El sábado 18 cerca de las 17, tres policías de la DDI de Zárate aplaudieron frente a la entrada de la casa de José María Ventura en la calle Hipólito Irigoyen. Fue una cortesía, más tarde José sabría que ese día los efectivos tenían órdenes de tirar la puerta abajo y revisar el domicilio si no les abrían.
En el interior de la casa, él, su mujer, Marisa Claudia Pittilini, farmacéutica, y su único hijo, Pablo, dormían la siesta. “Mari”, como le dice cariñosamente su marido, se había levantado a buscar un vaso de agua cuando escuchó que había alguien en la puerta. Prefirió no atender ella y fue por José.
“Casi no abro, en Zárate están robando mucho, yo no sabía si eran policías”, admitió a Infobae José María, de 55 años, empleado desde hace más de 10 de la cooperativa eléctrica de su ciudad. Finalmente abrió. Los policías preguntaron por su hijo y él respondió que estaba durmiendo. “Tráigalo”, fue la respuesta.
Caminó hasta la habitación y lo despertó. “¿Qué macana hiciste?” le preguntó. Pablo le devolvió una mirada desconcertada. “Te quiere ver la policía”, agregó el padre y él siguió sin entender. Padre e hijo caminaron hasta el lugar donde esperaban los efectivos de la DDI. “¿Tenés tu teléfono?”, fue la primera pregunta, Pablo dijo que si y lo sacó del bolsillo. En un movimiento rápido y preciso se lo quitaron de la mano.
“Sin pensar, decime si estuviste en Villa Gesell”, lanzó uno de lo policías y él respondió que no. Le dijeron que iba a tener que acompañarlos a la DDI de Zárate. José los siguió instintivamente. En el camino uno de los efectivos les habló de lo que había pasado en Villa Gesell y les mostró uno de los videos que para ese momento la televisión reproducía en loop del ataque a Fernando Báez Sosa. Cerca de las 22 les dijeron que lo trasladarían a la Costa.
Antes de comenzar el viaje, Pablo en un móvil y José en su Peugeot 208 blanco, los policías le ofrecieron al padre un celular de ellos para estar en contacto y que supiera a donde lo estaban llevando. “No, yo los sigo en el auto”, dijo Ventura que se negaba a perder de vista a su hijo. A los pocos kilómetros un neumático del Peugeot reventó y cambió los planes.
José tuvo que volver a Zárate a reponer el neumático antes de poder seguir camino. "Me podría haber matado”, admite a la distancia, porque en ese momento su mayor preocupación fue que le había perdido el rastro a Pablo. Viajó solo hacia a la Costa y llegó hasta la Comisaría 1ª de Gesell asumiendo que si el hecho había sido ahí, su hijo estaría ahí. Pero le dijeron que no.
Entonces comenzó a buscarlo en un viaje incierto que lo llevó primero a Pinamar, donde también le dijeron que no estaba, luego a la sede judicial de Dolores, donde tampoco lo encontraría y finalmente otra vez a la DDI de Gesell, donde confirmaría que estaba su hijo. En la puerta de la dependencia se cruzó con el padre de uno de los rugbiers, al que conocía de Zárate.
- ¿Qué hacés acá?
- Buscando a mi hijo, lo trajeron desde Zárate por esto de los rugbiers.
- ¿Pero él estaba en Gesell?
- No, no estaba.
Ese fue el breve diálogo entre dos conocidos que en las últimas horas habían tenido que recorrer casi 500 kilómetros de urgencia preocupados por sus hijos, en medio de una vorágine mediática. “Él estaba tan triste como yo”, dejó saber apenas José sobre el cruce fugaz en la puerta de la DDI, el primer lugar en el que estuvieron alojados los otros 10 detenidos tras el ataque a Báez Sosa.
En ese momento las caras de los acusados aparecían en cadena nacional y la primeras versiones hablaban de que Pablo, el número 11, había estado en Gesell y se había fugado con ayuda de su papá. El teléfono de José comenzaba a recibir mensajes y llamados de números desconocidos que se multiplicarían en los próximos días.
José María llevaba una remera deportiva color gris con detalles flúo, una bermuda beige y un par de zapatillas deportivas, la misma combinación con la que se lo vería a lo largo de la semana. Pasó el domingo intentando hablar con su hijo, tener algún contacto. Buscó un hotel, que solo usaba para tratar de dormir por las noches, aunque sin lograrlo.
El lunes pasado, el día en que la familia Ventura tenía planeado viajar de vacaciones a Punta del Este, igual que ya lo habían hecho los últimos tres años, José llegaba después de dos días sin dormir a la UFI Nº6 de Villa Gesell, a cargo de investigar la muerte de Báez. La noche anterior los otros 10 acusados se habían negado a declarar y esa mañana sería el turno de su hijo.
El padre llegó solo, habló unos minutos con los periodistas en la puerta y entró a la fiscalía prometiendo volver. Al rato salió y dio algunas entrevistas. Cada tanto pedía unos minutos, prendía un nuevo cigarrillo, se sentaba en un poste, sacaba su celular y miraba acumularse los mensajes de WhatsApp y las llamadas. Después se olvidaba para qué había sacado el teléfono en un primer momento y volvía a guardarlo.
El martes comenzaron a circular versiones de que para la fiscal, el video que ubicaba a Pablo el viernes por la noche en el restaurante “La Querencia” de Zárate mientras cenaba junto a sus padres no podía ser tomado todavía como prueba porque no era el archivo original. El mismo día se confirmó que los 11 acusados formarían parte de las ruedas de reconocimiento. José suspiró hondo, nada indicaba que podría volver a casa con su hijo todavía.
Contra todos los pronósticos esa noche se dispuso la libertad de Pablo por decisión del juez del caso, Diego Mancinelli, que decidió la falta de mérito para el joven. Mientras el abogado de los Ventura, Jorge Santoro, daba una entrevista televisiva desde Zárate y decía que no había sido notificado de nada, José se subía a su Peugeot y empezaba a manejar en dirección a la Fiscalía Nro 6.
“Deberías ir a la DDI”, le recomendó un periodista por teléfono. “Esto es una locura, no entiendo nada”, respondió él mientras el auto blanco cambiaba de rumbo por las calles de Gesell. Poco después, la Policía Bonaerense recibía los papeles. Pablo saldría de la celda, pero no de la causa, y debería presentarse a las ruedas de reconocimiento.
Cuando llegó a la DDI los medios ya estaban en la puerta pidiéndole a José María confirmaciones que él en ese momento no tenía. Entró y en el interior de la DDI le dijeron que era verdad. Sintió que empezaba a despertarse de la pesadilla. Se abrazó con su hijo en una postal de la que no hay registro más que en la retina de los que estuvieron.
Afuera, cuando salieron, hubo aplausos entre las preguntas de los periodistas esa noche y un desconcertado Pablo que apenas podía articular palabra. Su papá tomó la iniciativa, hizo entrar a su hijo al auto y habló él. Mientras lo hacía, en el habitáculo, al remero de 21 años y dos metros de altura lo desbordaba la angustia, y se tapaba la cara para que las cámaras no lo vieran llorar.
A la mañana siguiente, tras la noche del reencuentro, José aceptó salir a la puerta del hotel junto a Pablo. Un collar de micrófonos los rodeó, volvieron a responder con incredulidad a la misma pregunta que venía repitiéndose desde el primer día: “¿Por qué vos?”
Ambos estaban vestidos con la misma ropa con la que el sábado anterior se habían despertado de dormir la siesta. Entre las pocas diferencias la bermuda del padre estaba rasgada, producto de uno de los muchos momentos de bronca de los últimos días, un reflejo espontáneo al ver a su hijo encerrado y que nada parecía tener sentido.
Desde el jueves José y Pablo van juntos a la Jefatura de Policía Distrital Villa Gesell en Paseo 139, casi ruta nacional 11, donde se realizarán al menos hasta el próximo martes las ruedas de reconocimiento. Lo hacen con la esperanza incierta pero real de que después de cumplir con el procedimiento los dejen volver a Zárate. Y quizás tras siete días a la deriva, volver también a ser dueños de sus días, retomar el plan de las vacaciones familiares en Uruguay; empezar a olvidarse.
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