El único delito que no pagó el siniestro Arquímedes Rafael Puccio, el líder del clan que secuestraba y mataba empresarios en los años ochenta, ocurrió en 2011 en General Pico, La Pampa. Y la prueba más contundente salió de su boca, a modo de confesión, y fue avalada por sus amigos, especies de testigos de su perversidad. Ese hecho es el abuso de una nena de 14 años que lo visitaba en la pensión donde él vivía y pasó sus últimos años.
El 9 de julio de 2011, Puccio organizó un asado entre amigos en el patio de la pensión. El criminal, que estaba con libertad condicional, controlaba el vacío y las costillas en la parrilla. Pinchó un chorizo y lo mordió como podía. Sólo le quedaban cinco dientes. En ese contexto, comenzó un relato tenebroso del que fue testigo el autor de esta nota:
–Estoy conociendo a una pendejita que está por cumplir 15 años. Por ahí en un rato cae. Empezó a venderme alfajores y una cosa llevó a la otra. No tengo la culpa de esa incitación pecaminosa. Este hijo de puta que está acá y éste otro (señaló a su "colaborador" y a otro amigo), me decían: "Pero entrale, boludo". Yo la veía con ojos de padre. "Si no te la comés vos, se la va a comer otro", me decían estos guachos. La ayudaba por evangélico, no por interés, pero mis amigos me daban manija. Y parece que Satanás me ha pervertido. Si la semana que viene no la volteo, será la otra. Es la teoría de la fruta madura. Qué va a hacer. Muchos me dirán pervertido.
–O violador y pedófilo -intervine.
–No es así. La edad de consentimiento en la Argentina es de 14 años. ¿Entonces me va a decir que José de San Martín fue un pedófilo porque cuando conoció a Remedios de Escalada ella tenía 13 años? Muchos me acusarán de pervertido pero otros, en cambio, dirán: "Qué viejo hijo de perra, mirá qué pescadito que se ha comido, la pucha que lo parió". La piba es agradable y linda. Un día le dije: "Decime una cosa, mocosa, qué berretín tenés de hacerte la señorita con los ancianos. Te pintás los labios, te marcás las cejas, te pintás las uñas, andás mostrando un poquito los pechos. ¿Te das cuenta del peligro qué corres?". Se reía. Al otro día, vino con uñas postizas plateadas. ¡Ah! Tenía el pelo suelto. Entonces les conté a éstos. "Pero si estaba preciosa, ¿qué carajo estás esperando, viejo?, es una vergüenza lo que estás haciendo", dijeron. Les dije que ellos me estaban incitando. Cuando les digo que todo esto voy a escribirlo en mis memorias, se cagan de risa. Siempre están esperando que les cuente qué pasó con la pendeja. El otro día, la pendeja vino y se puso a llorar. ¿Qué te pasa?, le dije. "Estoy mal, abuelo", me respondió. "A mí no me decís más abuelo", le contesté. Ahora me vas a decir Arqui. Y cuando estemos acá adentro, me vas a tutear. Afuera no. ¿Estamos? El otro día vino como a las nueve de la noche. "¿Qué haces tan tarde?". Le traigo estas rosquitas. Necesitamos la plata porque nos cortaron el gas." Le dije: "No llores, podemos conversar". "Bueno, gracias abuelo". Ya te dije que no soy más tu abuelo. "¿Por qué?". "Porque me gustás mucho, pendeja". Y la agarré y le acaricié la cola. "Qué ganas de apretarte que tenía", le dije. Después le pregunté cuánto era el asunto (en referencia a cuánto le cobraba por tener sexo con ella aprovechando su situación de vulnerabilidad social y económica). "Son 28". Le di 50. Y así quedaron las instancias. Como no tiene ropa fui a la feria a comprarle un saquito. Me salió 15 pesos. Una ganga.
Puccio mostró el saco: era pequeño. Preferiría que dejara de hablar. Pero siguió:
–No temo volver a la cárcel porque no le hice nada. No hubiese hecho nada si no habría tenido el acuerdo de ella.
Después del almuerzo, Puccio caminó hacia la casa de un amigo, donde guardaba un Fitito que compró por dos mil pesos.
–Se parece a El Padrino –le digo al verlo con una boina.
–Me hubiese gustado ser un padrino de la mafia. Bue… mi abuelo, Salvatore Puccio era mafioso en Sicilia. Antes de venir al país se cargó a un par. Qué lindo mi Fitito. ¡Voy a llevar a pasear a las chicas!
En la entrevista, Puccio no paró de hablar de mujeres de la peor manera. "Me gustan gordas, flacas, deformes, no le hago asco a nada. A una le escribo poemas, se llama Mirella y es la hija del dueño de la pensión. La chica tiene un retraso madurativo, pero me arrastra el ala", decía el despreciable Puccio.
Tras su muerte, ninguno de sus amigos quiso decir qué pasó con el abuso a la menor de 14 años. Pero uno de ellos se limitó a decir: "La siguió viendo, pero no nos dijo nada".
En su momento, con las declaraciones de Puccio sobre la chica de 14 años, se intentó hacer una denuncia, pero una ONG de víctimas de violencia de género no pudo ubicar a los padres de la niña.
Lo mismo ocurrió con la otra chica, llamada Mirella, que sufría una retraso madurativo. "A esa pibita me la volteo como si nada", llegó a decir Puccio. "Don Arquímedes me escribía poesías. Pero no las pienso mostrar. Pero en una me decía que yo era la niña del balde. Porque una vez me regaló un balde. Escribí mucho de Arquímedes, por eso me cargaban. Decían que estábamos enamorados, pero eso es mentira. Estoy cansada de que me hagan quedar como la loca del pueblo", dijo Mirella. Cuando ocurrió su encuentro con Puccio tenía 23 años.
El monstruo que vestía elegante
En su mejor momento, Puccio andaba en un Ford Falcon cero kilómetro. Pero eran otros tiempos. Su rol en la dictadura fue extraño: lo señalan como cuadro de la Triple A, aunque no hay demasiadas pruebas al respecto.
Pero su gran negocio -"una industria sin chimeneas" decía- fue el secuestro extorsivo postdemocracia.
Puccio cayó el 23 de agosto de 1985. Un grupo de policías armados con pistolas y ametralladoras irrumpió en el caserón de Martín y Omar 544, en San Isidro. El jefe del operativo decidió ignorar la amenaza del líder de la banda, que había sido detenido en Parque Patricios, cerca de la cancha de Huracán, donde planeaba cobrar un rescate de 250 mil dólares.
–¡Ustedes creen que soy un pelotudo! Mi casa está llena de dinamita. Si entran, van a volar en pedazos –les dijo Puccio.
Pero fue un ardid: los policías derribaron la puerta y fueron al sótano de hormigón, cuya entrada estaba tapada por un ropero. Bajaron los 18 escalones de madera, pasaron por una bodega con 500 vinos y se encontraron con una celda casera: sobre un catre, entre cuatro paredes cubiertas de papel de diario, la empresaria Nélida Bollini del Prado sobrevivía encadenada desde hacía un mes.
Al lado había un ventilador y un fardo con paja. Sus secuestradores querían hacerle creer que estaba en un campo. Arquímedes fue detenido con sus cómplices, entre ellos sus hijos Daniel "Maguila" y Alejandro, talentoso wing tres cuartos del CASI, un tradicional equipo de rugby de San Isidro, y ex jugador de Los Pumas.
Sus vecinos creían que la familia era inocente. No podía ser que el señor Arquímedes Puccio, que los domingos iba a misa vestido de traje, hubiera arrastrado a los suyos al delito. Sintieron horror cuando se comprobó que entre 1982 y 1985, los Puccio habían secuestrado y matado a los empresarios Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet y Emilio Naum.
La casona de la familia se convirtió en la mansión del terror. A algunos de los secuestrados los tenían atrapados en la bañera. Antes de convertirse en pionero de la industria del secuestro, Puccio fue diplomático. Hijo de Juan Puccio, jefe de prensa del canciller Juan Atilio Bramuglia, en 1949 comenzó a trabajar en la Cancillería. Tenía 19 años, un dato que no pasó inadvertido para Perón, quien lo condecoró por ser el diplomático más joven.
Tiempo después, Arquímedes fue correo diplomático en Madrid hasta que fue echado por un presunto contrabando de armas desde Italia. Al poco tiempo militó en la fracción ultraderechista Tacuara. Se cree que su primer secuestro fue el del ejecutivo de Bonafide, Enrique Pels, ocurrido en 1973.
El clan seducía a las víctimas. La mayoría eran conocidos o amigos del barrio. La cordialidad era el señuelo mortal. En esa mansión de dos plantas y 200 metros cuadrados, Puccio coleccionaba platería y obras de arte. Sus vecinos le decían el loco porque barría a toda hora. "Hay que mantener San Isidro limpio", decía. Barría y hablaba solo. Lo hacía para controlar los movimientos. También le decían Bernardo, por su parecido con el mudo de El Zorro, y "Cucú", porque cada cinco minutos se asomaba por uno de los ventanales de su casa.
En el encuentro con el autor de esta nota, Puccio se creía joven. Su mente iba más rápido que su cuerpo. Decía que le dolía la cintura porque todas las mañanas hacía un ejercicio casero: llenaba un balde con agua y lo tiraba contra una pared, a diez metros de distancia.
–¿Cuánto creés que peso? – dijo Puccio.
–¿85 kilos?
–No. 96. Tocá, tocá –pidió y extendió su brazo. Tengo un físico bárbaro. Es una bendición que a los 81 años no necesite Viagra. Si no me creés, vas a encontrar los forros en la biblioteca. Fijate.
Me fijé y, entre los libros, había una caja de preservativos. Puccio se jactó de haber estado con más de 200 mujeres en su vida.
Sus manos no se parecían a las manos de un viejo. No estaban arrugadas, aunque tenían algunos lunares. Sus uñas eran largas.
–No las tengo así por dejado. Me las dejo crecer porque hay una gordita atorranta que me pide que le rasguñe las lolas. Mirá cómo rasguño –dijo Puccio, y me pasó sus uñas afiladas por el brazo izquierdo mientras se reía.
Puccio murió el 4 de mayo de 2013, acompañado por un pastor. A su entierro sólo asistieron el religioso y el sepulturero.