Virginia Eleuteria Rodríguez había intentado suicidarse dos veces. Primero probó con veneno para hormigas. Después se tiró a las vías de un tren. Se salvó. El veneno no había sido suficiente para matarla y el maquinista frenó justo a tiempo. La joven de 16 años sentía que su vida era un infierno. La echaron del trabajo, no podía llevar dinero a su casa para sus hermanos (sus padres habían fallecido hacía tiempo) y quería liberarse del proxeneta que la esclavizaba para que se prostituyera. La noche del 13 de junio de 1971, hace casi 48 años, sin saberlo, encontró la muerte. Se cruzó en su camino Carlos Eduardo Robledo Puch, el ángel negro. Y a diferencia del veneno y el tren, no falló.
La ejecutó a tres metros de distancia, por la espalda, de cinco balazos. La chica se desplomó. Jorge Ibáñez, el cómplice de Robledo, se bajó del auto y le revisó la cartera: se quedó con mil quinientos pesos moneda nacional. Es una miseria: apenas les alcanza para una cerveza. Dejaron el cuerpo al costado de la ruta.
La quinta víctima de Robledo marcó un quiebre en la relación con su amigo. Las cosas no volvieron a ser como antes, como si el juramento de matar a quienes se interpusieran en el raid criminal que duró poco más de once meses se hubiese roto.
Quizá todo se precipitó cuando horas antes de ese femicidio, Ibáñez desapareció del hotel Tren Mixto, en Constitución, donde compartía pieza con Robledo. Volvió y le dijo: "Acabo de boletear a un sereno acá a la vuelta". Robledo le recriminó que se hubiera "cortado solo". El sereno asesinado sería Jacinto Novare, cuyo crimen quedó impune.
Al mismo tiempo, Robledo comenzaba a sentirse desplazado por dos factores: el ansia de fama de Ibáñez (se había presentado en Música en Libertad y frecuentaba el jet set a partir de su amistad con el artista plástico Federico Klemm) y la incorporación a la banda de Héctor Somoza, que pasó a tener mejor relación con Ibáñez que con Robledo.
Eso no es todo. Después de ese encuentro en Constitución, los dos se subieron al auto e Ibáñez le dijo a Robledo: "Vamos a buscar alguna minita".
Todo esto según la confesión de Robledo Puch ante la Policía, que figura en el expediente.
Ibáñez aceleró. Pasaron por Plaza Constitución, luego tomó la 9 de Julio y siguieron por la Avenida del Libertador.
"¡Mirá lo que es eso!", dijo Ibáñez cuando pasaron por una esquina donde había una concesionaria. Robledo cree que su amigo le habla de algún auto, pero el comentario es por una chica que justo pasa por ahí.
—¿La viste, Carlos?
—¿A quién?
—A esa mina. ¿Estás chicato?
—Ah, ahí la veo. ¿Esa con la cartera roja?
—Sí. Bajá del auto. Invitala a subir —le ordenó Ibáñez mientras estacionaba el auto.
—¿Qué hago si no quiere?
—La obligás con el chumbo.
Robledo sacó el revólver Ruby calibre 32 de la guantera y bajó decidido. Le mostró el arma a Virginia Eleuteria Rodríguez y le dijo:
—Subí al auto. No te va a pasar nada.
Robledo le apoyó el caño del revólver en la espalda, a la altura de la cintura, y la hizo subir al Fairlane. Ibáñez arrancó, pero el auto quedó atascado en una calle embarrada, cerca de un puente de la ruta Panamericana, a la altura de Pilar (que en esa época era oscura y de ripio). Ibáñez no se preocupó, fue al asiento de atrás donde estaba Virginia Rodríguez. Le dijo a Robledo que fuera adelante. Le sacó la ropa a la víctima, pero cuando estaba por violarla, algo lo puso furioso. Lo irritó la presencia de Robledo, que miraba a la calle y movía el volante con la mano derecha. En la izquierda tenía el revólver. Estaba incómodo. Quizá le molestaba que el protagonismo se lo llevara Ibáñez o no estaba de acuerdo con la brutal violación. Lo cierto es que no hizo nada para impedirlo y acató todas las órdenes de su compañero sin chistar.
—¡Bajate, boludo! —le gritó Ibáñez—. No me puedo concentrar con vos ahí. Me ponés nervioso.
Robledo obedeció. Caminó unos metros.
El lugar era oscuro y no pasaban autos. El Fairlane empezó a balancearse. A los pocos minutos, su amigo lo llamó. La chica, aterrorizada, se estaba vistiendo. Ella sintió algo de alivio cuando Ibáñez le dijo:
—Podés irte.
Virginia Rodríguez bajó del auto y caminó unos pasos por la ruta. Ocho meses después, cuando declaró ante la Policía, Robledo dijo que en ese momento, mientras la chica caminaba y creía estar a salvo, Ibáñez le hizo una seña con el dedo índice (hizo como si disparara al aire), le dio el arma y una orden que debía cumplir:
—Matala.
