Richard Laluz Fernández, el padre, el pasado, fue uno de los capos más pesados de la historia de la barra de Boca, con una historia larga de asaltos y entraderas. Pasó varios años preso en diversos penales, Caseros, Devoto. Rafael Di Zeo mismo lo ungió para conferirle poder, asombrado por su determinación, su capacidad de violencia. En 2011, en medio de una venganza barra por su presunta traición, Richard, apodado “El Uruguayo”, recibió tres disparos por la espalda que lo dejaron en una silla de ruedas. Murió pobre y enfermo en una cama del hospital Fiorito en octubre de 2019, con un velatorio sin mística en una cochería de Avellaneda.
Daniel Gastón, su hijo, alias “El Primo”, hoy está detenido en una comisaría de la Policía Bonaerense, involucrado en una causa investigada por el fiscal Alejandro Musso en Benavidez. Daniel Gastón Laluz no cayó por el pasado, no por las viejas jugadas, sino por el futuro del delito en la Argentina.
En los últimos años, los jugadores de la violencia criminal -nuevos y veteranos, desde jóvenes motochorros hasta viejos piratas del asfalto- encontraron a un nuevo patrón con plata abundante en efectivo, mucho más despiadado que ellos: la mafia china. La mafia los absorbió como mano de obra, con al menos una decena de organizaciones que depredan supermercados y comercios en Capital y Gran Buenos Aires, que extorsionan comerciantes para no dispararles en la cráneo a cambio de 30 o 50 mil dólares, su usual cuota de entrada para la protección. Tiene su sistema de advertencias intermedias a los que se niegan a pagar, como, por ejemplo, un tiro en una pierna, o en la panza, si las cosas están mal.
La mafia china local, hermética, misteriosa, con sus jefes casi invisibles y sus chats en WeChat -la versión china de WhatsApp- y en el dialecto de Fujian, la provincia de donde viene el alto porcentaje de la inmigración china en Argentina, no se ensucia las manos con sangre tras las viejas guerras de la década pasada. Chino ya no le dispara a chino.
Contratan a sicarios, usualmente a través de bolseros, intermediarios que centralizan los servicios de la violencia para las mafias. Esos bolseros pueden ser de nacionalidad argentina, como Rolando Faeda, un joven con prontuario pesado que fue acusado de trabajar para una de las organizaciones más poderosas en el país, o pueden ser orientales mismos. El Juzgado N°42 a cargo de María Gabriela Lanz llegó en una escucha entre mafiosos a la voz de “Lao Ji”, un hombre del que nunca se supo nada. Era solo una voz en el teléfono, pero lo que decía era terrible: que sus chicos eran los mejores, que para los golpes grandes, para las cosas en serio, estaba él. También, puede pasar que no haya una tríada en el medio, que los supermercadistas decidan aniquilar a la competencia y llamen a un asesino directamente, algo que, según testimonios de sicarios, ya ocurrió.
Quienes trabajaron para la mafia coinciden: “Con los chinos no se jode”.
Y entre todo este caos, aparecen los barrabravas, mezclados entre todo el resto de la fauna del delito absorbida por los chinos. No tienen un lugar de privilegio en la estructura, al menos no hasta ahora, realizan las mismas tareas bestiales que años atrás llevaban a cabo pistoleros a bordo de motos enduro, ir a dispararle al que no paga. Los barras ni siquiera van a disparar en moto: van en coche.
Y es aquí donde, según los cálculos de la Justicia, entra “El Primo”.
Entre enero y marzo, el fiscal Musso tuvo en su escritorio al menos siete hechos de ataques sicarios a comerciantes chinos de su zona, todos en el radio de Benavidez y San Fernando con cinco heridos de bala. Uno ocurrido el 5 de febrero fue particularmente cruel: en un supermercado sobre la calle Brandsen, cerca de la estación de Carupá, un comerciante recibió un tiro en una pierna. Días antes, el padre de ese comerciante fue baleado en la panza, su celular le salvó la vida al amortiguar la bala. Un comerciante, supo el fiscal más tarde, les había exigido plata por supuestamente abrir su negocio cerca del suyo sin pedir permiso ni negociar, un tabú que entre comerciantes fujianeses se paga caro, con la mafia misma como árbitro.
