Abel Alejandro Romero solía hablar demás, un poco canchero. Su cuñado Julio, que salía con Ruth, hermana de Abel, lo notaba, no le caía precisamente bien. Julio nunca había conocido a Cristina Beatriz Iglesias, la entonces pareja de Abel, o a su hija Ada, de siete años, de una relación anterior. Pero Abel, que no trabajaba, que no hacía nada básicamente, le dijo: “Con esta mina me salvé. Me paga todo”. Romero se había mudado con Cristina y Ada a su casa de la calle Purita al 4000 en Monte Chingolo a comienzos de enero, habían decidido pasar la cuarentena obligatoria juntos. Cristina tenía una hija mayor, Dolores, que no vivía con ella y que poco antes del comienzo del aislamiento había comenzado a insistir por WhatsApp a su madre, para saber qué pasaba, en qué estaba que no daba ninguna respuesta. El teléfono de Cristina respondía, no con sus audios de costumbre, sino con palabras genéricas, evasivas sin color personal.
Dolores, entonces, fue a la casa de la calle Purita. Encontró a Romero de casualidad mientras se iba. Comenzó a revisar los cajones: estaban vacíos, en la puerta había una bolsa de consorcio con fotos y juegos de su hermana, la mochilita escolar apoyada junto al marco de la puerta. Romero, de 27 años, le dijo a Dolores en ese encuentro fugaz y nervioso que su madre “se fue a hacer compras en bici y no volvió”, que Cristina tenía problemas “con dos vecinas, Jesica y Natalia”: el hombre se escapó apenas pudo.
Así, Dolores denunció la desaparición de su madre, con un expediente a cargo del fiscal Jorge Grieco de la UFI N°3 de Lanús. La casa fue peritada: había rastros de sangre en las paredes que habían sido lavados. Pero sin un cuerpo, Grieco no podía hablar de femicidio.
Romero, mientras tanto, volvió a la casa de su hermana, donde vivía su cuñado. Llegó en su bicicleta playera vieja y arruinada, que su hermana le había dado hace un tiempo, se acostó un rato y se fue. La Policía Bonaerense llegó poco después a allanar el lugar, le preguntaron a Julio si lo había visto a su cuñado, dónde estaba. Registraron su cuarto: el DNI de Cristina y las llaves de la casa de la calle Purita estaban ahí, bajo una pila de ropa sucia, un llavero. Dolores más tarde reconoció ese llavero. También era de su mamá.
La vecina Jessica luego declaró. Aseguró que se lo encontró a Abel en una plaza de la zona, que le dijo que Cristina “lo tenía bloqueado del teléfono hace dos meses”. Se lo encontró más tarde: Abel llegó a su puerta, con las pupilas anchas y el gesto desencajado por el evidente uso de drogas, con marcas de dedos en la cara, rasguños. “Cristina desapareció”, le dijo. Abel le ofreció un celular marca Samsung. A Jessica le pareció raro. Cristina tenía un teléfono de esa misma marca. Otras historias llegaban a oídos de Grieco y de la querella del caso, con los abogados Mariano Lizardo y Paula Ojeda. Romero también era padre, tenía un hijo y una ex mujer, a la que dejó cuando el bebé tenía cuatro meses. La violencia comenzó poco después. Una vez, Romero se llevó al chico y no se lo quiso devolver a la madre.
Poco después, el fiscal Grieco llegó a los cuerpos. Su causa ya no sería más una averiguación de paradero: un perro entrenado de la brigada K9 de la Bonaerense llamado Max olió el patio de la calle Zurita. Cristina y Ada estaban enterradas allí bajo una capa de piedras, a distintos niveles de profundidad, el cadáver de la menor envuelto en un acolchado. Desenterrarlos completamente tomó más de tres horas de trabajo. Romero fue encontrado poco después en Rafael Calzada. Gritó una coartada floja, de monosílabos. Lo detuvieron en el acto.