Robledo manoteó el revólver del tablero, se bajó del auto y marchó como un autómata con una linterna en la mano. Virginia seguía caminando. No se dio vuelta. Creía que iba hacia un lugar seguro. No se imaginaba que la seguía una luz. Y detrás de esa luz, iba un chico un poco más grande que ella, de apariencia inofensiva y sumiso, que estaba dispuesto a ejecutarla. Robledo apuró el paso. Estaba a seis metros. Ella caminaba aferrada a la cartera. Suponía que escapa del peligro.
Estaba acostumbrada a eso. Desde que había sido reclutada por una red de trata, que la obligaba a prostituirse, no hizo más que sobrevivir. Pero Robledo no dudó. La mató a balazos.
Subió al auto. Luego, la pareja chocó el Fairlane en un letrero de indicaciones camineras cerca de una fábrica de la Panamericana. Abandonaron el auto y subieron al colectivo verde 315, número 15 (en su confesión Robledo se acordará con precisión el color y el número de la unidad). Se bajaron en la calle Ugarte, en Olivos. Tenían hambre. Por eso comieron una pizza y tomaron cerveza. Estaban tranquilos, como si no hubiese pasado nada.
La policía elaboró dos identikits (dos rostros rígidos) que en nada se parecieron a los asesinos.
"Robledo se sentía celoso porque adoraba a Ibáñez. No violó a ninguna mujer. Eso lo tengo muy claro", dijo en su momento Osvaldo Raffo, el gran perito recientemente fallecido, quien le hizo las pericias psiquiátricas a Robledo Puch.
Un familiar de Ibáñez, que pide reserva de identidad, abona esa teoría: "Robledo estaba enamorado de mi hermano. Eran más que amigos. Pero mi hermano quería ser famoso. Y salía con chicas. Eso Carlos nunca se lo perdonó".
En junio también mataron a otra mujer, en una modalidad parecida: se trató de la modelo Ana María Dinardo.
Un mes y medio después, el 5 de agosto, el que encontró la muerte fue Ibáñez, en un confuso accidente de autos. El que manejaba era Robledo, que resultó con heridas leves. "Para nosotros lo mató Carlos, pero no tenemos pruebas", dice el familiar de Ibáñez.
Para Robledo fue el primer "crimen tabú". El otro fue el de Dinardo.
Ante la Policía -es probable que bajo torturas- dio detalles de cada uno de los asesinatos. Con el tiempo cambió la versión y acusó a sus dos compinches, Ibáñez y Somoza (asesinado por Robledo el 3 de febrero de 1972) de cometer todos los asesinatos. "Yo sólo robaba, era un Robin Hood", dijo al autor de esta nota.
Robledo, su depresión y los enigmas de sus crímenes
Desde hace diez días, Robledo Puch se recupera de una neumonía multifocal que lo llevó, primero, a la internación en el Hospital Municipal de Olavarría, a doce kilómetros de la cárcel de Sierra Chica, donde cumple condena perpetua por tiempo indeterminado por 11 asesinatos cometidos entre 1971 y 1972. Ahora está alojado en el hospital de la cárcel de Olmos.
Puch está deprimido. Y sufre de asma y tiene EPOC, además de una obstrucción intestinal. "No quiero volver a la cárcel. Además hay un plan orquestado desde hace años para matarme, porque sé la verdad de todo esto. La Justicia no me quiere vivo, porque si hablo se va a demostrar que encarcelaron 47 años a un inocente", le dijo al cura que lo visita.
Infobae tiene conocimiento de que solo a tres personas les dijo que había matado (no está claro que les confesó a los curas que lo confesaron ni a los pastores evangélicos que recibía en su celda).
"A mí me dijo que mató a 20", aseguró Raffo. "El pibe se hizo cargo de tres o cuatro boletas, el resto se la cargaron a la cuenta", asegura el Gordo Luis Valor, ex asaltante de blindados y líder de la superbanda. El otro rufián, cuyo nombre se mantiene en reserva, dijo que Robledo le contó con detalles cada uno de sus asesinatos.
Pero solo él tiene la verdad. No le quedaron sus cómplices, los peritos (de la defensa y acusadores) y los jueces que lo acusaron, murieron. Los familiares de sus víctimas quedaron aterrorizados o también dejaron este mundo. Hasta el hermano de Ibáñez falleció hace un año y se suponía que sabía más de lo que había dicho.
Aquella profecía de Robledo se cumple casi a la perfección: "Todos a mi alrededor mueren, los que estuvieron en el caso, sobre todo. Y yo quedo solo, más solo que antes, muriendo cada día, cada hora, viviendo este suplicio que no se termina".
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