Hay cosas que perduran y que nunca se van, que se quedan. Con el tiempo, Sergio Opatowski se convirtió en un objeto de estudio académico. Un profesor universitario suele usarlo como ejemplo en clase para explicar el fenómeno de la criminología mediática, que estudia, en parte, lo que pasa por las mentes de quienes consumen noticias policiales. El profesor proyecta el video que ilustra el comienzo de esta nota en sus clases y talleres, muestra un móvil de televisión, uno de quizás docenas que Opatowksi había enfrentado esa semana de su vida cuando se convirtió en el portavoz de la intimidad de una familia hecha pedazos.
Todos los alumnos y alumnas reconocen de inmediato al hombre en la imagen, el otro protagonista de la noticia policial más consumida de la historia argentina. El ejercicio es un juego, básicamente, el péndulo de las percepciones: considerar a alguien no por lo que es sino por cómo se comporta, por lo que aparenta.
Como consigna, los alumnos tienen que decir un adjetivo al ver a Opatowski.
“Raro”, es el más común para definirlo: “Raro”.
Aparentemente, para la Argentina de junio de 2013, ser raro era un crimen.
Ángeles Rawson, “Mumi”, no era su hija, era su hijastra, pero él la llamaba “mi hija”.
El 10 de junio de ese año, Ángeles fue asesinada según determinó la Justicia por el portero de su edificio, Jorge Mangeri, mientras regresaba del colegio a su departamento de la calle Ravignani al 2300 en Palermo, en un lugar y un tiempo exacto que siete años después siguen siendo desconocidos, su cadáver fue arrojado a la basura, envuelto en bolsas y encontrado en la cinta transportadora de una planta recicladora del CEAMSE en José León Suárez. Todavía llevaba la chomba de su escuela, el Virgen del Valle de Belgrano.
Opatowski, de 54 años en aquel entonces, había sido la cara de los horas anteriores para los medios, cuando Ángeles era buscada, una chica desaparecida, hasta que el cuerpo se encontró. Verborrágico, hablaba acelerado, con sus ojos saltones, con cierto candor, o cierta candidez. Hay investigadores que dicen hoy: “La cámara le pudo”. Tal vez lo hacía para evitar que la familia de su mujer, Jimena Adúriz, su familia, tuviera que hacerlo. Para preservarlos.
Cuando encontraron el cuerpo, todo cambió. Los mismos periodistas que Opatowski saludaba con soltura en la puerta de su casa se sentían enervados por su presencia. Objetaban por lo bajo su falta de emotividad, el hecho de que no llorase, de que no se quebrara en público. Cuando la violación todavía era una hipótesis que luego fue descarada por la autopsia, el padrastro llegó a decir en cámara que cualquier violador hubiese buscado “una mujer, qué sé yo, más provocativa, más llamativa” que su hijastra. Y hasta expandió luego: “A la hora de someter, sometés...”, sin completar la frase.
Opatowski no decía las cosas incorrectas, sino lo que nadie esperaba que dijera, para una sociedad policía de las reacciones ajenas que juzga a sus víctimas, en ocasiones, por la métrica de su propio dolor. Lo mismo habían dicho de Jimena Adúriz cuando el 17 de junio enfrentó a las cámaras en la vereda de Ravignani, cuando objetaban que la madre de Ángeles no clamara venganza. “La mamá no llora”, decían: “No quiere venganza”. En su monólogo suave, Jimena Adúriz habló de perdón.
El portero Mangeri, en ese entonces, ni siquiera existía en la historia.
Opatowski, viudo de una relación anterior, instructor de pesca con mosca, se dedicaba a realizar cobranzas y a atender la empresa familiar de control de plagas con su mujer, M&A Fumigaciones, se mudó al departamento en Ravignani en 2004, tras tres años de relación. Le decían “Pato”, sus hijastros. Siempre estuvo presente: en la primera comunión de Ángeles en 2008, con una corbata roja, en las vacaciones familiares a Miramar en 2010, en el egreso de Juan Cruz, hermano de Ángeles, también en el colegio Virgen del Valle. Era parte del álbum familiar, de la vida, una parte instrumental.
Sin embargo, al velatorio de la joven que llamaba su hija, Opatowski llegó solo.
Fue el miércoles 12 en la casa funeraria Cochería Paraná de Vicente López. Con lentes negros y pulseras de plata en sus manos, saludó con una sonrisa quebrada desde el asiento de pasajero de un remise a la misma prensa que lo había entrevistado durante todo ese día. “Frío y distante", lo describió uno de los asistentes en la sala, mientras que en la vereda esperaban curiosos, los amigos de Ángeles fanáticos del animé.
