Barreda desconocido: charlas con muertos, sus dos cotorras a las que llamaba “hijas” y en qué quería reencarnar

Durante un año, el autor de la nota visitó al cuádruple femicida en el departamento de Belgrano donde vivía con su novia Berta para su libro “Conchita”. Esta es la intimidad jamás revelada del odontólogo que masacró a su esposa, sus hijas y su suegra en 1992

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Ricardo Barreda murió en un
Ricardo Barreda murió en un geriátrico de José C. Paz, tenía 83 años y decía no recordar haber matado a su familia

Una noche de 2011, en el departamento de Belgrano donde vivía con su novia Berta, Ricardo Barreda, que ya iba por su segundo cartón de tetrabrick de vino blanco, me contó que hablaba con sus muertos queridos.

–Muchas veces hablo con mis muertos. Por ahí me preguntan a dónde vas. Al cementerio voy. Me gusta ir al cementerio a hablar con mis muertos queridos.

–¿Y qué hace ahí?

–Voy a conversar un rato con mis viejos.

–¿Desde cuándo lo hace?

–Desde hace mucho. Tenía una prima de mi mamá a la que le saqué una frase. Los dos nos ocupábamos de la bóveda de nuestra familia. Y ella decía: “Esta mañana estuve en el cementerio porque fui a conversar con mi vieja”. Hay mucha gente que va y otra que va -aunque parezca una cosa un poco descabellada- a conversar con los suyos. En La Recoleta me he pasado un día entero hablando.

–¿Con sus hijas habla?

–Hablo con mi padre y con mi madre.

–¿De qué habla?

–Viene a ser como un monólogo. Un unipersonal diría yo. Les digo: “Hola viejo, ¿qué decís, cómo estás?”. “Hola vieja, ¿todo bien?”. Los voy a ver al cementerio de La Plata. Están en dos bóvedas distintas.

–¿Le tiene miedo a la muerte?

–No porque creo que es un hecho irreversible, a todos nos va a llegar. Nadie se salva. A lo que le tengo miedo es al sufrimiento, a la agonía, al dolor. Pero voy mucho al cementerio.

Barreda decía la verdad. Ese ritual de conversar con “los extintos”, como decía él, lo cumplió aun el 15 de noviembre de 1992, cuando mató a escopetazos su suegra Elena Arreche (86), su mujer, Gladys McDonald (57), y sus hijas Cecilia (26) y Adriana (24). Hoy Barreda volverá a un cementerio, pero será adentro de un cajón.

Cuando se internó en un
Cuando se internó en un hospital y dijo que su familia lo había abandonado

Anoche su cuerpo, en un cajón cerrado, permanecía en un depósito oscuro, rodeado de ataúdes vacíos. En una funeraria donde no habrá velorio y se planea un entierro donde dos hombres trasladadarán el cajón quizá vestidos con mamelucos blancos y máscaras, más parecidos a astronautas que a funebreros, como ocurre desde la irrupción del coronavirus.

Al femicida, que murió ayer a los 83 años en un geriátrico, le fascinaba el humor negro y es probable que se hubiese reído de esa situación que antes parecía irreal. No sólo eso: el contexto de la epidemia le hizo cumplir su deseo final. No quería ser velado. “Que me manden derecho para el horno”, decía. Nunca dijo si su temor era que nadie se acercara a darle el último adiós.

-Hola, soy periodista de Infobae. Conocí a Barreda, lo entrevisté diez veces. Quería saber a qué hora lo trasladan al cementerio.

El empleado de la cochería Siciliano, se José C. Paz, responde con cordialidad.

-Mirá, estamos esperando la documentación. Eso tarda. Una vez que llega eso lo llevan en ambulancia al cementerio de José C. Paz. Pueden entrar sólo cinco personas que no sean pacientes de riesgo y sean menores de 65 años. Aclaro que Barreda no murió a causa del COVID-19.

