Pedro Javier Aranda lo había hecho todo bien, al menos en sus cálculos. Consiguió la llave para acceder al edificio de la calle Alvear a escasa distancia del lujoso Alvear Palace Hotel, entró con un saco sport para que nadie dude al verlo a simple vista, ni un vecino del edificio de clase alta o las cámaras de seguridad del hall principal. Aranda, según la imputación en su contra, tenía dos cómplices junto a él, uno argentino, otro posiblemente uruguayo, hombres como él de mediana edad, a mediados de sus 40, con carreras delictivas avanzadas, tipos con cancha, curtidos.
Las cámaras tomaron a Pedro ingresando al edificio como un propietario más, con el saco sport, lentes de aumento. Hasta llevaba un snack en sus manos, una gaseosa y una caja de pizzitas Saladix.
Los tres no iban livianos, para nada. Llevaban equipo fuerte en un bolso azul: tres barretas de metal, destornilladores, casi tres metros de manguera y una soldadora autógena a llama con un tubo de oxígeno de 72 centímetros de alto y una garrafa de gas de un kilo. Lo de Aranda y sus cómplices no era un simple escruche, un robo en ausencia de moradores, sino un ataque de alto nivel, con un alto botín, para ladrones de muy alto orden.
Todo parece aceitado, demasiado fácil. No solo tenían la llave del ingreso: tenían, quizás, un dato previo. Golpearon dos pisos del edificio. Nadie los sorprendió en el acto, porque nadie estaba en casa. Entraron dos días consecutivos. Primero el 13 de septiembre de 2018, luego el 14.
El día 13 fueron al piso 6, propiedad de un acaudalado profesional estadounidense amante de los trajes de lujo: el trío de ladrones le robó tres ambos Armani, dos bolsos Gucci y un reloj Cartier Rondé que vale como mínimo cinco mil dólares, un anillo con rubíes, un huevo de antiguo marfil, dos notebooks, hasta un bolso de palos de golf. El dueño del piso ni siquiera estaba en el país: estaba de vuelta en Estados Unidos.
Al día siguiente subieron al séptimo. Ingresaron por la entrada de servicio. Esta vez usaron el soplete. Había dos cajas fuertes en la habitación principal. Lograron abrir una de ellas, amurada en la pared. La arrancaron de cuajo y la lanzaron sobre la cama. Había joyas antiguas, oro, perlas y piedras preciosas como aguamarina, cerca de seis mil dólares en efectivo. y la pieza más interesante de todas: dos aros de gran tamaño con diamantes en corte baguette, comprados en Dubai.
Sin embargo, no todo era tan sencillo o regalado. Había algo en la habitación que Aranda y los otros tres ladrones no sospechaban: una alarma y una cámara, oculta junto a la mesita de luz.
La alarma tenía la particularidad de generar una alerta transmitida a un teléfono. Así, los dueños de casa, que habían ido a Pilar a pasar el fin de semana, recibieron una señal en su celular y llamaron de inmediato al 911.
Los ladrones tuvieron que huir mientras llegaba la Policía de la Ciudad. Dejaron el soplete atrás en el séptimo piso. También dejaron la caja de pizzitas Saladix, fue peritada por la división Papiloscopía de la fuerza porteña, encargada de detectar huellas digitales. Las marcas del anular derecho y del pulgar izquierdo de Aranda estaban en el paquete. Sus ganas de picotear en pleno robo fueron, básicamente, su ruina.
La cámara dentro de la habitación del séptimo piso hizo el resto: mostró a Aranda y a sus cómplices en el lugar.
Así, se formó una causa a cargo de la Fiscalía Nº18 de Marcelo Ruilópez, que eventualmente identificó a uno de sus cómplices y pidió su captura. El cómplice, un hombre del conurbano bonaerense, sigue prófugo hasta hoy.
Aranda, por su parte, está preso en la Alcaidía Departamental Nº3 de La Plata, pero el fiscal Rilopez no tuvo que ir a buscarlo a ningún lado: la Bonaerense ya lo había detenido el 8 de noviembre a menos de dos meses de los robos en Recoleta por supuestamente andar en un auto flojo de papeles.
