La fiscal Griselda Tessio recibió la llamada en su despacho. Del otro lado del teléfono había un hombre ansioso. Y preso.
-Doctora, soy Mario Fendrich. Necesito verla. Le voy a decir dónde está la plata.
La mujer creyó que, por fin, uno de los mayores enigmas de la historia criminal argentina iba a develarse. Pero el subtesorero del Banco Nación que el viernes 23 de septiembre de 1994 robó 3.187.000 pesos (por entonces, un peso equivalía a un dólar) de su lugar de trabajo, donde lo consideraban un empleado ejemplar, cambió de opinión.
“Ese episodio ocurrió poco tiempo después de su caída”, recuerda Tessio.
Pero 19 de diciembre de 2018 se llevó ese secreto a la tumba. Nunca se supo el destino de ese dinero. Murió en Cuba, a los 77 años, cuando estaba de vacaciones con un amigo. Sus dos hijos viajaron para acompañarlo. Había perdido el habla y estaba inconsciente por un ACV. Su vida se fue apagando de la misma manera que cometió el robo: sin ruidos, silenciosamente.
“Creemos que ni a su familia le dijo la verdad”, dice una fuente de la causa.
La versión de Fendrich era que una banda lo había amenazado con matarlo a él y a su familia si no robaba el dinero. Y que luego lo secuestró y lo liberó 109 días después. Ese es el tiempo que estuvo prófugo. Su versión, considerada “novelesca” por la fiscal del caso, se desmoronó cuando se entregó el 9 de enero de 1995 ante la Justicia de Santa Fe. Su apariencia no parecía la de un fugitivo perturbado: estaba teñido de pelirrojo, se lo veía más gordo, con barba, lucía un bronceado envidiable, perfumado, camisa sport y sandalias franciscanas. Ningún secuestrado aparece así, salvo que haya sido cuidado al aire libre, cerca de la orilla del mar o sentado en una reposera.
Se dijo que estuvo en Paraguay, o en un campo en Funes, cerca de Rosario, que apostó parte del dinero en el casino, que compró propiedades. O que paseó con su amante mucho más joven por las playas de Brasil, donde hasta el mismísimo Ronald Biggs, el ladró del siglo inglés, dijo haberlo visto.
También se rumoreó que había comprado estancias, que un grupo de amigos lo había estafado y que un desconocido le sacó el dinero para invertir en la Bolsa. Hasta se creyó que el botín había sido enterado en el cementerio privado cuyo dueño era un amigo que fue juzgado y absuelto, sospechado de haber sido uno de sus cómplices. Y se analizó la posibilidad de rastrearlo abriendo tumbas. También se habló de un abogado al que se acusó de tener un millón de ese botín.
Cada vez que lo trasladaban a declarar, le pedían autógrafos, vitoreaban su nombre, lo aplaudían, le gritaban “ídolo”. Fendrich no decía nada. Su popularidad llevó a que en los diarios y revistas se hicieran sonedos de opinión en los que no eran pocos los que lo consideraban alguien admirable. Hasta Carlos Menem bromeó y dijo que lo llevaría de compañero de fórmula en las elecciones presidenciales de 1995 y Carlos Reutemann dijo algo parecido: “Mide bien, no me gustaría competir con él por la Gobernación de Santa Fe”.
Fendrich dio más de una versión. En un programa de la televisión de su ciudad dijo que le había mentido al tribunal. “Fui presionado para hacer lo que hice, luego manejé hasta Rosario, repartiendo el dinero en distintas casas de amigos y no amigos. Me dijeron que me escondiera y que me iban a avisar cuando podía entregarme. Que iba a estar poco tiempo preso por hurto simple. Fui engañado. No me quedé con nada. Necesito sincerarme. Dañé a mi familia”.
Antonio Ciaurro, uno de sus abogados, sostiene hasta hoy que a su ex defendido lo obligaron a cometer el robo: "Estuvo bajo amenaza”. La ex fiscal Tessio sigue convencida de que el robo fue voluntario, pero en algo coincide con Ciaurro: “Fendrich no actuó solo. Tuvo socios que nunca aparecieron, y no lo pudimos probar. Quizá repartió el dinero, lo invirtió o lo gastó en la clandestinidad o en sus abogados”, dice.
Pero tras la muerte de Fendrich, Ciaurro fue entrevistado por LT10 Radio, de Santa Fe, y reveló algunos detalles desconocidos.
-Todo esto, según él, comenzó en una peña a la que asistía. Ahí un grupo de personas lo presionaron y le dijeron: “Tenés que hacerlo”. Todo empezó como un juego que se transformó en algo perverso.
-¿Eran personas del hampa?
-Eran personas comunes y corrientes y algún político. Eran cuatro. Todo empezó con una broma, pero el ambiente se fue poniendo pesado. Pero no voy a decir más que esto. Dejémoslo ahí.
-¿Están vivos? ¿Siguen en Santa Fe?
-Uno está muerto. Hasta circuló una grabación que nunca se judicializó y de la cual no puedo dar detalles. Lo cierto es que seguro que se quedaron con el 90% del dinero. Mario dejó varias pistas como para dar a entender que él no había sido. El mensaje, las llaves, los cuatro millones de dólares en una saca. Hasta dio una nota televisiva dando mensajes que no puedo decir.
