Enterrar a un hijo. Lo que Silvino y Graciela Báez Sosa tuvieron que atravesar durante la mañana de hoy, lunes, resulta imposible de interpretar para las casi cien personas que se acercaron al mediodía al cementerio de Chacarita.
Imposible de entender para el resto de padres de los amigos de Fernando Báez Sosa que estuvieron en Villa Gesell la madrugada de la golpiza fatal y que repetían por lo bajo “le pudo haber pasado a cualquiera de nuestros hijos. Le ocurrió a Fernando porque sí”.
Imposible de entenderlo para aquellos representantes del Colegio Marianista de Caballito, que durante gran parte de la mañana ejercieron como nexo entre la prensa y las familias.
Imposible de entenderlo para los productores de TV, camarógrafos y periodistas que por momentos olvidaron la gravedad de la situación y avasallaron a los protagonistas con consultas de entrevistas o pedidos de salidas al aire.
Imposible de entender para los tres paramédicos que tuvieron que acercarse a la Galería 18 del cementerio para atender a una persona que se desvaneció durante la introducción del féretro de Fernando en el nicho del pasillo 5.
Imposible de entender incluso para Julieta, la novia de Fernando, que al igual que en el velatorio del domingo, volvió a vestir la campera deportiva de la selección de Fútbol de Polonia perteneciente a su pareja y que evidenciaba la enorme diferencia de talla del torso entre ambos.
Desde las 11.05, con el ingreso del coche fúnebre a la capilla del cementerio y hasta las 13 se vivió en Chacarita el reflejo más crudo de la angustia. Una comunidad expuesta a los lentes de las cámaras y a los micrófonos y con una sensación de incredulidad y desesperación. Hace sólo tres días, todas las familias descansaban en Buenos Aires con la alegría de ver a sus hijos juntos y de vacaciones antes de encaminarse en el inicio de sus carreras universitarias. Hoy se las rebuscaban para no derrumbarse en esta experiencia inédita de compaginar la muerte, el duelo, la adolescencia y los medios.
El desborde de los padres de Fernando Báez Sosa fue elocuente. La intimidad que necesitaban para transcurrir el momento más horroroso de sus vidas se difuminaba entre lo que aparentaba ser una necesidad de exposición para mantener “vivo” el caso del asesinato de su hijo.
Silvino y Graciela, dos inmigrantes que llegaron al país hace 20 años, apelaron a la exposición mediática como moneda de búsqueda de justicia en un momento que requería absoluta intimidad. Se convencieron de que si el asesinato de su hijo llegara a desaparecer de las pantallas, la búsqueda de justicia y condena a los responsables se esfumará con el paso del tiempo. Y así, volvieron a hablar ante las decenas de cámaras y los micrófonos. Por segundo día consecutivo. Y lo hicieron desencajados. Vulnerables.
Ese desconcierto y desesperación permitieron el desfile ante las cámaras de las decenas de familias desde la capilla hasta la Galería 18 bajo la entonación de la canción religiosa “Juntos como Hermanos”. Graciela, la madre de Fernando, encabezó el canto.
Entre los presentes estaban desperdigados la mayor parte de los nueve amigos de Fernando Báez que también estaban en Villa Gesell al momento del ataque de los rugbiers de Zárate. Escuálidos, de contextura casi flácida, con rostros aniñados, varios de ellos con anteojos de corrección visual. Cuesta creer cómo alguien se pudo ensañar con semejante violencia ante ese grupo de chicos. En ese juego absurdo de estereotipos a base de la imagen, reflejaban perfiles más cercanos a chicos “nerds” o “freaks”. Resulta casi irrisorio imaginarlos como un grupo de amigos dispuestos a pelearse en manada contra otros pares, a causa del vuelco de un trago o un empujón dentro de un boliche.
Durante la despedida final, en el primer subsuelo del sector central de galerías, se escuchó el canto de la misma canción religiosa, acompañado de los gritos de “Justicia”. Después de un silencio, se sintió una ovación cerrada que perduró durante al menos dos minutos. También se escuchó el pedido de una ambulancia.
Y una vez que se abandonó la zona de nichos, la familia y amigos de Fernando Báez Sosa mutó por un instante de la angustia y el dolor hacia la ira y la exigencia. Caminaban debajo de los 38 grados de sensación térmica con vehemencia y con la palabra como su arma más poderosa: “¡Justicia, justicia, justicia!”, fue el grito que sonó con fuerza en la zona de la glorieta de la capilla del cementerio y que incluso descolocó a aquellos familiares de otras personas que despedían a sus seres en la Chacarita.
Ya sobre la una de la tarde, aparecieron esas sonrisas de consuelo y de confusión emocional. Graciela, con la foto de Fernando aún en la mano, apretó con un abrazo prolongado a su "nuera" Julieta, mientras las dos se regalaban mensajes de amor y de apoyo.
Antes de subirse a un auto gris junto a su madre y otros familiares, Julieta abrió la caja de zapatillas deportivas que nunca soltó y que guardaba todos los recuerdos de Fernando. Vio tres fotos junto a un amigo, sonrió. Tomó un desodorante masculino negro de marca Hugo Boss, apretó dos veces la boquilla del aerosol junto a su cuello y le susurró a su mamá entre sollozo: “Tenemos que comprar otro de éstos”.
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