A Fernando Báez Sosa, en el lugar donde fue asesinado, Villa Gesell le erigió un santuario. Hay un árbol en el cantero frente a la disco Le Brique donde los diez rugbiers oriundos de Zárate patearon su cuerpo hasta la muerte en la madrugada del 18 de enero de 2018. Seis meses después ese árbol sigue ahí. Los vecinos lo envolvieron con rosarios, con los carteles que se vieron a lo largo de todo el verano en la localidad costera, que pedían justicia por Fernando.
Encendieron velas frente a la discoteca en los días posteriores al crimen, con curas que rezaron, vecinos que rezaron. Las velas se fueron, derretidas, los carteles también, algunos quedan en los locales hasta hoy, en una ciudad que se mueve con tranquilidad en un país en cuarentena. Las luces de la discoteca nunca volvieron para encenderse. Pero el árbol quedó. Ese árbol hoy le pertenece a Fernando, envuelto con su memoria.
La memoria colectiva argentina, por otra parte, también se construye con formalidades, gestos institucionales de la institución de la propia gente. Villa Gesell, a Fernando, en el lugar donde fue asesinado, le erigió una placa de piedra. “El pueblo geselino condena social y jurídicamente este crimen y asume el compromiso con la promoción de los valores para que prevalezca el respeto a la vida y que estos hechos no se repitan”, dice la piedra, una cosa incómoda, porque Villa Gesell es un lugar a donde la gente va de vacaciones, no a llorar a los muertos que nunca conoció.
Pero la piedra está ahí. Cientos de jóvenes mueren asesinados cada año en la provincia de Buenos Aires, muy pocos tienen un memento en el lugar donde cayeron. Fernando tiene el suyo, esa piedra, adusta, institucional, pero sin sello de la municipalidad, sin un intendente que se la atribuya, que habla por el pueblo, o la idea que el pueblo que puso esa piedra tiene de sí mismo.
El crimen de Fernando fue un golpe directo al corazón argentino, el caso policial más consumido desde el femicidio de Ángeles Rawson seis años atrás, el público volvió al expediente, lo demandó con una fuerza inusitada. No hubo aspecto sobre el que no se escribiera, una y otra vez. Y la narrativa ya estaba prácticamente escrita desde el comienzo: los diez acusados fueron detenidos en cuestión de horas, delatados por videos filmados por celulares y cámaras de seguridad en cada paso del camino, en Le Brique, en el McDonald’s donde fueron a comer después de matar, en la cuadra del crimen mismo. Estaban sus caras, ni siquiera se habían ido demasiado lejos.
La DDI de Villa Gesell los allanó horas más tarde de que Fernando perdiera la vida en la casa que ocupaban a cuadras de la disco. Sus nombres se supieron rápidamente, se encontró un par de zapatillas ensangrentado, en el allanamiento: Fernando había sido pateado en el cráneo sin piedad. El público ama un misterio, una intriga clásica, un giro inesperado en la trama. Pero aquí, ya no lo había. Los propios amigos de la víctima declararon cómo lo golpearon en patota por un trago volcado, una secuencia que comenzó en la pista de baile y terminó en la calle.
El caso, en sí, ya estaba virtualmente escrito. Entonces, ¿a qué parte del corazón argentino golpeó?
¿El crimen golpeó al del miedo de los padres que ven a sus hijos irse solos de vacaciones por primera vez? Fernando estaba a dos meses de cumplir 19 años, había ido a Gesell con su grupo de amigos del colegio Marianistas, los mismos que vieron el crimen de frente y que días después verían su cuerpo entrar en un nicho en el cementerio de la Chacarita, los que soportaron días y días de testimoniales y ruedas de reconocimiento, los que fueron golpeados también por defender a su amigo en un combate desigual. Fueron los únicos que lo defendieron. La Bonaerense tuvo una excusa extraoficial en enero para que ningún efectivo frenara la golpiza de diez contra uno: los policías de consigna esa noche en la cuadra intervenían otra riña en otra discoteca de la zona.
Falta de personal, quizás.
¿Se trataba de la lucha de clases? ¿Un crimen de supuestos ricos contra el hijo de un portero? La pequeñoburguesía ilustrada porteña retrata al rugby como una cosa clasista, como un deporte de privilegiados. Federalmente, no lo es. La madre de Máximo Thomsen era una funcionaria pública en Zárate, pero la familia de Ayrton Viollaz vivía en una calle de tierra cerca de una villa, en una casa baja. A pocas cuadras, del otro lado de una ruta y frente a una zanja, en otro barrio pobre, la abuela de los tres acusados Pertossi, hermanos y primos entre sí, los defendía desde una pequeña ventana. Tenía otro nieto en su familia, preso por robo en un penal de la zona. “Criás al mejor hijo, al mejor nieto, y después te llama la Policía y te lo trae muerto”, decía. Pero su nieto no estaba en la morgue, el hospital o el cementerio.
A Fernando Báez Sosa no lo mató la arrogancia de la plata: lo mató otra cosa. Sus asesinos ni siquiera le dieron la chance de una pelea limpia, sino que lo esperaron en la vereda de enfrente tras ser echados por patovicas para cazarlo desprevenido; lo mató esa parte de la Argentina que cree que tiene el derecho de joder a quien no jode a nadie.
Quizás sea parte de la cultura juvenil, cualquiera que sepa lo que es la puerta de una discoteca sub-25 en cualquier parte de la Argentina un sábado a las 5 de la mañana puede ilustrar en su cabeza este punto. Pero no es solo violencia insensata, no es solo la pulsión de destruir, el deseo extremo de la sangre humana.
Esos diez rugbiers eran matones, patoteros, hechos de la misma fibra de quienes hostigan a otros en los colegios por ser distintos a la norma, los que empujan a una niña o un niño a la ansiedad, a la angustia y a la depresión, quizás al suicidio. Son los mismos que al ser adultos aprovechan una posición de poder para convertir a otros en blancos y hacerles la vida imposible, porque nadie los detiene, porque algo los apaña. Es esa mentalidad, a la que el mundo adulto reacciona demasiado poco y demasiado tarde, porque el mundo adulto prepara en parte a sus hijos para una vida que se divide en halcones y palomas, en víctimas y victimarios.
Era su cultura, ciertamente. Otros en Zárate que conocían a los acusados hablaron de “noches de ir a pudrirla” a la disco Apsara, una de las principales de la ciudad. “Constantemente”, agregaba poco después del crimen un chico local que los conoce: “Aparecía un problema por una chica y ya empezaba. No es por el alcohol. No me parece. A veces ni siquiera tomaban”. Fernando ni siquiera murió por una disputa por una mujer, o por una guerra de tribus urbanas, por una ideología. Murió por un trago volcado en una camisa.
Fernando no fue su única víctima. Esos rugbiers hostigaron incluso después de matar. Uno de ellos nombró a Pablo Ventura mientras estaba esposado con la panza contra el suelo la mañana en que la Bonaerense los detuvo. No se sabe quién de los diez, el expediente hasta hoy no lo revela, pero uno de ellos ciertamente lo dijo.
Ventura practicaba remo, un chico buenote que jugaba a la computadora y que tampoco se metía con nadie. Solía ser el blanco de sus bromas, de sus palmadas socarronas en la espalda. Un amigo histórico del joven que pidió mantener en reserva su identidad aseguró: “Quizás Pablo ni se daba cuenta. Quizá nunca tuvo un amigo que lo ponga pillo y le diga que se estaban burlando de él. Llegaba a las fiestas y le decían: ‘Mirá quién vino, el más capo, el más fachero’. Después se daban vuelta y decían que era un pelotudo. Él nunca reaccionaba, quizás pensaba que se lo decían de buena onda, pero no: lo estaban delirando'”. Las pericias a los celulares revelaron memes con los que se burlaban de él, lo convirtieron en un chiste interno constante.
Esa sola mención esa mañana disparó una cacería de la Policía Bonaerense con una orden de detención. Pablo pasó diez días en una celda, enfrentó ruedas de reconocimiento, finalmente fue excarcelado. Su inocencia fue cuestionada en el camino. Su padre, José María, peleó para hacer posible su libertad, corrió tras el móvil que lo trasladaba por la Ruta 2, casi pierde la vida en el trayecto. Creyó en él. Ojalá el mundo tuviese un padre como José María.
Pablo salió aplaudido de su celda, acompañado de su papá. Los turistas los apoyaban en Villa Gesell porque, básicamente, Pablo era el opuesto exacto de quienes lo convirtieron en una víctima.
“Esto fue una tragedia, no son asesinos”, decía Marcial Thomsen, padre de Máximo, a fines de enero, poco después de llevarle a su hijo el primer bagayo penitenciario, la primera bolsa de mercadería de su vida en el penal de Dolores. Hoy, Máximo solo ve las caras de sus co-imputados, aislado en una alcaldía sobrepoblada de La Plata con presos que ya no le gritan, más preocupados de morir de coronavirus que de su historia. Su padre ya no puede visitarlo, a causa de la pandemia, sí llevarle la mercadería, el bagayo.
Este viernes, el Laboratorio Scopométrico de la Policía Federal entregó el resultado de una pericia que tomó seis meses a la fiscal Verónica Zamboni: la zapatilla de su hijo fue la que marcó la cara de Fernando, la usada para patear a un chico indefenso hasta la muerte.
fotos: Diego Medina
Seguí leyendo: