Junio de 2016. La adolescente de 14 años era obligada una vez más por su madre, Soledad T., a acudir a la habitación de su abuelo, Ramón T., en su casa del barrio San Rudecindo de Florencio Varela. Su madre estaría en la habitación también, la compartía con el abuelo. La joven estaba cansada, incómoda, asqueada de que la obligaran a desnudarse y a tener que compartir una cama con esos dos adultos para mirar películas pornográficas. No fue la única, según las acusaciones. A su hermana le habría pasado también. El abuelo era un pai, un sacerdote umbanda, con un templo en su propia casa.
Esta vez, la situación sería aún más grave que en otras ocasiones. La madre obligó a la niña a someterse a relaciones sexuales con el abuelo para que “aprenda sobre el sexo” y que “evitara” que en un futuro le pudiera pasar cualquier cosa en la calle. Eventualmente, su historia llegó a la Justicia. Y la Justicia intervino.
El último lunes, el Juzgado de Garantías Nº 6 de Florencio Varela a cargo del doctor Diego Agüero -el mismo que investiga la violación en manada a una menor de abril de 2010 con diez varones detenidos- decidió elevar a juicio oral a Ramón T., hoy de 60 años y a su hija Soledad de 34 (sus nombres completos se mantienen en reserva para proteger las identidades de sus víctimas) debido a los abusos sexuales cometidos por el hombre no solo contra una, sino contra dos de sus nietas en lo que eran, supuestamente, presuntos rituales religiosos africanistas. Los presuntos abusos duraron más de dos años según la acusación de la Justicia, desde 2016 hasta diciembre de 2018. Ambos acusados permanencen presos hasta hoy. El pedido de elevación fue hecho por el fiscal del caso, Darío Provisionato.
En su investigación, Agüero hizo lo que casi ningún magistrado hizo con un caso de delito sexual en un contexto religioso: buscó separar los tantos, diferenciar el abuso del culto umbanda. Requirió un análisis dentro del ámbito de la diversidad de religión y sus prácticas, con un informe de Alejandro Frigerio, antropólogo del CONICET, uno de los mayores especialistas en religiones africanas del país: así, las explicaciones de Frigerio se volvieron una prueba clave.
Hace tres años, Ramón T. y su esposa Mirta vivían en una modesta casa de la calle Aconquija al 800, en el barrio San Rudecindo. En una casa contigua, apenas separada por una chapa, vivían la hija del matrimonio, Soledad, junto a sus cinco hijos, tres mujeres y dos varones. El hombre solía tener clientes en el barrio, a quienes les ofrecía tratamientos y rituales espirituales.
El padre de los cinco niños, ya separado de la hija de Ramón, fue quien presentó la denuncia en la Justicia en la que acusaba a su ex suegro de haber violado y manoseado a las dos nietas mayores cuando ambas tenían 14 años. A su ex esposa la acusó de haber entregado y obligado a sus hijas a los abusos del abuelo. Las menores declararon: el juez Agüero ordenó exámenes médicos dónde se confirmaron las evidencias de actividad sexual. En entrevistas con una psicóloga, brindaron testimonios calificados como “coherentes”.
La menor de las nietas del pai, según consta en la causa, aseguró haber presenciado comportamientos extraños entre su madre y su abuelo. Dijo que antes de los hechos que sufrió, durante una visita a la casa de una tía en La Plata, vio que su madre se quedó a dormir en la misma habitación que su abuelo con la puerta cerrada y que su madre le dijo que “no la abra por nada en el mundo”, ya que ella era la verdadera mujer de su abuelo y que su abuela no debía enterarse.
La víctima aseguró que, después de cumplir los 14 años, su madre le dijo que “tenía que comenzar con los rituales para ayudar a ella y a su abuelo”. De tal manera, la obligaron a desnudarse y a acostarse desnuda en una cama junto a ambos adultos para ver unos videos en una pantalla. En algunos de los documentos audiovisuales se veía a su abuelo duchándose, con la cortina del baño corrida. En otros, se trataba de material pornográfico. La madre y el abuelo le explicaban que se trataba de material instructivo para que no le pasara nada en la calle ante un posible ataque.
Unos días después se repitió el procedimiento. Esta vez no fueron solo videos: la adolescente aseguró que su abuelo la violó, lo hizo tres tres veces más, hasta que en una cuarta oportunidad la niña se negó: “Sos una puta. Sos igual que la mierda de tu padre”.
La joven se escapó de la casa en agosto y se mudó a la casa de su papá. Sin embargo, no encontraba el coraje y las fuerzas como para contarle los abusos recibidos por parte de su propia mamá y su abuelo. Estaba preocupada por la otra hija de la familia, su hermana, que en su momento tenía sólo 12 años.
Su hermana menor eventualmente la reemplazó. Los abusos, de acuerdo a la imputación, comenzaron cuando cumplió 14 años en 2018.
Contó lo que sufría en su escuela secundaria, fueron las autoridades las que hicieron la denuncia. Su declaración en cámara Gesell, la joven relató que su madre y su abuelo la obligaban a “hacer cosas feas, trabajaban con el cuerpo”. Al principio, le compraban ropa nueva. Luego parecía repetirse el procedimiento: la obligaban a permanecer con ellos en ropa interior en una habitación y después ya se repetían los actos sexuales: “Mi madre hizo que esté con mi abuelo, mi abuelo me abusó”, relató.
Asimismo, ambas hermanas destacaron en su relato que tenían muy grandes sospechas de que su hermana más chica, de 3 años, era hija de su propio abuelo. La madre les dijo que el papá de la bebé era “un pai” y su abuelo era el único “pai” que la familia conocía.
Además, ambas reafirmaron que el abuelo paterno, al que en la familia llamaban “pai” con asiduidad, siempre decía que el padre de las pequeñas era el culpable de traer espíritus malignos a la casa y que él dormía con su hija (y madre de las niñas) para ahuyentar a esos espíritus del hogar. Esa “expulsión de espíritus malignos” procedentes presuntamente del padre de las chicas también era una de las excusas que utilizaban los abusadores para convencer a las pequeñas de someterse a las vejaciones.
En sus indagatorias, los acusados negaron haber cometido los abusos. Incluso, el abuelo llegó a declarar que sus nietas “querían ir a bailar, tener celulares, zapatillas, ropa de marca y que la madre no se lo permitía” y que, por ese motivo, las niñas los acusaban. Ramón, por su parte, negaba hacer rituales con sus nietas.
El informe del antroólogo Frigerio, constituído como amicus curiae en el expediente, aseguró que en el culto umbanda los niños son en la gran mayoría de los casos meros observadores de los rituales. De hecho, en las prácticas del país, no está bien visto que los chicos participen activamente o incluso que entren en trance de contacto con una entidad.
Además, el umbandismo supone que la actividad sexual no se practica de manera explícita en ningún momento de ninguna ceremonia.
Fue entonces que el juez Agüero recurrió también al concepto de relativismo cultural, la importancia de respetar las diferentes creencias y prácticas culturales de las minorías religiosas y cómo puede afectar su práctica de acuerdo al derecho Penal de cada país.
Así, si la Cámara Criminal de Quilmes lo avala, el pai Ramón será juzgado por el delito reiterado de abuso sexual con acceso carnal agravado por aprovecharse de la convivencia preexistente con un menor de 18 años de edad y suministro de material pornográfico.
La madre, a su vez, fue acusada de ser partícipe necesaria en el caso de su hija mayor y autora en el episodio de la segunda menor.
A su vez, se ordenó una investigación para determinar quién es el padre de la hija menor de la familia.
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