No iba a quedarse mucho. Tuvo que irse rápido. En simultáneo al velatorio, la fiscal Paula Asaro y la división Homicidios de la PFA allanaban su casa en Ravignani. “Ahora vamos por el círculo íntimo”, repetía un investigador, no porque hubiera algo en concreto, sino porque lo decía el manual.
Opatowski fue el primero en llegar. Ángeles había sido estrangulada, no se sabía con qué elemento. Opatowski guardaba equipos de pesca en su dormitorio, carretes de tanza de pesca. La Federal quiso llevárselos, el padrastro se ofuscó. Finalmente, se determinó que su hijastra fue estrangulada con un hilo sisal. Mientras tanto, en medio del operativo, un detective de la policía encontró en una cámara de seguridad de la zona la imagen de Ángeles mientras llegaba a su casa. Sin saberlo, el detective le mostró el video al portero Mangeri, apostado en la puerta con su típico buzo polar beige.
-¿Es Ángeles?, dijo el detective.
-Sí, sí, es ella.
Entonces, todo cambió. Poco después, Mangeri comenzó a moverse, visitó a su pariente policía, falsificó sus heridas, comenzó a urdir su historia de apremios ilegales que no le funcionó. Mientras tanto, los investigadores de la causa repetían sobre Opatowski: “Raro”.
No fue solo un adjetivo. Una alta autoridad política acercó un testigo a la causa, un plomero y gasista que incriminó al padrastro, sin éxito. Se urdían teorías en algunos medios. La más alocada hablaba de una presunta relación prohibida entre Ángeles y su hermanastro menor, el hijo de Sergio, un chico de 14 años en ese entonces, con una discapacidad mental leve.
Con el padrastro en cámara, las mediciones de en la primera semana resultaron explosivas para lo que era un caso policial. El noticiero de un canal de aire trepó a 14 puntos de rating cuando se encontró el cuerpo el 11 de junio; una rareza muy por encima de su promedio usual, poco más de la mitad de ese número. Desde el cable, otra señal escaló hasta casi 9 puntos, otra multiplicación casi mágica. En total, en su primera semana, el caso tuvo 206 horas de pantalla sumando aire y cable; durante el mismo período, la muerte de Candela Rodríguez tuvo poco más de 80. Twitter también fue el hervidero ideal, con casi 30 mil menciones el día del velatorio y allanamiento en la red social, 90 mil menciones individuales en total en la primera semana.
El 16 de julio, más de un mes después del crimen, el Banco Macro entregó una prueba clave en la causa, al menos para Sergio, un video de cámara de seguridad. El 10 de junio por la mañana, mientras su hijastra era asesinada, Opatowski subía una escalera mecánica en una sucursal para cobrar su pensión.
El juicio llegó en 2015, declaró como testigo, no como imputado. Se mostró distante de su familia, una distancia prudente.
Lo encontré en el cuarto piso de los tribunales de Talcahuano. Había hablado con él a lo largo de los años, tenía todavía sus lentes de sol y su cigarrillo.
“Lamentablemente, no puedo acompañar a mi mujer en el Tribunal. Lo estoy viendo por televisión. Si soy testigo, no puedo estar. Tengo que declarar, ahí si voy a poder. Y esto es doloroso, muy, muy doloroso. La voy llevando como puedo, pero no sé”, dijo. “Estoy hecho pelota, hablar en el juicio es revolver todo otra vez”.
Después se puso a llorar. Un grupo de periodistas lo persiguió a la salida.
El 15 de julio de 2015, después de cuatro meses de audiencias y 120 testigos, Mangeri fue condenado a prisión perpetua por el femicidio de Ángeles. Sergio no fue a Tribunales, decidió no estar. Lo llamé por teléfono.
“La cadena perpetua no cambia nada. Sigo con el dolor de no tener a ‘Mumi’. Yo estoy del lado de afuera. Lo importante es que estén la mamá y el papá de Ángeles", dijo.
-¿Por qué? Tu lugar es con tu familia.
-Los medios me dieron con un caño, sin justificación. Se dijeron muchas cosas que no son. Sin rencor te digo esto. Nunca hubo un reconocimiento, un ‘nos equivocamos’. Existió el silencio. Y el silencio otorga. Yo sé quién soy y sé bien todo lo que amé a esa criatura.
Para ese entonces, el país que lo incriminó por nada todavía le debía una disculpa. “No importa”, dijo, “no importa”.
“Me hicieron mierda”.
Esa fue su última entrevista. Nunca más volvió a hablar. Opatowski luego desapareció del ojo público. Hoy tiene 61 años.
Seguí leyendo: