a la comisaría, los vecinos intentaron lincharlo.
El caso es retratado en profundidad por un libro del periodista Pablo Morosi. Virginia Messi, que cubrió el juicio, lo recuerda aun con tristeza. La marcó ver a dos madres destrozadas. “No había ni tan buenos ni tan malos ahí”, dice.
Romero fue juzgado por el Tribunal Oral Número 6 de Lomas de Zamora, que lo absolvió por considerarlo inimputable.
Los jueces Rodolfo Goerner, Claudio Fernández y Daniel Obligado pidieron su internación y tratado hasta tanto los médicos determinen si puede volver a su casa.
El argumento se basó en las pericias psicológicas y psiquiátricas: Romero tenía una personalidad esquizoide y que en el momento de la matanza había sufrido un “episodio psicótico lleno de ira”.
Su historia fue un antecedente de lo que ocurriría el 28 de septiembre de 2004, en una escuela de Carmen de Patagones, donde Junior, un joven de 16 años, mató a tres compañeros y baleó a otros cinco.
Romero sigue bajo tratamiento.
Nunca se sabrá si se salvó o todo lo contrario.
Aún persisten los fantasmas de aquellos días en que a las tres semana de entrar en primer año de esa escuela ya lo llamaban “Pantriste”, situación que lo llevaba a no querer salir al recreo. Un apodo que, sumado a los maltratos que dijo haber recibido, lo llevaron a matar y, de alguna manera, a matarse a sí mismo.
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