-Llamó algún conocido o amigo de Barreda.

-No, sos el primero.

-¿Sentís algo perturbador o especial por estar ahora, dos de la mañana, cerca del cadáver de Barreda?

-No. Todos los muertos son iguales.

Su respuesta me recordó a lo que me dijo el sepulturero que enterró en General Pico a Arquímedes Puccio, el siniestro secuestrador que murió en 2013 a los 84 años.

“Para mí no hay diferencias entre los finados. Sea un asesino o un santo. Ni cuando enterré a mi abuela sentí tristeza. Porque ya no era ella y esto es un trabajo”, dijo el hombre. Lo mismo habrán pensado los que enterraron a Yiya Murano, la famosa envenenadora. Puccio, Barreda y Murano murieron en soledad.

 DyN 162
DyN 162

A partir de ellos podría decirse que todo asesino muere solo, sin que nadie asista a su velorio (ningún amigo o familiar fue a la tumba de Puccio), y faltan manos para cargar el ataúd, como sucedió con el entierro de Alejandro, el hijo del jefe del clan.

Conocí a Barreda en 2011. Durante un año lo visité en su casa diez veces. Mi idea era conocer su nueva vida. Su segunda vida. Cuando se lo expliqué, me dijo que no pensaba hablar de los femicidios. No dijo femicidios, sino “de lo que pasó”.

–¡Adianchi! ¡adianchi! – me invitó Barreda a pasar a su departamento con la famosa frase del Manosanta de Olmedo.

Así me recibió el primer día.

No era afecto a los periodistas. Solía echarlos, insultarlos, pedirles dinero a cambio de notas, sacarles la lengua al mejor estilo Kiss o mostrarles el dedo más largo cuando se le abalanzan en medio de una guardia periodística.

Durante esos encuentros, a medida que se creaba una intimidad con el odontólogo, me sentía cada vez más cazador de sus gestos, de lo que decía, lo miraba como si fuera un entomólogo que disecciona un insecto. Es más: hasta en un viaje que hicimos en taxi a La Plata (iba al dentista y soñaba con volver a la casa donde había cometido la masacre), probé hacer silencio. Dejar de preguntar. El taxista se mantuvo callado, como un cómplice involuntario. Barreda se pasó la mayor parte del viaje en silencio. Mirando por la ventanilla. Hasta que él cortó el silencio cuando en la ruta vio a un hombre haciendo parapente. “Qué loco ese tipo”, fue su comentario.

Con su pareja Berta
Con su pareja Berta

Lo admito: por esos días lo traicioné. Le dije que quería contar su historia, pero sólo una vez grabamos una entrevista. El resto fueron conversaciones. Nunca le dije que por mi cabeza resonaba la idea de publicar un libro. Y mucho menos el título: “Conchita”. Si se lo hubiera dicho, me hubiera echado.

No me jacto de esa actitud. Y muchas veces, sobre todo en el tiempo que conocí a Barreda, me pregunté qué me diferenciaba de un cazador oculto en un zoológico. Hasta llegué a generar situaciones, como llevar sushi una noche porque Barreda nunca lo había probado. Y esa cena el sushi generó que él estuviera más preocupado por desarmar cada pieza, sin registrar lo que Berta decía en ese momento entre lágrimas: que hacía poco había muerto un amigo suyo.

A lo del cuádruple femicida había ido a cazar imágenes, intimidades, recuerdos, y frases de los protagonistas de esta historia. Agazapado y acechante, con la mirada puesta a descubrir el más mínimo movimiento, busqué hurgar en las profundidades de la memoria del hombre que después de matar fue a ver las jirafas y los elefantes del zoo porque lo relajaban y hasta invitó a comer pizza a su amante y luego la llevó a un hotel alojamiento.

Y al volver a su casa llamó a la policía y dijo: “Encontré cuatro bultos”. Bultos, como si fueran cosas. Luego inventó que habían entrado a robar a su casa. Y terminó por confesar. Para matarlas usó la escopeta Víctor Sarrasqueta le había regalado su suegra. En ese regalo, la mujer selló su destino.