Hoy, Romero continúa preso en una celda bonaerense, acusado del doble femicidio agravado por vínculo, por alevosía y por mediar violencia de género, un símbolo de la violencia contra mujeres en la cuarentena obligatoria que generó protestas desde balcones. Cuatro meses después, el fiscal Grieco pidió su elevación a juicio, en un escrito de 20 páginas al que accedió Infobae. Las pruebas para acusarlo son múltiples. Encontrarlo, con una fuerza policial diezmada por la nueva cuarentena y limitada en sus tareas de calle, no fue fácil.
La torpeza de Romero en su fuga llegó a niveles ridículos: pocas veces en la historia reciente un asesino de mujeres cubrió tan mal sus rastros. Su sangre fría no duró demasiado, por otra parte. Romero comenzó rápidamente a hablar desde el momento que lo arrestaron.
Primero aseguró que un prófugo apodado “Viri” lo estaba buscando por una transa de drogas fallida. “El reo realizó una serie de relatos telenovelescos e inverosímiles en los que, increíblemente, resultaba una víctima que obraba bajo coerción en aras de permanecer vivo”, aseguró Grieco en su pedido. Finalmente, en una celda de la Comisaría 6°, aseguró: “Oficial, yo le voy a contar la verdad”.
Luego, al ser indagado, Romero confesó todo, en su versión de los hechos. Aseguró que mató a Cristina tras una pelea, que ella lo atacó primero. “Me agarra del buzo y me tira contra la puerta. Entonces la empujé y ella se violentó más, me dijo qué me haces. Ahí me quiso dar una puñalada, le agarré la mano, le quise tirar el cuchillo, pero tenía más fuerza que yo, no podía sacárselo. Así que atiné a girar y se lo clavé en el cogote, en el cuello, yo me acuerdo que dos veces se lo clavé. Ella cayó al piso, se desvaneció. yo no le di importancia, por la droga. La pastilla esa de mierda me hizo más efecto”. Había consumido clonazepam minutos antes, insólitamente.
“Me fumé un porro para calmarme”, dijo después. Minutos más tarde, Romero fue por la nena.
“Después se levanta Ada de vuelta. Mira y grita ‘mamá‘. No sabía qué hacer, así que fui a la pieza y la maté, me acuerdo que le di una puñalada, estaba sentada en la cama. Yo entré a la pieza, ella estaba sentada en la cama, entré con el cuchillo en la mano y la agarré de la cabeza, tirándole del pelo, la acosté, la tiré en la cama y le di una puñalada en el cogote, estaba asustada, pero no lloraba, me fui a la cocina y tiré el cuchillo en la pileta”, declaró.
-¿Por qué la apuñaló en el cuello?, le preguntó su interrogador.
-Porque me asusté por lo que iba a pasar, entonces la quise matar.
Romero, aseguró, vio brotar la sangre de su cuello. Encontró dos palas y cavó. “Cristina estaba en bombacha como una tanga, no me acuerdo si tenía corpiño. La tiré al pozo con una sábana, la tapé. Después voy a ver a la nena, la veo que ya estaba muerta y dije: ‘La concha de la lora'. La agarré, la alcé también con una sábana y la llevé con la madre. Después tapé el pozo. Tardé quince minutos, porque era tirar tierra nada más, le tiré piedra primero y arriba tierra. Quería taparla, ocultarla. Después entré, vi toda la sangre, el desastre, me puse a limpiar con un trapo y un lampazo de un tacho que había en el baño. Limpié solamente con agua porque no tenía nada, busqué lavandina y detergente pero no había nada. Limpié el piso de la pieza de Cristina, al lado de la cama de Cristina que salpicó todo; después la pieza de la nena”. Los mensajes de Dolores comenzaron a entrar al teléfono de su madre poco después.
“Me sorprendió la falta de arrepentimiento al momento de la confesión”, dice el abogado Lizardo: “En ningún momento mostró sentimientos”. El querellante adelanta: “Pediremos la prisión perpetua para este asesino”.
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