Musso comenzó a investigar. Tres asiáticos fueron detenidos, uno quedó libre. Llegaron a oídos del fiscal historias de un pesado con base en la zona norte del conurbano, el nexo con las mafias de Capital, mientras intentaba desentrañar los chats en los teléfonos. No es fácil hacerlo; no suele haber intérpretes disponibles. Diez años atrás, un hombre que tradujo escuchas en una causa contra la mafia investigada por un fiscal porteño terminó muerto con un tiro en la cabeza, una leyenda negra conocida en el fuero penal.
Con el tiempo, Musso notó que el tirador era el mismo en cinco de los hechos que investigaba, un joven flaco, de unos 30 años, que caminaba con una renguera y que tenía el hábito de repetir la ropa en los ataques, de vestirse igual. “El Rengo”, lo apodaban. En marzo de este año, según la acusación en su contra, “El Rengo” ingresó a al supermercado El Siglo en Benavidez, para dispararle al dueño y a un custodio, con un pequeño baño de sangre a plena luz del día que fue filmado por los clientes del comercio y viralizado esa misma tarde. Ninguno murió, el caso fue investigado por la fiscal Laura Capra.
Así, los investigadores comenzaron a seguir las cámaras de seguridad. Se detectó a un remise a través de los peajes que rodean la zona norte. Ese remise, que llevó al “Rengo” al supermercado El Siglo, lo trasladó tras el ataque hasta una casa en la calle Vicente López en Sarandí, supuestamente para entregar de vuelta el arma del ataque. Hubo otros viajes del “Rengo” para ir a buscar pistolas, o directivas.
Después, alguien declaró: dijo que en esa casa vivía un hombre al que llamaban “El Primo”, que “era barra” y que “andaba con fierros”, que era el encargado de entregarle las armas al “Rengo”, del cual se supo su nombre, Marcio. Musso también averiguó su ocupación: parrillero en un puesto de choripanes cerca de La Bombonera.
“El Rengo” fue arrestado en Quilmes el 28 de abril por la Departamental Tigre de la Bonaerense. Su carpeta en el Ministerio de Seguridad bonaerense reveló antecedentes por el delito de robo en poblado y en banda. Lo habían detenido en septiembre de 2019 en Dock Sud, acusado de salir a robar como miembro de la barra de San Telmo. La víctima fue el utilero de su propio club. Le quitaron un bolso con camisetas a cinco cuadras de la cancha.
Ese testigo también entregó una descripción del “Primo”. Curiosamente, encajaba con la del tirador del ataque al supermercado de la calle Brandsen.
La casa de Sarandí fue allanada esta semana, “El Primo” estaba ahí. No sabían su identidad de antemano: resultó ser el hijo de Richard Laluz. Daniel Gastón, paradójicamente, tuvo trabajos en blanco según sus registros, había trabajado en 2019 para una empresa de seguridad privada que pujó, por ejemplo, para ganar una licitación en la UBA. Fue detenido e indagado ayer por Musso. Daniel Gastón negó todo, tampoco había un arma en su casa. El testimonio de ese testigo, hasta ahora, es la principal prueba en su contra.
Marcio y Daniel Gastón no son los pioneros en el rubro, si es que son realmente culpables. El primer barra en caer por vínculos con la mafia china fue Jorge Alberto Karmazín, “El Karma”, jefe pesado de la hinchada de Tristán Suárez.
Karmazín tiene su historia. Fue parte de la vieja Hinchadas Unidas Argentinas, el intento de ONG de los barras de clubes como Platense e Independiente con capos como “El Raba” Torres o “Bebote” Álvarez. Estuvo preso con una condena a tres años de cárcel, se escapó de una comisaría en marzo de 2017 con ayuda de varios cómplices en una camioneta mientras se disponían a trasladarlo al penal de Sierra Chica. Volvió a entregarse diez horas después.
En junio de 2019, “El Karma” fue detenido por orden del fiscal Martín Conde de Quilmes. Su auto fue usado en un ataque en donde la cajera de un supermercado de San Francisco Solano fue baleada en una pierna. Tiempo antes, el comercio había recibido el clásico apriete de la mafia china, una hoja A4 con ideogramas, un número de teléfono y otro número: 30 mil dólares.
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