Mi mirada quería abarcarlo todo. Los adornos excesivos que tenía en una repisa. Su ternura al hablarle a las dos cotorras a las que llamaba “hijas”, los volantes de prostitutas que pegaba en la heladera, su maltrato a su novia Berta, a quien llamaba Chochán. O la consideraba “bruta” para ir al cine a ver las películas que a él le gustaban. Los clásicos o el cine independiente, una costumbre que tenía antes de matar.

“La gorda se pasa todo el día tirada en la cama. Si come esto, fenece. Fe-ne-ce”, me dijo un día mientras comíamos una picada. Habíamos bajado al supermercado chino situado a una cuadra de su casa a comprarla. El manoteó de las góndolas dos tetrabrik, un pote de helado y esas picadas que vienen en un plástico y envueltas en un nailon.

En la caja, sacó su billetera y en un movimiento casi imperceptible, el chino de la caja intentó sacarle un billete de cien pesos. Barreda y el chino se trenzaron en una pequeña lucha por quedarse con el billete, que resistía estoico al tironeo.

–Dame para acá, ponja malo –lo retó Barreda.

–Ponja, ponja –dijo el chino, que al final se rindió y dejó ir el billete.

–Ponja, nunca más vuelvas a meterme la mano en la billetera. Eso no se hace ponja.

Barreda se fue cabizbajo y a su paso los chinos decían:

–Se va ponja. Chau ponja.

Barreda se dio media vuelta y murmuró:

–La puta que los parió, ponjas. Son ligeros estos ponjas. Si te distraes un minuto, te dejan en bolas estos ponjas. Te vacunan los ponjas. La puta que son vivos los ponjas.

Barreda antes de las internaciones
Barreda antes de las internaciones (GENTE)

Caminamos la cuadra de vuelta y cuando vio a una mujer joven, me dijo: “Que minón, por Dios. Soy un gran piropeador, pero ahora no se me ocurre nada”. Luego un camionero le tocó bocina y le gritó:

-¡Aguante Barreda!

Salir a la calle con él era encontrarse con situaciones similares. Hombres que le pedían autógrafos o le palmeaban la espalda. Hasta una mujer que lo saludó con un abrazo y le dijo: “Usted es quien imagino, ¿no? Lo veo en la tele”. Barreda se sintió incómodo.

Nunca habló de los crímenes. Pero lo que no decía se filtraba en algunas de sus actitudes.

Un ejemplo: un mediodía, después de almorzar, intenté levantar la mesa. Barreda me fulminó con la mirada. Me amonestó en silencio. Pasaron unos segundos incómodos, y luego dijo:

–Me molesta mucho cuando juntan la mesa y uno sigue comiendo o tomando. Esa era una mala costumbre que tenía Adriana, mi hija más chica. A mi mujer y a mí me molestaba mucho.

Días después Berta apiló los platos, uno sobre otro, y él le dijo: “¡No! ¿Por qué hiciste eso?”. Ella no le respondió.

Otro episodio que me viene a la cabeza. Un día, una joven periodista me pidió el contacto de Barreda para entrevistarlo. Estuvo dos horas en su casa. Me llamó y me contó: “La pasé mal. La mayoría del tiempo me miró el escote. Me puso muy incómoda. Me tuve que ir”.

Era fanático de Fellini y
Era fanático de Fellini y de Chaplin, de fútbol (era hincha de Estudiantes de La Plata, pero admiraba a Ricardo Bochini, mi ídolo) y de la música. Le encantaba la ópera y la música clásica (DyN)

Hasta que Berta lo denunció por violencia psicológica (murió el 24 de julio de 2015, estaba internada en un geriátrico de Belgrano), él vivió como si no hubiera matado a nadie.

