Entre la noche del 27 y la madrugada del 28 julio de 1996, Guillermo Antonio “El Concheto” Álvarez y su banda de “los nenes bien” protagonizaron un sangriento raid delictivo que incluyó robo, tiros y tres asesinatos a sangre fría: el hijo de un ex ministro, una joven estudiante y un comisario. Un mes después, Álvarez sería detenido y condenado en 1998 a prisión perpetua. Pero su serie de crímenes no se detuvo entre rejas. En la vieja cárcel de Caseros, ya sentenciado, mató con una faca a un compañero de pabellón. Así, el "Concheto” se transformó en protagonista de uno de las historias policiales más violentas y recordadas de la Argentina.
Transcurrieron más de 16 años para que Álvarez volviera a ser noticia. Era el año 2015 cuando los jueces de la Cámara de Casación Penal, Ángela Ledesma y Alejandro Slokar, consideraron que el cuádruple asesino merecía salir en libertad. Pero, genio y figura, el Concheto volvió a caer: esta vez por el robo de una mochila con 67.000 pesos a un hombre a la salida de una financiera en el centro porteño. Desde entonces está alojado en el penal de Villa Devoto, desde donde ayer volvió a dar que hablar al colocarse en el centro de la violenta escena de motín protagonizada por los internos de esa cárcel de la Capital.
“El Concheto” fue uno de los cuatro presos que firmó la tregua con los representantes del Ministerio de Justicia de la Nación y del Servicio Penitenciario para frenar -por el momento- el violento motín que mantuvo en vilo por varias horas a la única cárcel que subsiste en territorio porteño y que se originó con el fin de reclamar que algunos de los reclusos puedan ser trasladados a sus casas y evitar infecciones con coronavirus. Un tema que divide a la justicia y tiene en vilo a la opinión pública. A la vez que desvela a las víctimas de estos delincuentes.
Obsesión por Robledo Puch y placer por el delito
Guillermo Antonio Álvarez, jefe de la banda de los “nenes bien”, reclutaba “soldados” en la villa La Cava de San Isidro, aunque él vivía en Acassuso, en un distrito elegante y de clase muy acomodada en la zona norte del Gran Buenos Aires. Admiraba a Carlos Eduardo Robledo Puch, el “ángel de la muerte” que, entre 1971 y 1972, asesinó a 11 personas mientras dormían o por la espalda.
Tras su detención, las pericias psicológicas confirmaron que Álvarez no actuaba por una necesidad de subsistencia, sino porque robar le daba una energía que le hacía falta para vivir. Lo hacía por placer.Así de siniestro. Su padre era propietario de dos cines y de un local comercial. Para los peritos que lo trataron, el joven múltiple asesino era “un narcisista, un psicópata perverso”. La misma calificación que recibió su admirado Robledo Puch, un asesino que vivió a pocas cuadras del lugar en el que Álvarez se crió.
Los investigadores, luego de los allanamientos, descubrieron que coleccionaba, en el lujoso chalet en el que vivía, los recortes de diarios con las notas periodísticas del año 1972 sobre el Ángel de la Muerte.
El Concheto había cursado estudios en los institutos secundarios San Patricio y Nuestra Señora de Fátima, de donde fue expulsado cuando superó el límite de las 24 amonestaciones. En una ocasión encontraron una manopla de hierro entre sus pertenencias y en otra revoleó un cortaplumas contra el pizarrón, en plena clase.
Su banda era particular. No iba detrás de los blindados ni de los bancos. Su blanco eran los restaurantes de alta gama. Una de las primeras víctimas de Álvarez fue el miembro del directorio de la petrolera Esso, a quien le robaron un Rolex, el celular, dinero y su Honda Accord.
También entraron a robar en una heladería Chungo, en el Café de los Incas y en La Parolacci. Camerún, Harry Ciprian y La Biela fueron otros establecimientos que padecieron el asalto de estos nenes bien.
Del robo al asesinato
El 28 de julio de 1996, Guillermo Álvarez llegó al pub Company. Entró y se mezcló con los clientes. Sus secuaces, Oscar “el Osito” Reinoso, César Mendoza y Walter Ramón Ponce, alias “Oaky”, a una señal del Concheto, ingresaron armados al local y les exigieron a todos los clientes que entregaran los objetos de valor.
Pero entre los presentes en el lugar estaba el subinspector de la Federal, Fernando Aguirre, de franco. Al verlos, dio la voz de alto y comenzó el tiroteo. El delincuente aprovechó que el policía cayó al piso y lo remató. Una estudiante que festejaba allí su cumpleaños, Andrea Carballido, fue la segunda víctima.
El “Osito” Reinoso quedó herido. “El Concheto” y sus cómplices lo llevaron a la casa de la hermana. Cuando Reinoso finalmente murió, la mujer les hizo un reproche por su muerte. Pero a Álvarez no le importó lo que le pasó a su cómplice y sin ningún tipo de contemplación, le dijo: “A mí no me digas nada. Yo intenté salvarlo. Al cana que mató a tu hermano lo cociné a tiros”.
Esa frase forma parte del testimonio judicial del remisero que llevó a Álvarez hasta la villa Uruguay y que presenció la conversación. Además, fue una de las pruebas que tuvieron en cuenta los jueces para fundar la condena a 25 años de prisión contra Álvarez por otro asesinato, el de Bernardo Loitegui (h), hijo de Bernardo Loitegui, ex ministro de Obras Públicas de la Nación durante el gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse.
Seis horas antes, aquel mismo día, en Martínez, Álvarez y un compinche le habían robado a Loitegui (h) su Mercedes Benz. Aunque el hombre no se resistió, “El Concheto” lo mató de dos balazos delante de su hija. En su declaración, el remisero, dijo que al otro día del hecho, el líder la banda tomó ese auto y cuando vio la noticia del brutal raid que había protagonizado, se jactó por su obra macabra: “A ese tipo lo maté yo. Se retomó y le di plomo”, dijo Álvarez.
Por entonces, se sentía poderoso y reivindicaba sus propios delitos. “Robo porque me gusta, no por necesidad. El delito me atrae, me seduce, es como enamorarse. O tener la mujer más linda”, dijo cuando lo detuvieron.
El cuarto asesinato ocurrió en un pabellón de la vieja cárcel de Caseros, donde mató a facazos al de Elvio Aranda. Su historia seguía escribiéndose con sangre.
Pasaron los años y cuando los camaristas los liberaron -con el argumento de que la pena de prisión perpetua no podía exceder los 25 años- dijo ser un hombre nuevo. Se mudó a la ciudad de Gualeguaychú para comenzar una nueva pero a los tres meses el delito lo volvió a seducir. Fue acusado de haberle robado 67 mil pesos a un colombiano que había retirado de una financiera. Además, estaba en Buenos Aires, aunque ante los jueces se había comprometido a no salir de Entre Ríos. Por ese motivo, la Corte Suprema resolvió que volviera a la cárcel más la accesoria del tiempo indeterminado.
Así terminó en Devoto pero convertido en un ladrón de poca monta y muy lejos de convertirse en el nuevo Robledo Puch.
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