Lo acusaron de encubrimiento. La causa recayó en la UFI Nº3 de Quilmes. Fue la última en su larga lista de antecedente bonaerenses en el registro del Ministerio de Seguridad provincial, con ocho expedientes en su contra desde 1997, cuando lo acusaron de robar un auto otra vez en Quilmes, o en 1999, cuando tuvo tres causas distintas en un año por tenencia de arma de guerra y robo de autos.
Aranda hizo un hábito de entrar y salir de la cárcel, con una primera estadía en Sierra Chica en el 2000. El Tribunal Oral Criminal porteño Nº22 que lo condenó en 2013 a doce años y siete meses de cárcel comprimió en una pena única una larga serie de sentencias por delitos de robo y violación de domicilio, al menos cuatro condenas de tribunales de Quilmes, Lomas de Zamora y Capital Federal dictadas entre 2011 y 2016.
Purgó su pena en una cárcel federal.
Salió en 2018.
Volvió a caer.
Aranda fue padre en el año 2000: el bebé nació cuando él ya estaba preso en Sierra Chica. La madre era una joven de Quilmes de apellido Trillo, adicta a las drogas, que abandonó al bebé en una casa de adictos cuando tenía apenas dos meses. Isaías era su nombre. La madre de Aranda, fue quien lo encontró y lo crió, luchó diez años para obtener la guarda del nene. "Hola ma", le decía Isaías a su abuela en su casa.
Isaías se llevaba bien con Pedro Javier en el tiempo que pudo verlo en libertad, tenían un buen vínculo. La última vez que vio a su padre irse a un penal le rompió el corazón. "Me prometiste que no lo ibas a hacer", le reprochó el chico.
Isaías fue asesinado en octubre de 2018, un mes antes de que lo detuvieran a Pedro por última vez. Una patota lo baleó a quemarropa frente a una remisería en Florencio Varela, en medio de una riña. Es trágico, en el fondo. Aranda padre solo estuvo libre la última vez para ver cómo mataban y enterraban a su hijo. Pudo estar en el velatorio. Se sentó en un rincón, llorando.
Su abuela todavía pide justicia por su nieto, o su hijo, como ella lo llama. La mujer habla con Infobae desde su teléfono celular con disimulo mientras va camino a Constitución donde tomará una combi para volver a casa. Teme que le roben el aparato, que se lo arranquen de la mano.
La UFI Nº4 de Florencio Varela se encarga de investigar el crimen de su nieto. "El que le disparó está detenido", dice, "pero los que lo agarraron de los brazos para que le tiren a quemarropa quedaron libres por falta de mérito. Los corrieron con la sirena en el patrullero. El juez quiere más pruebas, no sé qué pruebas pide. Golpée puerta por puerta en el barrio para encontrar testigos. Yo no bajo los brazos por nada del mundo". Ya ni recuerda la primera vez que su hijo cayó preso. "Fue un feriado, me parece", dice mientras busca en la memoria.
Aranda irá a juicio otra vez. La causa por el robo en poblado y en banda de los diamantes de Recoleta fue elevada en enero por la Fiscalía Nº18 y el Juzgado Nº63, luego de una investigación hecha en gran parte por la Prefectura Naval, según consta en el documento de la elevación al que accedió Infobae. El Tribunal Oral Nº25 se encargará del proceso.
Hay en ese texto un detalle curioso: Aranda se negó a declarar en indagatoria, pero se ofreció a hablar como arrepentido imputado, una declaración que no se produjo hasta ahora. ¿Por qué decidió hacerlo? "Por los beneficios obvios", dice alguien muy cerca de él, desconfiado al principio, que sospecha de miembros de fuerzas de seguridad infiltrados en busca de sacarle algún dato. "Todo bien pibe, vi tu foto de WhatsApp y no tenés pinta de cobani", asegura. Así, se relaja y habla.
El hombre dice que Aranda busca ir con urgencia a un penal, que ya no soporta estar en una celda estrecha de alcaidía "engomado 23 horas y con una de recreo", que quiere transitar el duelo por la muerte de su hijo con un poco más de paz, que quiere tener una chance de salir. También es abuelo. Isaías tuvo un bebé tiempo antes de morir. Aranda, asegura el hombre, será padre otra vez: su novia está embarazada.
Entonces, ¿a quién o qué buscaba entregar? A sus presuntos compañeros de robo ciertamente no, ya los podría haber entregado tranquilamente: los dos siguen libres hasta hoy.
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