Salía a caminar, andaba en subte, iba al cine o a la Feria de la Rural. “De cada diez personas, sólo una me insulta o me mira con desprecio. Lo entiendo. Me molesta más que me feliciten. Yo no soy un Premio Nobel”, me dijo un día.

Hablábamos de cine (era fanático de Fellini y de Chaplin), de fútbol (era hincha de Estudiantes de La Plata, pero admiraba a Ricardo Bochini, mi ídolo) y de la música. Le encantaba la ópera y la música clásica.

Recuerdo que me invitó a su cumpleaños, que justó cayó un domingo que se celebraba el Día del Padre. Era un 16 de junio y él cumplía 77 años. Lo celebró en un restorán de Palermo.

Hasta que de pronto se acercó una chica de unos 25 años.

–¿Usted es Barreda?

–Eso parece –respondió Barreda.

–Mi papá, que está en aquella mesa, decía que no. Qué lindas manos que tiene usted.

–Sí, ya lo sé –contestó el dentista sin sacar la mirada del plato.

–Qué engreído –comentó Berta.

–Es que tengo lindas manos, me lo han dicho varias veces, así como también me han dicho “qué cara de boludo que tenés, Ricardo”.

La chica se fue sonriente.

Barreda tenía humor negro, se
Barreda tenía humor negro, se reía de sus propios chistes y no hablaba de sus crímenes (NA)

En la vereda un hombre jugaba con su perro labrador. Barreda miró la escena con ternura.

–¿No le gustaría tener un perro?

–Sí. Hace mucho tiempo que tengo ganas. Una vez quise tener un perro, pero ellas me dijeron que no. Me sacaron cagando: ¡guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau!

Barreda ladraba como un perro pequeño. “Ellas” eran su esposa y sus dos hijas.

–Nos gustan los perros. Tengo una amiga -dijo Berta- que tiene un perro salchicha. La adora. No puede vivir con ella, le huele hasta el escote, se le pone ahí para que descanse.

–Le quiere chupar las tetas – acotó Barreda y largó una carcajada.

–¡Pero Ricardo! ¡Qué boca sucia!

–Tranquila, chochán.

–Qué hombre tremendo. Me dice chochán.

–Chochán, chochán, chochán.

–Bueno, viejo, andate con otra.

–Sí, pibas de 24 me gustan.

–Es verdad. El otro día viajó a La Plata para hacer un trámite y volvió con una colombiana.

–Amiga mía. La guié porque no conocía Buenos Aires.

–Sí, a ver si encontrás otra que te aguante como yo.

–Sobran mujeres como vos – dijo Barreda con una sonrisa, como dando a entender que era una broma.

Berta se lo tomó a mal:

–No digas eso, no seas injusto. ¿Y todo lo que hice por vos? ¡Todo lo que hice por vos!

–¡Me cago en Satanás! Era un chascarrillo, mujer.

Berta no respondió. Con un tenedor se puso a revolver el relleno de carne de una empanada.

–¡Qué hacés! ¡Es una empanada! ¡Cómo la vas a abrir así! ¡Me cago en Satanás!

En ese entonces estaba lúcido. En sus últimos tiempos apareció en un hospital, dio otro nombre y dijo que su familia lo había abandonado, lo que llevó a una joven a sacarle una foto y publicar un posteo en su Facebook para reprochar la “crueldad” de esa familia. No sabía que se trataba de Barreda.

En el hospital se hizo
En el hospital se hizo amigo de una enfermera

En ese hospital estuvo un año y se hizo amigo de una enfermera, a quien le hablaba mal de mí.

A otra la amenazó con darle un escopetazo. A su amiga, que le llegó a festejar el cumpleaños, le dijo que estaba arrepentido de haber matado a sus hijas. En sus últimos meses, una demencia llegó a borrarle, por momentos, hasta el acto atroz que había cometido y que en 1992, en el juicio, definió con una frase literaria: “Supongo que he sido yo. Intuyo que las maté yo porque éramos cinco en la casa y de pronto me encontré con cuatro cadáveres”.