-¿Por qué no los denunció nunca?
-Por las amenazas. Tiene dos hijos, una esposa. Algo prueba que todo esto es verdad. Un día me llamó Miguel del Sel de parte de Marcelo Tinelli, que quería hacer la serie del robo. Le dije a Mario, y él me respondió: “Ni por todo el oro del mundo lo hago. La vida de mi familia es lo más importante”.
-¿Para usted quién fue Fendrich?
-Un buen hombre. Amaba ir a la cancha a ver a Colón y pescar en el río. Era un gran tipo. Nos terminamos haciendo amigos. No fue un delincuente. Fue un bohemio.
El robo que fue récord Guinnes
El dia del robo, Fendrich saludó a su esposa y le dijo que después del trabajo se iba a pescar con sus amigos. Pero el plan era otro. Robar una fortuna del banco donde trabajaba y convertirse en el prófugo más buscado del país. Mantuvo su prolijidad de bancario aun en el momento más adrenalínico de su vida: le dejó una nota a su superior, Juan José Sagardía: “Gallego, me llevé tres millones de pesos del tesoro y 187 mil dólares de la caja”.
Para el impensado ladrón, la historia terminó mal: detenido, preso casi cinco años.
“Era el primero en llegar a su trabajo y el último en irse. Lo respetábamos y confiábamos en él, pero nos mató en vida, porque nos echaron, algunos compañeros terminaron trabajando de otra cosa y él manchó su apellido para siempre”, dijo Sagardía.
Fendrich llevaba 15 años en esa sucursal, hasta recibió una medalla cuando cumplió una década de labor, y nadie sospechaba que iba a entrar en el Libro Guinness de los Récords por ser el autor del mayor robo individual e incruento de la historia.
Hasta hace 13 años, en Santa Fe, una agencia turística incluía en un tour por la ciudad un paseo por el barrio de Fendrich.
Fendrich, que no tenía ni una multa en su contra, abrió el tesoro con una copia de la llave del gerente. Desconectó las alarmas, guardó la plata en una caja de madera y programó el reloj de la puerta de la bóveda para que se abriera cuatro días después: el martes por la mañana. Por último, se fugó en su Fiat Regatta rojo. Un auto que nunca apareció.
El lunes 26, el tesorero Juan Sagardía, que volvía de una licencia porque había participado en un congreso, no pudo abrir el tesoro. Pensó que Fendrich, su reemplazante, había cometido un error de cálculos. Algo que podía pasar. Pero a todos les llamó la atención la ausencia del subtesorero, que siempre llegaba a horario y ese día aún no se había presentado. Por eso llamaron a su casa. Su esposa le dijo que no había vuelto de pescar. La incertidumbre se convirtió en sospecha. Una versión señaló que le dejó 10 mil dólares a su familia y que le encomendó a un familiar que los cuidara por si a él le pasaba algo.
Las autoridades del banco intentaron abrir el tesoro, pero fue imposible. Hubo que esperar un día. Y el misterio llegó a su fin: Fendrich se había llevado la plata. Con su sueldo de 1200 dólares tendría que haber trabajado 222 años para ganar el dinero que robó de un día para el otro, calcularon algunos.
El 12 de noviembre de 1996, el Tribunal Oral Federal de Santa Fe lo condenó a ocho años, dos meses y 15 días de prisión. Recuperó la libertad a los cuatro años, nueve meses, y 20 días. Además le impusieron un requisito: si aparecía la plata, debía avisar y devolverla. Algo que nunca ocurrió.
Una vez dijo que el de bancario era un trabajo poco grato. Que se sentía atrapado por la rutina y que se arrepentía de haber trabajado en un banco, como si hubiese sido un delito. Su paso por la cárcel de Las Flores, de Santa Fe, según él, le enseñó que “a veces hay más códigos adentro que afuera”.
En 2009, una revista de Buenos Aires lo eligió entre los 200 personajes de la historia argentina. Cuando el autor de esta nota le avisó, Fendrich se sorprendió: “¿Es una broma? ¿Voy a estar entre San Martín, Gardel, Perón, Favaloro y Maradona? No quiero aparecer ni en una tapita de gaseosa. Hasta me cambiaría el apellido. Quiero olvidar todo. Mi vida no tiene nada de interesante: soy un pobre jubilado que ama pescar en el río”. En sus palabras no había ironía ni sarcascmo. Parecían sinceras.
Nunca más volvió a hablar del robo y siempre vivió en la misma casa, en un barrio de clase media. Rechazó propuestas para escribir su historia, aunque ya se había hecho una película inspirada en el robo, que él no autorizó: Tesoro mío.
Fendrich fue parrillero, luego trabajó en una fábrica de placas de yeso para cielorrasos y de fibra de vidrio para lanchas, intentó tener un emprendimiento propio con la siembra de frutillas y al final puso un local de quiniela. Lo atendía él, parco, respetuoso, distante.
Su último sueño era conocer Cuba. Llegó a cumplirlo, aunque allí lo encontró la muerte.
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