Lo primero que pidió fue aprender a bailar. El juez de su causa la ayudó con algunas llamadas. Poco después, Miki llegó a un estudio de danza en el sur del conurbano. La clase era de salsa y bachata. Miki no pudo. La salsa no se baila sola: se baila con un hombre. Vio a su compañero y su corazón se paralizó. Entonces, intentó sanar por otro lado.
El 30 de marzo de este año, Miki, de apenas 17 años, fue violada de acuerdo a su testimonio por diez varones, nueve de ellos mayores de edad, uno menor, chicos de 14 a 24 años en una fiesta de alcohol en su barrio, el Santa Rosa de Florencio Varela, a pocas cuadras de la cancha de Defensa y Justicia, donde la pobreza extrema es una línea clara, la calle Cafferata divide el mundo entre ranchos de chapa y domicilios con revoque y aire acondicionado. Abandonada por su madre biológica, Miki había vuelto al barrio hace algunas semanas tras vivir en un hogar de madres junto a su hija de dos años, nacida de una violación intrafamiliar: su propio padrastro, Carlos Rolando Acosta, “Carlinchi”, un ex ladrón confinado a una silla de ruedas tras recibir un disparo, fue quien la abusó y embarazó según las acusaciones de la Justicia. Tras el hogar, Miki regresó a la parte más pobre del Santa Rosa, donde la acogió en su tía Isabel, que se dedicaba al cirujeo y a juntar cables para quemarlos en un barril y así revender el cobre, con ocho primos en una choza hecha de chatarra y un caballo flaco.
Allí la encontró una amiga que la convenció de ir a una fiesta en la casa de los hermanos Krick, frente a la canchita de polvo del barrio. Los hermanos Coria la habían invitado, chicos cancheros en ropa deportiva, hijos de un changarín, con pasar mejor que el de ella. Los conocía, su hermano había ido al colegio con ellos.
Más de 30 personas mezclaban energizante con vino de colores y bailaban en la casa del patio de los Krick. Había una heladera con bebidas en la cocina, junto a una habitación. Allí, aseguró Miki, comenzó a perder el conocimiento, mientras los varones la rodeaban y la humillaban, mientras le daban nalgadas y se turnaban entre frases hirientes. Nadie los frenó, la fiesta siguió hasta la luz del día. Miki se despertó con el olor astringente de la lavandina, en un charco de agua, llorando, su corpiño hecho jirones. Corrió a buscar un patrullero, hizo la denuncia en la Comisaría 1º de Florencio Varela. Una psicóloga la contuvo, le hicieron hisopados: las pericias encontraron semen en su interior.
Ni siquiera tenía un celular propio. Le pidió prestado el teléfono a una amiga y filmó un video donde contó lo que sufrió, pidió a sus amigas que lo viralicen. Luego junto a su hermano mayor y sus amigas encabezó una pequeña marcha para pedir justicia. Dejó la casa de la tía Isabel y fue a otro rancho, una casilla que se había incendiado días atrás, donde la acogió Yésica, una mujer de la zona que había sufrido violencia de género y le daba una mano a otras víctimas. Repitió su testimonio y otra vez en la Justicia, dio los nombres.
Cuatro días después del abuso, el juez Diego Agüero firmó la detención de todos los varones que Miki acusó, la Policía Bonaerense llegó al Santa Rosa para llevárselos, los hermanos Krick, los Coria, Alan Lazarte, que había sido padre hace un tiempo, el menor de 14 años, P., que tuvo su propia causa a cargo del Juzgado de Garantías del Joven Nº1, con la jueza Isabel Cerioni.
El 8 de mayo por la mañana, un guardia de seguridad entró agitado al Juzgado de Garantías N°6 a cargo de Aguero en los tribunales de la calle Mitre al 400 en Florencio Varela. Cerca de treinta personas con carteles cortaban la cuadra a gritos y sin previo aviso, dos policías de Tránsito llegaban al lugar. “Saquen los autos”, advertían los custodios a los funcionarios judiciales mientras afuera se oía desde la vereda: “¡Los pibes son inocentes!”, un clásico de los imputados provinciales, una y otra vez. Eran los padres, madres y familiares de la manada, que cortaban la calle.
El juez los recibió, escuchó cómo le echaban la culpa a Miki, que había “escabiado y fumado porro”, que se “hacía la santa”, que había consentido todo, según ellos. La crisis de imagen era fuerte: un barrio que hace diferencias claras entre sus pobres tenía a sus primogénitos encerrados en una comisaría por la denuncia de una chica del lado de los ranchos, hija de una familia quebrada, de adictos.
Tras despedirlos amablemente, Agüero tomó su birome y firmó, prisión preventiva para todos por el delito de abuso sexual gravemente ultrajante. Infobae había encontrado a Miki en la casa de Yésica. “Aprendí a no callar más”, dijo. Esa entrevista fue tomada como un informe ambiental en el fallo de la prisión preventiva, fue una prueba tomada por la Justicia para enviar a la manada a la cárcel.
Todos los acusados mayores de edad siguen detenidos hasta hoy. El juez Agüero denegó la semana pasada darle la prisión domiciliaria a los hermanos Coria y a otro acusado. La tarea del juez y de su equipo fueron clave en la causa para sostener y apoyar a la víctima, para asegurar su recuperación. “Soy partidario de la política judicial de género”, afirmó Agüero en su fallo de prisión preventiva, sin rodeos, mientras aseguraba que los acusados “aprovecharon la desigualdad histórica entre el hombre y la mujer existente en la cultura argentina, tratando a la mujer como un objeto sexual, como una cosa que luego se abusa, se la deja ultrajada y humillada”. Un abogado defensor de la causa, Oscar Serrano, recusó a Agüero por sus planteos feministas: la Cámara ratificó al juez.
Miki dejó eventualmente la casa de Yésica, los roces con su familia, siete personas en un espacio chico e incendiado, ya se volvían demasiado. Se quedó sin hogar a comienzos del invierno, Miki enfrentaba el riesgo de dormir con su hija a la intemperie en los pasillos de la cancha de Defensa y Justicia. Otra vez, el juez Agüero y su equipo le dieron una mano.
Hoy, Miki pasa sus días en un hogar de madres de la zona sur, está junto a su hija. Encontró un grupo de amigas en las otras madres y mujeres, víctimas de violencia de género como ella, armaron un equipo de fútbol y juegan. Las celadoras del lugar también fueron víctimas de la violencia machista, son egresadas que volvieron. Luego de las clases de baile comenzó a estudiar peluquería y tejido, borda alfombritas que el hogar vende para juntar fondos. Va tres veces por semana al colegio para terminar el secundario, estudia con módulos especiales y trabajos prácticos. Tiene apoyo de la Dirección de Niñez de la Municipalidad, una abogada del niño provista por el Colegio de Abogados local.
Mientras estaba en la casa de Yésica, Miki había conseguido un pequeño celular para hablar con WhatsApp con sus amigas. Tuvo que entregarlo al llegar al hogar. Ya no habla con nadie, ni con sus viejas amigas de siempre o su hermano mayor, que se había convertido en su fuente de apoyo: su hermano no escucha su voz hace cinco meses. Hablar con el mundo allá afuera implica comprometer su seguridad y la de las otras madres. Lo entiende así y lo acepta. También hay excepciones. Su mejor amiga la vio hace un tiempo, las autoridades del hogar coordinaron un encuentro en una plaza cercana.
“Seguridad” no es un concepto menor, no en la vida de Miki. Fue amenazada.
Tras viralizar el video que filmó, la joven recibió dos audios en uno de sus perfiles de Facebook. “Te voy a partir el alma si no retirás la denuncia”, le decía una mujer adulta con la voz chirriante que hacía una clara referencia al menor detenido: “Agarrá y aclará mamita, declará”.
“Si no querés que vaya a la comisaría y te denuncie por falso testimonio más te vale que elimines todo lo que pusiste en Facebook. Agarrá y aclará mamita, declará, decí que ‘yo pensé que eran tales chicos los que estaban esa noche y me acordé…’ Vos lo hiciste viral…”, le dijo la mujer.