Mientras lo frecuenté, Barreda me contó cosas que nunca había dicho. Como el epísodio carcelario que dijo haber tenido con “un negro grandote” que lo invitó a tomar mate en su celda. “Quiso violarme y le clavé la bombilla en el cuello. Pensé que lo había matado, pero se salvó”.

En prisión le hacían un chiste recurrente. Me lo dijeron al menos cinco ex compañeros suyos en distintos penales. “Le decíamos: viejo, ¿cómo anda la familia?”. Y Barreda los miraba con odio.

Berta sentía devoción por él. Lo había conocido cuando visitaba a un amigo en la cárcel. Hicieron varios viajes juntos. En uno de ellos, a Mar del Plata, Barreda contó emocionado que se había hecho amigo de una chica con Síndrome de Down.

Pero de él hacia Berta nunca vi un gesto de ternura ni de amor. Ni un beso en la mejilla.

Esa indiferencia la manifestó cuando le hice estas preguntas:

–¿Cómo se lleva con Berta? Ella se desvive por usted.

–Psee –responde pensativo, con dejadez, y la mano derecha en la pera–. Psee, me aguanta.

–¿La convivencia es como usted esperaba?

–Psee.

–¿Salen a pasear?

–Mmm. Somos de salir poco. Yo me movilizo más. Voy para tal lado y le digo: ¿Gorda, querés venir? Y ella nada. Salgo a otro lado y le pregunto: ¿Gorda, querés acompañarme? Y ella nada. Hasta luego, le digo, y cierro la puerta. ¿Querés venir a La Rural? No, me dice. Ya la vi muchas veces con la escuela y me cansó. ¡Liiistooo! Voy solo. Chau, hasta pronto. Pim, pum, pam, a otra cosa mariposa. Y me voy a ir a ver las vacas a La Rural, como les digo yo. Yo tenía ganas de ir y todo el tiempo que estuve guardado no pude ir.

–Pero usted está bien con Berta.

–Psee.

–Se los ve bien.

–Psee.

–Están enamorados y juntos.

–Psee.

–¿Sí?

–Psee.

Barreda durante unas vacaciones con
Barreda durante unas vacaciones con Berta fotografiados por la revista Gente

Ella tampoco parecía registrar el pasado de Barreda. Miraba noticias policiales. Barreda solía reírse de algunos hechos trágicos o hacer chistes a partir de una tragedia. No recuerdo alguno en especial. Pero sí una situación que se vivió cuando Berta invitó a tomar mate a su mejor amiga. Pusieron el noticiero y el conductor anunció que un hombre había matado a otro.

-Estos asesinos no deberían salir nunca de la cárcel - dijo la amiga de Berta.

-Sí, son sanguinarios -respondió Berta.

A su lado, el rostro de Barreda parecía desfigurarse.

Otro día, delante suyo, dijo: “Ricardo es un caso de escopeta”, un viejo dicho que define a una “persona alocada”. Era como si ella hubiese borrado que su novio había matado a escopetazos a cuatro mujeres.

Ese día le pregunté:

–¿Cree que hay vida después de la muerte?

–Voy a citar un lugar común: nadie volvió de ahí para contarlo. Soy católico con limitaciones. Fui educado en eso, me bautizaron, tomé la primera comunión pero cuando uno analiza las cosas a veces hasta duda de la existencia de un Dios. Uno se pregunta: “¿Y cómo pasa esto?”, “¿Y cómo Dios permite una cosa así?”. Y si hay un dios, ¿por qué hay terremotos, guerras, desnutrición? Siempre me cuestiono la existencia de Dios.

–¿Cree en la reencarnación?

–¿En la vidas pasadas? Quizá. En otra vida me hubiese gustado ser actor de cine o técnico de fútbol.

