"Recuperate, viejo", le gritaron del pabellón 8 de la cárcel de Sierra Chica. "Vas a volver como Perón", le dijo un guardia veterano que suele hablar con él de la Segunda Guerra Mundial y del peronismo. Los demás internos salieron al patio o vieron por los espejos a través de las rejas que él hombre que era asistido por los médicos, camino hacia el hospital, era Carlos Eduardo Robledo Puch, de 67 años.
"Lo trasladaron de urgencia por intoxicación, vómitos, presión alta y un cuadro depresivo. Está en el Hospital Municipal de Olvararría, a doce kilómetros de Sierra Chica, lo están sometiendo a estudios", dijo a Infobae una fuente del Servicio Penitenciario Bonaerense. Lo custodian tres guardias.
Más tarde, salió a luz parte del diagnóstico: "Tiene obstrucción intestinal, está obnubilado, hipotenso aunque con aceptable mecánica respiratoria. Se le establecen estudios para saber el cuadro de gravedad. No se descarta que sea sometido a una intervención quirúrgica", dijo un médico a la prensa.
En abril, según su informe médico, Robledo hizo un pedido para ser tratado de una una hernia inguinal, pero al parecer no tuvo respuesta. Además sufre asma desde que cayó preso y tiene EPOC, enfermedad pulmonar obstructiva crónica.
"Se investiga si no le hicieron mal unos medicamentos que comenzó a tomar por un cuadro de depresión o una negligencia porque él pidió ser tratado de la hernia pero no le hicieron caso", detalló una fuente penitenciaria al diario Hoy.
Esta mañana, Robledo Puch amaneció con vómitos y con un cuadro de hipertensión, por lo que volvió a ser llevado al hospital, donde quedó internado y será sometido a distintos estudios médicos, dijo la fuente del SPB.
El llamado "ángel negro", que entre 1971 y 1972 mató a once personas mientras dormían o por la espalda y está preso hace 46 años con un evidente deterioro. En tantos años salió de la cárcel en traslados no más de cinco veces.
"Decir que podría aprovechar esto para fugar es una canallada. Está mal en serio", dijo una fuente penitenciaria.
Fuga histórica
El 9 de julio de 1973, Robledo Puch se fugó de la cárcel de La Plata y estuvo tres días en la calle. En 2010 creyeron que también se había escapado. Un guardiacárcel que contaba a los presos de Sierra Chica se sorprendió porque él no aparecía. Hizo el recuento otra vez, como el peón que cuenta un ganado, y confirmó que faltaba un detenido, el más famoso. Lo buscaron por todos lados: las celdas, el patio, el gallinero, la granja donde los caballos comen pasto, bajo los árboles, en la carpintería de la prisión, en los pasillos, en los baños. Nada.
Robledo Puch estaba desaparecido. Pasaron cinco horas y temieron que el asesino serial hubiera escapado de la cárcel, una hazaña que había logrado en La Plata, cuando saltó un muro. La desesperación llegó hasta el director de la cárcel. Su puesto estaba en juego por una simple razón: Robledo Puch en la calle era una amenaza para la sociedad.
Al final, los guardias se aliviaron cuando escucharon que otro detenido gritó:
—¡Apareció Carlitos!
Acurrucado en un rincón, detrás de una puerta del taller, rodeado de mugre y humedad, el preso más antiguo se escondía del mundo.
Lo retaron como si fuera un niño travieso. Un niño que desobedece a sus padres y sale a la calle en vez de hacer los deberes. El impensado niño travieso, Robledo,se reía con picardía, el único gesto que consigue borrar el rictus rígido de su cara. Esa risa que también le desdibuja la mirada fría y fija. Los guardias lo levantaron del suelo y lo llevaron a la celda. La noticia llegó a los medios como la última travesura de Robledo Puch. Pero en la cárcel están convencidos de que el Ángel Negro quiso escapar. Su plan, delirante o no según cómo se lo mire, era pasarla noche escondido y fugarse al amanecer.
—Para mí está buscando morir —reflexionó un guardia de Sierra Chica—. Sabe que no saldrá nunca. Creo que está esperando la muerte. Está terminado.
Robledo volvió a pedir su libertad varias veces más. Cuando la respuesta era negativa, recurría a sus estrategias alocadas para llamar la atención de la prensa. En 2014 pidió que le aplicaran la inyección letal porque no quería estar preso de por vida. Dos años después, lo trasladaron de Sierra Chica a los Tribunales de San Isidro para ser sometido a pericias psicológicas. Los medios se le abalanzaron para buscar su testimonio, pero él miró a los periodistas con desprecio.
Además le mandó una carta a la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal para pedirle un indulto. En el escrito cita a Michel Foucault, elogia al dictador Emilio Massera y se compara con Nelson Mandela. Cierra con esta frase: "Señora Gobernadora: estoy convencido que para V.S. no sería más que tener la decisión política necesaria y, como mujer, demostrar por sí sola tener valor para estampar la firma que decrete mi libertad, sin que por ello le vaya a temblar el pulso. Así escribo y así soy: un hombre de 64 años con la mirada límpida de quien siempre ha mirado de frente".
Contra todos los pronósticos, la Suprema Corte de Justicia bonaerense argumentó que la pena de Robledo Puch "no es para siempre" y sugirió que sea trasladado a una cárcel con un régimen menos riguroso, previo paso a su libertad. Es decir, tal como lo afirma en este libro el ex ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Eugenio Zaffaroni, en la Argentina no existe la pena perpetua.
Para poder volver a la calle después de 45 años, Robledo necesitará alguien que le salga de garantía. Trascendió que un empresario que conocía a su madre le ofreció una casa en Paraguay y en Olavarría le propusieron ser sereno de un campo. Paradójico: él mataba serenos.
"Lo que más extraño es el viento dándome en la cara cuando andaba en moto", dijo Robledo una vez al autor de esta nota. La velocidad al punto de ignorar el tiempo, a los otros; sólo vivir para atravesarlo y no envejecer. Más que a nada, creo que él amaba la velocidad. Robar, chocar y matar. Todo velozmente, aunque matar -a veces- ponía pausa a esa velocidad.
"Carlos era un kamikaze andando en auto o en moto", recuerda uno de sus ex amigos. Melena al viento, Robledo pasaba semáforos en rojo con su moto a toda velocidad, no miraba para los costados. Era como una irrupción angelical: mujeres, hombres y hasta niños lo miraban como si fuese un rayo recién caído a la tierra, algo distinto a todo lo que se veía a diario.
Al matar a once personas, Robledo no sólo se mató a sí mismo: mató a los familiares de las víctimas, a sus antepasados, a sus descendientes; mató a los que dejó vivos. "Mató a toda la humanidad", llegó a decir su padre Víctor.
La tragedia se cerró a la perfección. Robledo Puch llegó al mundo por un milagro. Eso pensaba su madre Aída, que no podía quedar embarazada. Hizo un tratamiento, recurrió a remedios caseros y rezó. La sangre que derramó su hijo terminó por ahogarlos a ellos también. Hay dos pequeñas historias que lo prueban:
Cuando su hijo fue detenido, Aída intentó matarse de un disparo. La bala le rozó los lentes y desvío su trayectoria. En esa casa siempre habitó la muerte. Tiempo antes, su madre -la abuela de Robledo- se desplomó de un infarto sobre una torta que estaba preparando.
"Sus abuelos alemanes llegaron después de escapar de la guerra. Nació en una familia perfecta para hacer todo lo que hizo. En la casa había fotos hasta de su abuela con armas. Estaba rodeado", dice una de las vecina del matrimonio Robledo Puch. Ellos se quedaron con el piano, un tocadiscos, discos de música clásica alemana y una caja con fotos de Robledo Puch. "El padre tiró a la basura muchas cosas de su hijo, pudimos rescatar algunas cosas que nos regalaron", dice la mujer y luego muestra una foto de Robledo de niño. Es un angelito.
La caída de su hijo también devastó a Víctor Robledo Puch. Se separó de Aída, lo echaron del trabajo y terminó viviendo en una pensión. Una vez le confesó a una vecina que su hijo le había escrito.
-¿Te escribió Carlitos? Qué buena noticia -le dijo la mujer.
-Leela, no es ninguna buena noticia -le respondió Víctor.
La carta decía:
"Lo primero que voy a hacer cuando salga de acá es matarte a vos. Andá pensando cómo vas a hacer para mantenerme".
Desde ese día, lo que más quiso en la vida es que su hijo no saliera nunca más de la cárcel.
En Robledo todo parecía una compulsión: robar, chocar y matar por que sí, como piezas que caen al azar desde un precipicio y al caer se terminan ordenando como un plan oculto que se fue tejiendo a espaldas de todos. Sebastián Ortega se alejó del "Robledo monstruo" en su película El Ángel. Construyó un personaje que actúa casi sin saber lo que hace, bajo la idea de que para él todo es un cuento de hadas.
El gran escritor y periodista Jorge Fernández Díaz, que también conoció a Robledo Puch y sufrió extraños mareos, dejó testimonio sobre ese encuentro que le dejó una huella:
"Robledo cerró la puerta y comenzó a hablarme a borbotones sobre Dios, las profecías, los querubines que lo habían visitado en su celda, la inocencia absoluta de todos los crímenes que se le endilgaban y la maldición que había caído sobre quienes lo habían condenado: abogados que eran arrollados por un tren, testigos que se habían suicidado, personas que eran asesinadas o morían de horribles y repentinas enfermedades, y otras pestes bíblicas".
EL último en esa lista fue Osvaldo Raffo, el perito forense que lo examinó 27 veces y dictaminó que era un psicópata perverso cuya maldad venía desde lejos. Raffo se suicidó este año. Robledo lo odiaba.
Hace 12 años, al autor de esta nota le confesó: "Cada día muero un poco, la muerte está cerca y quizá sea lo mejor. Vivo un infierno en vida. Mi vida Se acabó cuando caí preso. Quiero ser olvidado. La muerte no me va a garantizar ese deseo. Pero vivir como vivo, es estar muerto".
Poco después de las 18 horas, Robledo fue estabilizado. Seguía consciente, con vómitos y falta de sodio en la sangre, una sonda de suero inyectada a uno de sus brazos.
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