El relato sigue con más desprecio, avanza hacia la coacción explícita: “Vos lo viniste a buscar acá a mi casa a P., yo tengo cámaras en mi casa. Si no te diste cuenta que tengo cámaras en mi casa… Pará mamita, ¿qué te pasó que estás pelotuda? ¿Por qué te drogaste esa noche, mogólica, y te dejaste coger por diez guachos? Más te vale que me limpiés al guacho porque cuando te agarre te voy a partir el alma”.
Ese fue el primer audio que Miki recibió. El segundo solo refuerza las cosas.
Su hermano mayor no sabía qué hacer con esas amenazas, ni siquiera sabía que podía denunciarlas, que podían constituír un delito. Miki misma fue e hizo la denuncia, su hermano fue citado a declarar, pero en su confusión nunca presentó los audios. Entregó un CD con capturas de pantalla en donde uno de los imputados trata de “mogólica de mierda” a su hermana y la amedrenta tras viralizar el video mientras niega los hechos. La Justicia de Quilmes archivó el expediente: los fiscales esperan que entreguen los archivos de sonido para poder avanzar.
El menor de edad imputado por el caso, mientras tanto, ya está de vuelta en su casa en el Santa Rosa.
Regresó hace dos semanas, aproximadamente. Estaba detenido en el instituto de menores Gambier en La Plata, donde cinco chicos internos apuñalaron a un celador y se fugaron en marzo de este año. La decisión de concederle el arresto domiciliario fue tomada por el Juzgado de Garantías del Joven N°1 de Varela tras un pedido de su defensor oficial.
En rigor, P., el menor, no puede salir ni a la vereda. Pero hay fotos de redes sociales -quizás recientes- donde se lo ve junto a un amigo, su amigo mismo la posteó, a P. se lo ve mientras levanta el pulgar. “Hermanoooo”, “se te extrañaba amigoooo”, dicen los comentarios que no le reprochan estar acusado de violar a una chica en banda. Infobae llegó a dos fotos distintas. Los fondos detrás de P. y su amigo no son los mismos, diferentes lugares. Hay personas en el Santa Rosa que dicen haberlo cruzado. Si estas presuntas salidas son denunciadas a la fiscalía que lleva su caso, el beneficio de P. puede ser revocado.
El hermano de Miki no dejó el Santa Rosa, vive ahí todavía en la casa de sus abuelos que ya murieron con un tío que no le habla mucho. Compra en la misma carnicería que las madres de los acusados de violar a su hermana. Lo miran de reojo. Sabe que en la villa cerca de la cancha de Defensa y Justicia falta alguien al que no se ve, su padrastro, "Carlinchi″, se fue en su silla de ruedas. Nunca fue detenido.
A “Carlinchi”, básicamente, el tiempo le llegaba: el 1° de noviembre próximo, el Tribunal Oral Nº1 de Florencio Varela integrado por los jueces Florencia Gutiérrez y Jorge Moya lo enjuiciará en una única audiencia” por el delito de abuso sexual con acceso carnal doblemente agravado por ser cometido por el encargado de la guarda y por aprovechar la convivencia preexistente con un menor de 18 años de edad, si es que se presenta. La pena máxima para esta calificación es de 20 años de cárcel. Hay otras cosas terribles en el sumario: los abusos habrían sido cometidos a punta de pistola. Las pruebas en su contra se acumulan. El ADN de la bebé es el de “Carlinchi”.
A Miki, hablar de su padrastro le da más temor que hablar del ataque en manada que sufrió este año. El recuerdo es permanente: su hija tiene los ojos de su violador. No se descarta que deje el hogar para declarar en el juicio, creen que querrá hacerlo. El estudio de ADN del semen encontrado en su cuerpo, con un cotejo con la sangre de los imputados a cargo de la Asesoría Pericial de la Suprema Corte, todavía no fue entregado al juez Agüero.
Miki cumplirá 18 años el martes 22 de este mes. Mientras tanto, las secuelas del ataque de la manada comienzan a sentirse. Tiene terrores nocturnos, pesadillas. Mientras pelea para sanar, Miki sueña con violadores de menores.
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