Ese día nos despedimos con un abrazo. Barreda luego puso el dedo índice bajo el ojo derecho y advirtió:

–Si usted me falla, no le abriré nunca más esta puerta.

Algo sospechaba. Volví dos veces más. Y el libro salió publicado con el título “Conchita, el hombre que no amaba a las mujeres”.

Según él, las mujeres que mató le decían Conchita.

El 15 de noviembre de 2012, cuando se cumplió otro año de la matanza, y aparecí en varios medios hablando del libro, Barreda me llamó por teléfono y, con tono seco, me pidió dos ejemplares. Supuse que uno era para su abogado.

Se los llevé. Abrió la puerta y me dejó pasar hasta el pasillo.

Le di la mano, él no me la dio. Tenía un paraguas a medio abrir. Me dijo hola, a secas. Nos quedamos en el pasillo, sin decir nada.

Estaba vestido con pantalones cortos blancos, zapatillas y una camisa a cuadros. Me miró fijo, como si sus ojos fueran dos balas a punto de dispararse.

–Ya sé, Ricardo. Estás enojado. Lo entiendo.

–Sí –respondió con una mueca de fastidio.

Le di los libros y lo primero que hizo es mirar la palabra Conchita a lo largo de la tapa y su foto en la que parece un dandy o un galán retirado del cine italiano. Fue como mostrarle un crucifijo a Drácula.

–Entiendo que esté molesto. Pero lea el libro.

Barreda me miró con la mirada de los derrotados. Mejor dicho: de los derrotados que guardan rencor. Un rencor que ni toda la lluvia que cayó esa mañana hubiese podido borrar.

–No me gustó todo esto, viste. Me siento como el cornudo, viste, pero no tiene sentido seguir hablando. Me pareció muy feo. Me sentí traicionado. Ya es tarde, viste. Es como cuando un jarrón se rompió y se hizo pedazos. Eso es así. Y no hay vuelta que darle.

Al femicida no le gustó
Al femicida no le gustó que se haya escrito un libro sobre sus crímenes, y menos que el título fuera "Conchita"

Barreda no me miraba. De repente, por el pasillo mojado apareció Berta. Estaba seria. Hasta Barreda se sorprendió por su presencia.

–¿Qué hacés acá?

–Vine a buscar el pedido de la rotisería. Hola – me saludó.

–Todo esto me parece molesto - dijo Barreda.

–¿Qué pasó? ¿qué pasó? –preguntó Berta, como si no supiera nada.

–Está enojado por el libro – le respondí.

Barreda amagó salir a la calle, pero se arrepintió. Se paró frente a mí y me dijo:

–Todo esto está bastante sucio. Hasta luego, yo me voy muy mortificado. Lo que hiciste era lo único que me faltaba para remachar el día 15 de noviembre. Chau – me dijo Barreda y esa vez si me dio la mano, aunque blanda, con desprecio.

No volví a verlo.

En el último encuentro “amistoso” que habíamos tenido, Barreda comenzó a contar chistes de Violencia Rivas, el personaje de Capusotto. Lloraba de risa. Y luego volvió a decir que hablaba con los muertos que más quería. Y confesó: “Hay un tipo que pasa todos los días por la puerta y me grita asesino. Yo subo la música para no escucharlo. Me arrepiento de lo que hice. Es raro, hay días en que lo olvido y siento que nunca pasó nada. Pero hay semanas que todas las noches me agarra como una puntada que me recuerda el suceso desgraciado que causé”.

A la hora de irme, atravesamos el pasillo (era una planta baja) y Barreda comenzó a silbar y miró al cielo para ver la luna llena. Me abrió la puerta y se despidió. Sin saber que no volveríamos a tener ese trato.

Se fue con apuro. No me lo dijo, pero supuse que allá arriba, en su pieza, tenía una cita. Como todas las noches, iba a charlar con todos sus muertos.

Desde ayer, Barreda pasó a ser uno de ellos.

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