La Justicia pidió que se busquen “condiciones” para darle la prisión domiciliaria a Robledo Puch

Para terminar con 48 años de detención carcelaria, al Ángel Negro le falta un lugar donde alojarse. Su devoción intacta por el Indio Solari y sus recuerdos a 47 años de su fuga histórica de la cárcel de La Plata

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La detención de Robledo Puch. El Ángel Negro tenía 19 años y había matado 11 personas por la espalda o mientras dormían
La detención de Robledo Puch. El Ángel Negro tenía 19 años y había matado 11 personas por la espalda o mientras dormían

En estos tiempos de pandemia, a Carlos Eduardo Robledo Puch -68 años- lo único que parece darle vida es un casete que grabó con canciones de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Lo escucha una y otra vez en un viejo grabador que era de su padre Víctor. De hecho, hace 15 años se rapó para parecerse al Indio Solari.

El hombre que cuando tenía 19 años mató, entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972, a 11 personas (nueve serenos y dos mujeres) por la espalda o mientras dormían, tiene su canción ricotera preferida. Es “Queso ruso”. Esa que dice:

“Y muchos marines de los mandarines que cuidan por vos las puertas del nuevo cielo/El bronceador ‘Charlotte’ te cuida de la radiación, rematan el electro de Elvis al morir/Fijate de qué lado de la mecha te encontrás con tanto humo el bello fiero fuego no se ve/Y hay algo en vos que está empezando a asustarte... cosas de hechicería desafortunada”.

“El Indio Solari es todo para mí, lástima que un canalla me robó dos casetes donde estaba La Mosca y La Sopa y otros discos de la banda”, le dijo a un compañero.

El llamado Ángel Negro lleva 48 años en la cárcel, es el preso que más tiempo permanece encerrado, hasta superó a Charles Manson. “Si existieran la eutanasia o la inyección letal, las pediría”, dijo hace unas semanas.

Está detenido en la Unidad Penal Número 22 de Olmos, La Plata, pero él quiere volver a la cárcel de Sierra Chica, donde pasó la mayor parte de su encierro.

Pero hay una noticia que cambió el ánimo del asesino civil más famoso de la historia criminal argentina: la Sala 1 de la Cámara de Apelaciones y Garantías en lo Penal, en un escrito firmado en forma digital el 6 de junio por el camarista Bernardo Luis Hermida Lozano, pidió al Patronato de Liberados de Vicente López que encuentre un lugar “o institución” donde pueda ser alojado Robledo Puch.

Al mismo tiempo autorizó a que sea entrevistado por videollamada por una psicóloga del Patronato para que, según la resolución (que responde a un pedido de la defensa de Robledo), “desarrolle las medidas necesarias a fin de procurar un domicilio apto para las condiciones que le fueron impuestas al interno”.

Robledo Puch en la cárcel de Sierra chica
Robledo Puch en la cárcel de Sierra chica

“Si Robledo Puch consiguiese un domicilio a donde ir, estaría con prisión domicialiaria”, dijo a una fuente del caso. En los últimos quince años, en los que Robledo pidió al menos diez veces que le dieran la libertad “por agotamiento de pena”, aparecieron tres personas que se ofrecieron como garantía e incluso le propusieron alojamiento.

Una es una mujer de Sierra Chica. Otro el dueño de un campo de Olavarría que, según Robledo, llegó a proponerle que sea el casero del lugar. El tercero es un hombre que vive en Paraguay y era amigo de su padre. Pero ninguna de las tres opciones fue aceptada por la Justicia.

Es decir, si se consigue un lugar adecuado, Robledo podría terminar con lo que él cree que es una “maldición”: su encierro “eterno”.

Si ocurriera esto podría surgir una polémica. “Nunca voy a firmar su libertad ni su arresto domiciliario”, le dijo un camarista hace años al autor de esta nota. Su argumento: “Liberar a Robledo Puch, por más que ahora sea inofensivo, llevaría a un escándalo social”.

Hasta ahora, Robledo pasa sus días leyendo o escuchando a Los Redonditos. Había vuelto a jugar al ajedrez (actividad que le fascinaba desde niño, incluso ganó torneos carcelarios), pero perdió tres partidas y se enojó.

Pandemia y fuga histórica

La pandemia lo tiene preocupado. Dice que él lo anticipó en 2010, cuando habló de un virus que acabaría con el planeta. Un virus con forma de bomba o meteorito que causaría el fin del mundo.

“Antes estaba obsesionado por escaparme, ahora ni siento energía por eso. Estoy convencido de que voy a morir preso, ojalá la Justicia me demuestre que estoy equivocado”, le dijo al pastor que lo visita en la cárcel de La Plata.

La muerte de Ricardo Barreda, a los 84 años, lo movilizó. “El pudo morir libre, al menos. Como (Arquímedes) Puccio y Yiya Murano”, dijo el que parece ser el único asesino famoso del oscuro y tenebroso “Olimpo” del crimen argentino.

Al pastor le habló de su rendición de fugarse. Y justamente el 7 de julio se cumplirán 47 años de la famosa huida que Robledo Puch protagonizó desde la Unidad Penal Número 9 de La Plata.

Sus crímenes ocurrieron en la zona norte del conurbano bonaerense. Mataba a todo aquel que se le cruzaba por delante. No dejaba testigos de los robos que cometía con dos cómplices. La prensa lo llamó “el chacal”, el “asesino unisex” o el monstruo con cara aniñada.

Por entonces, tenía cara angelical, rulos colorados y una extraña belleza: un detective dijo que era la versión masculina de Marilyn Monroe.

Puch durante el juicio en el que fue condenado a perpetua
Puch durante el juicio en el que fue condenado a perpetua

Ahora, Robledo es pelado, sus orejas son grandes, su mirada es penetrante y camina encorvado, con los brazos pegados al cuerpo y el cuello hundido.

El año pasado fue internado por una neumonía multifocal. Además sufre de dos hernias: una umbilical y una inguinal bilateral. “No quiero operarme”, le dijo a los médicos. Como si fuera poco, tiene asma y EPOC. Es un paciente de riesgo, pero nadie analizó la idea de otorgarle una prisión domiciliaria, como ocurrió con otros condenados que corrían riesgos ante el avance del COVID-19.

Cuando lo detuvieron, el 4 de febrero de 1972, el caso causó conmoción.

“La sociedad, o parte de ella, está volcando histérica todos sus males. Los personifica en Robledo Puch”, se quejó Rodolfo Gutiérrez, abogado del acusado.

“No quiero ir a la cárcel porque me van a violar”, le dijo Robledo Puch a sus padres. Pero no pudo evitar que lo trasladaran a la cárcel de Villa Devoto. Desde que llegó a esa prisión, sólo pensó en recuperar la libertad como fuese. Ese sentimiento lo acompañó a la Unidad Penal Número 9 de La Plata. Ahí pudo concretar su deseo de escapar.

Eran tiempos de democracia. El 11 de marzo de 1973, Héctor Cámpora se impuso en las elecciones a presidente con el eslogan “Cámpora al gobierno, Perón al poder”.

Después de dieciocho años de exilio, Juan Domingo Perón volvió al país el 20 de junio. Ese día hubo en el aeropuerto de Ezeiza un violento enfrentamiento entre militantes de derecha y de izquierda. En ese hecho, que quedó en la historia como la masacre de Ezeiza.

Cuatro meses después, Perón asumió la Presidencia por tercera vez. Durante ese período, los presos organizaron motines y revueltas para denunciar que durante la dictadura de Lanusse estuvieron detenidos en condiciones inhumanas.

La primera vez no tenía un plan. Sólo una obsesión: escapar. La oscuridad y su asfixiante celda, la 543, lo atormentaban.

Cuando Robledo Puch intentó escaparse, o pensó en escaparse, un guardia atento lo descubrió: en ese momento, el asesino recibía a través de las rejas del pabellón 12 una caja con sierras afiladas de quince centímetros que un compañero le entregó para cortar los barrotes.

Lo castigaron con un mes de aislamiento y durante tres meses le prohibieron todos los beneficios: visitas, llamadas telefónicas, salidas al patio y actividades deportivas.

Le agravaron el castigo porque antes del intento de fuga se había tragado una cuchara y había amenazado a un guardia: “Algún día me voy a cobrar por todo lo que me están haciendo”.

Carlos Robledo Puch hoy se dedica a leer y a escuchar a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota
Carlos Robledo Puch hoy se dedica a leer y a escuchar a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota

Robledo Puch tendría una nueva oportunidad. Mientras jugaba al ajedrez con su compañero de pabellón Rodolfo Sica, condenado por un homicidio en ocasión de robo, le propuso escaparse.

La idea era simple.

El sábado 7 de julio de 1973, las autoridades penitenciarias iban a hacer un festejo con todos los presos para celebrar la aplicación de la ley de excarcelación y amnistía, que permitía la liberación de los detenidos mal juzgados o que estaban por cumplir la condena. Al agasajo iba a asistir la prensa.

El ardid de Robledo consistió en simular un ataque de asma. Su amigo fingió una descompostura. Por eso los llevaron a la enfermería para medicarlos. Los guardias cometieron el error de dejarlos solos. Se escondieron en un armario donde el día anterior habían guardado dos garfios y unas sábanas anudadas.

Por la noche, Robledo y su amigo salieron decididos de la enfermería. Cruzaron los pasillos con las sábanas y los garfios adentro de una bolsa. Insólitamente, no se cruzaron con ningún guardia. En el patio, sacaron las sábanas y las engancharon con un palo y dos garfios en un cerco con alambres de púa.

La chicharra que debía activarse al mínimo contacto, nunca sonó. El dúo contó con una ayuda impensada: la neblina.

Pero le quedaba otro obstáculo: un muro de seis metros de alto, al lado de una canchita de básquetbol y de una garita donde al momento de la fuga un guardia dormía plácidamente. Robledo y Sica repitieron el método: lanzaron el garfio hacia un farol que estaba apagado y escalaron hacia lo más alto. Cuando estaban por llegar al otro lado (ese otro lado era la libertad), Sica se resbaló. Un guardia que estaba a unos cincuenta metros vio a los detenidos. Sica cayó y fue atrapado. Robledo se dejó caer hacia afuera, la campera le quedó enganchada en un alambre.

Una zanja amortiguó su caída. Un guardia dio la voz de alto y le disparó una ráfaga de ametralladora, pero los disparos no acertaron. En ese instante, un hombre se perdía en la niebla. El guardia no sabía que ese hombre, que acababa de escapar, era Robledo Puch.

Una versión no oficial, nunca comprobada, refiere que a Robledo lo dejaron escapar.

“Se escapó el niño asesino: Cara de Ángel Puch inasible: vuelve a emboscarse en las sombras de la ciudad”, titularon los medios
“Se escapó el niño asesino: Cara de Ángel Puch inasible: vuelve a emboscarse en las sombras de la ciudad”, titularon los medios

La noticia de su increíble fuga generó conmoción. “Se escapó el niño asesino: Cara de Ángel Puch inasible: vuelve a emboscarse en las sombras de la ciudad”, tituló el diario Clarín.

Desde que se conoció es escape, la Policía recibió llamadas insólitas de la gente.

Decían que el asesino había viajado a Uruguay, que estaba refugiado en una villa de Monte Chingolo, que se escondía en el placar de su madre, que deambulaba por las noches, sediento como un zombi, en busca de más víctimas, que estaba disfrazado de mujer, que había asaltado una mueblería y se había fugado en un Torino negro, que se había tiroteado con el dueño de un kiosco. Todos creían ver a Robledo Puch.

Muchos serenos no fueron a sus trabajos por temor a morir en manos del temible delincuente. Algunas concesionarias reforzaron la seguridad o directamente no abrieron. Las mujeres no salían solas. Esas noches, en la Panamericana, en Pilar, ninguna mujer ejerció la prostitución.

“El prófugo mide 1,72 metros y pesa 60 kilos, tiene frente ancha, cejas arqueadas, párpados abiertos, mentón vertical, nariz recta, boca chica, piel blanca, cabello enrulado pelirrojo”, anunció un parte oficial. Pero todos ya conocían la cara de Robledo Puch. La habían visto hasta el hartazgo.

El director del Servicio Penitenciario, Roberto Pettinato, calificó al asesino como “un tipo calculador, con la mirada de vidrio, sin transparencia ni franqueza. Es un Petiso Orejudo de estos tiempos, aunque Robledo es más frío”.

Pettinato, funcionario amigo de Perón, había hecho cambios históricos en el sistema penitenciario: en la década del 1950 ordenó que se dejaran de usar los uniformes a rayas de los presos, les permitió gozar del beneficio de las visitas íntimas o “higiénicas” con sus esposas y creó el régimen atenuado de detención.

Mientras escapaba sin mirar hacia atrás, Robledo corrió diez cuadras, hasta que se subió a un colectivo de la línea 518, que llevaba cuatro pasajeros. Agitado, le dijo al chofer:

-Señor, una patota con seis tipos me acaba de atacar. Me robaron todo y me tiraron en una zanja. Le pido por favor que me lleve porque no tengo ni una moneda.

El chofer le pidió que se tranquilizara y no le cobró.

Robledo, que le dio las gracias cinco veces, se bajó en la terminal de micros. Allí le pidió limosna a una anciana que no lo reconoció. Un detalle jugaba a su favor: tenía el pelo corto. La gente lo conocía con sus rulos desordenados. Una de las noches, durmió en el galpón donde guardaban los botes en el Club Náutico de San Fernando. Lo echó un sereno, mientras lo iluminaba con una linterna. Ese hombre nunca imaginó que acaba de despertar al asesino de los serenos.

Otro día durmió en la estación de tren de Victoria. Para Robledo, esa fuga fue su último acto de rebeldía.

"El día de mi fuga, salté el muro. Estaba oscuro porque se habían quemado dos faroles. Tuve agilidad. Cuando salté y vi toda la calle para mí, se me abrieron los bronquios. El asma desapareció", le escribió Puch al autor de esta nota
"El día de mi fuga, salté el muro. Estaba oscuro porque se habían quemado dos faroles. Tuve agilidad. Cuando salté y vi toda la calle para mí, se me abrieron los bronquios. El asma desapareció", le escribió Puch al autor de esta nota

Una vez, estando detenido en Sierra Chica, su madre lo notó nervioso en una de sus visitas. “Hijo, estás raro. ¿No pensarás escaparte?”, le preguntó ella. Él respondió con rapidez: “¿Cómo sabés? Sí, pienso fugarme otra vez”. Pocos días antes, lo habían sancionado después de encontrarle en su celda una sábana anudada. Esa vez, su madre le pidió que no se escapara. Su hijo le prometió que nunca volvería a hacerlo.

En una de mis visitas a la cárcel de Sierra Chica, le pedí que recordara su increíble huída, entre la niebla y los disparos de ametralladora. Él me dijo que me lo iba a contar por escrito. “Porque escribir es una forma de revivir los hechos”. Una tarde, envió una carta a uno de los autores de este libro.

Me evadí de la cárcel sin infligir daños físicos, ni materiales, a nadie, ni a nada. En La Plata la pasé mal. Bajo cualquier pretexto, volvían a llevarme al calabozo, sin comerla ni beberla, donde recibía terribles golpizas y duchas de agua fría y mis ataques de asma eran tremendos. El ensañamiento conmigo era de una crueldad inimaginable. Todo el país, no sólo las cárceles, fue un caos. El día de mi fuga, salté el muro. Estaba oscuro porque se habían quemado dos faroles. Tuve agilidad. Cuando salté y vi toda la calle para mí, se me abrieron los bronquios. El asma desapareció. Un preso recién liberado me reconoció frente a la Terminal de La Plata. Le confesé que me había fugado y que no sabía qué hacer. Ese muchacho, de mi edad, me pagó el boleto del micro, luego el colectivo desde Plaza Once y me llevó a su propia casa, donde le dijo a sus padres y a su hermanita de doce años quién era yo, y aún así, me dejaron ir a dormir y me despertaron el 8 de julio, al mediodía, para almorzar polenta con tuco, pan, vino y soda; aún lo recuerdo. Esa familia humilde me hizo sentir como en mi casa. A la tarde llegó la tía del muchacho, hermana de su madre, y me pidieron que me vaya porque ya no me podía quedar más. Me dieron unos pesos para el colectivo, que pasaba a una cuadra. Llegué hasta Liniers. Toda la Policía Bonaerense y la Federal me estaba buscando. ¿Y yo? ¿Qué hice? Me fui a ver el desfile del 9 de Julio a la Avenida del Libertador. ¿Todo esto parece alucinante, verdad? A la tarde, me fui hacia San Isidro, y caminé por las viejas vías del Ferrocarril Mitre.

Vi un teléfono público y sentí el deseo de llamar a mi abuela para tranquilizarlas a ella y a mi mamá. Mientras pensaba en subirme a un tren de carga, rumbo a Salta, donde tengo familiares. Me atendió mi mamá llorando y preguntando ‘¿Carlos?’. Le dije que estaba bien y que no se preocupara. Me pidió que volviera porque no podía soportarlo. Al final me entregué en una estación de servicio de Olivos. Dos policías de civil me llamaron y como me alcanzaron decidí que no iba a correr. Se acercaron y me dijeron que no tuviera miedo, que eran policías y que solamente querían que les mostrara mis documentos. No exhibían armas, ni nada. Yo les dije: ‘No hace falta, yo soy Robledo Puch. No tiren’. Y les extendí las muñecas para que me esposaran. Uno le dijo al otro: ‘¿Viste que yo te decía que me parecía que era este?’. Así me tuvieron contra el cordón de la vereda, ya esposado, donde al rato apareció un Peugeot 404, verde aceituna, con policías adentro.

“Sentí mucho miedo, porque uno de los oficiales me preguntó: ‘¿Sabés a dónde vamos ahora, no?’. ‘No’, le respondí. ‘Ya lo vas a ver’, me dijo. Pensé para mis adentros que algo malo me iba a ocurrir, pero me equivoqué. Las sesenta y ocho horas que deambulé por las calles pasé hambre y sed. Recuerdo que un oficial escribiente me hizo comprar sándwiches de miga y una gaseosa que pagó de su bolsillo. Fue un gesto que jamás olvidaré. Cuando tuve que comparecer ante un juez por la fuga, en privado, en su oficina, tomó el expediente de mi causa y me mostró las fotos de los cadáveres de los homicidios. Algunas víctimas estaban entre charcos de sangre, como los que aparecían en la revista Así. Mientras me miraba, su señoría simulaba poner cara de terror. ‘¿Las habías visto?, ¿te las habían mostrado?’, me preguntó. Le dije la verdad: ‘No, nunca, es la primera vez que las veo’. Mi causa está afectada de oscuridad. No se conocen los verdaderos asesinos”.

"Lo reconocí por la mirada. Su cuerpo estaba más deteriorado", afirmó el comisario Mario Ferreyra, de la Brigada de Martínez cuando lo atraparon
"Lo reconocí por la mirada. Su cuerpo estaba más deteriorado", afirmó el comisario Mario Ferreyra, de la Brigada de Martínez cuando lo atraparon

La recaptura del asesino más famoso del país volvió a generar la atención del público. Se supo que una noche durmió en una obra en construcción, como si fuese un linyera. Los investigadores no respiraron aliviados hasta confirmar que durante el tiempo que estuvo prófugo Robledo no robó ni mató. Esa es la historia oficial. De Sica, su ex cómplice de fuga, no se supo más nada. ¿La fuga fue armada? Esa es una pregunta aún sin respuesta.

-Lo reconocí por la mirada. Su cuerpo estaba más deteriorado -afirmó el comisario Mario Ferreyra, de la Brigada de Martínez.

El portero de un edificio que fue testigo de la detención también se refirió a los ojos celestes de Robledo:

-Pasó por al lado mío y me miró de manera penetrante. No le hizo falta hablar. Era la mirada de alguien que pide ayuda. Después lo agarró la Policía.

Los padres de Robledo Puch le encomendaron al abogado Rodolfo Gutiérrez que le pidiera a la Justicia y a la Policía que brindara las garantías de seguridad necesarias.

Al salir de la Brigada de Martínez, Robledo vio que entre la gente que lo esperaba en la puerta (la mayoría para insultarlo) estaba su madre Aída. Se acercó, le sonrió, la abrazó y le dio un beso. Era el primer gesto sensible del criminal. Un periodista se abalanzó y le hizo algunas preguntas a la mujer:

-¿Por qué está acá, señora?

-Porque quería que Carlitos se entregara con todas las garantías. No quería que nadie lo matara o lastimara.

-¿Su hijo le comentó de sus crímenes?

-No. Nunca me dijo nada. No creo que sea culpable de todo lo que dicen. De algo sí, pero de todo no. Sólo quiero que le den una oportunidad para ser un hombre de bien. No puedo creer que haya matado. De chiquito no lastimaba ni a los animalitos.

Robledo se subió a un móvil penitenciario con Pettinato. “Toda mi vida recordaré las palabras que me dijo ese hombre: ‘Pibe, quedate tranquilo que vos te vas a ir por la puerta grande’. No sé qué quiso decir”
Robledo se subió a un móvil penitenciario con Pettinato. “Toda mi vida recordaré las palabras que me dijo ese hombre: ‘Pibe, quedate tranquilo que vos te vas a ir por la puerta grande’. No sé qué quiso decir”

-Señora, vamos a cuidar a su hijo. Es un muchacho enfermo. El doctor Raúl Matera ofreció hacerle un tratamiento. Era un peligro que estuviese en la calle -le dijo Pettinato.

-No es un peligro. Y no está enfermo - interrumpió la madre de Robledo.

El doctor Gutiérrez criticó a la prensa:

-Hoy he escuchado que Carlos fue llamado un subhumano. Creo que se fugó para demostrar que podía estar en la calle y no matar, no ser un asesino sanguinario, como dicen ustedes. En tres días, apenas comió dos panes.

Estaba casi desnutrido.

Luego, Robledo se subió a un móvil penitenciario con Pettinato. “Toda mi vida recordaré las palabras que me dijo ese hombre, mientras estuvimos demorados en una rotonda en la General Paz y el Puente Saavedra. Me dijo: ‘Pibe, quedate tranquilo que vos te vas a ir por la puerta grande’. No sé qué quiso decir”.

La fuga fue reconstruida con detalles.

Robledo, que para esa ocasión vestía un traje gris oscuro, una chalina y una camisa, volvió a recorrer todos los lugares por los que pasó cuando estaba prófugo. A diferencia de las reconstrucciones de sus crímenes, lo acompañaban soldados del Ejército, con sus cascos y fusiles. La fuga lo había vuelto más peligroso.

En la prisión de La Plata, ciento treinta internos esperaban quedar libres con la nueva ley. Pero la fuga de Robledo generó malestar en sus compañeros: lo que menos necesitaban era que un interno se fugara porque eso podía frenar las liberaciones.

Nadie debía hacerlo. Robledo había violado el pacto. Al volver a la cárcel, fue golpeado y amenazado por los capos de los pabellones. No le perdonaron que se hubiera “cortado solo”, que vulnerar el acuerdo que había entre las autoridades y los detenidos: no era momento de fugas.

En 1973 hubo motines y tomas en diez cárceles argentinas, pero la situación se había solucionado. Los presos reclamaban que se aplicara la ley de excarcelación.

Al volver al pabellón 12, Robledo tuvo un perfil más bajo.

Hoy se analiza si Robledo Puch puede quedar en libertad
Hoy se analiza si Robledo Puch puede quedar en libertad

Nunca más volvió a intentar escapar de una cárcel, aunque la idea sobrevoló su cabeza.

Pero en 2010, un guardia que contaba a los presos de Sierra Chica se sorprendió porque él no aparecía. Hizo el recuento otra vez, como el peón que cuenta un ganado, y confirmó que faltaba un detenido. El más famoso. Lo buscaron por todos lados: las celdas, el patio, el gallinero, la granja donde los caballos comen pasto, bajo los árboles, en la carpintería de la prisión, en los pasillos, en los baños. Nada.

Robledo Puch estaba desaparecido. Pasaron cinco horas y temieron que el asesino serial hubiera escapado de la cárcel. La desesperación llegó hasta el director de la cárcel.

Su puesto estaba en juego por una simple razón: Puch en la calle era una amenaza para la sociedad.

Al final, los guardias se aliviaron cuando escucharon que otro detenido gritó:

-¡Apareció Carlitos!

Acurrucado en un rincón, detrás de una puerta del taller, rodeado de mugre y humedad, el preso más antiguo se escondía del mundo.

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