The Smiths, el grupo en donde cantaba Morrissey, decía en una canción que la barbarie empieza en casa. En el caso de la prostitución de menores en Argentina, la cita es absolutamente cierta: entre la violencia de género y la pobreza extrema, la frontera brutal de la crisis convirtió en una nueva moneda de cambio a los cuerpos de las chicas. Los explotadores, casi siempre, son sus propios padres, los adultos a su alrededor. Los casos se acumulan últimamente. El que ocurrió en enero de este año en Bernal fue de una crueldad particular.
Ramona Perla y Julián Agripino, oriundos de Paraguay, fueron detenidos en la villa Azul -en el límite entre Wilde y Bernal- por entregar a su hija de quince años a Juan Bautista Rotela Domínguez, el dueño de la casilla derrumbada en la que vivían, en concepto de pago de alquiler. El dueño de la casilla terminó detenido junto a ellos; Agripino también fue acusado de abusar de su hijastra, una causa a cargo de la UFI Nº8 de Quilmes del fiscal Alejandro Ruggeri. La joven hoy está en un refugio; Rotela Domínguez está preso en una alcaidía platense. Los policías que patrullan la zona son cautos. "No te mandes por ahí pibe, menos con una cámara", dicen.
Febrero de este año, esta vez en Mar del Tuyú: la Bonaerense rescató a una chica de doce años de un rancho en donde sus padres la sometían a ancianos del barrio a cambio de abonos mensuales, tarifa fija para abusar sexualmente de una niña. La víctima declaró, contó cómo sus padres la entregaban desde que tenía nueve años, primero en su provincia, Misiones, luego en la Costa Atlántica, en un rancho sucio, entre arena y chatarra.
En Mar del Tuyú se mudaron a la casa de un hombre llamado Héctor, de 70 años. El cuerpo de la chica era el pago de alquiler, Héctor podía abusarla cuando quisiera. No era el único que lo hacía: el padre de la chica trajo a un amigo, Roberto, de 57 años, para que la tocara en la vagina y se masturbara frente a ella por unos $9.000 al mes. Todos fueron detenidos, con una causa a cargo de la UFI de Madariaga.
En Ostende, otras dos chicas fueron rescatadas en enero de 2018. Cristina A., la madre de una de ellas, era su proxeneta, las prostituía hacía más de un año según la imputación en su contra. Habían llegado a Ostende desde Florencio Varela poco después de la Navidad pasada. Una semanas después, la madre madama ya hacía pasar a los clientes abusadores. Su propia hija declaró: "Tengo un hijo y tengo que alimentarlo. Nadie me obliga". Tenía 15 años. La otra veía a Cristina como "una tía del corazón", de conocerla "del barrio", de toda la vida.
La segunda víctima decía lo mismo, aseguraba que "quería tener su plata", pero Cristina se quedaba con la mitad de lo que ganaban. Había lencería erótica cuando allanaron la casa, consoladores de plástico rosa. "No tenían conciencia de que eran explotadas", dijo un investigador. En diciembre del año pasado, un dealer de 50 años de la zona de Comandante Andresito en Misiones terminó preso por violar a sus propias hijas y luego prostituirlas en un bar que regenteaba bajo un techo de chapa, con una camioneta robada estacionada en la parte de atrás.
Hay otras variantes, como la "escuela de modelaje" que dos hombres montaron en San Miguel de Tucumán y que la Gendarmería desmontó en octubre pasado con una menor de 16 años como víctima, un caso a cargo del fiscal federal Pablo Camuña. O Ernesto Zisuela, ex miembro del Concejo Deliberante de Florencio Varela, sindicalista del gremio de Gastronómicos de alto rango que fue esposado frente a toda su familia por la Bonaerense en un operativo a cargo del fiscal Pablo Ichazo, acusado de pagarle hasta $4.000 a chicas, emborracharlas en un bar y llevarlas a hoteles alojamiento de la zona. "Mandame una fotito sexy que te estoy vendiendo", decía Zisuela en un audio de WhatsApp.
Un mes antes, el fiscal Ichazo se había encontrado con lo que la Justicia penal argentina considera una rareza: una adolescente prostituida en un prostíbulo tradicional, en un departamento privado. Fue en Recoleta. Los proxenetas de C. habían publicado su foto en un sitio de escorts. Un cliente llamó al departamento y preguntó por ella. Pidió tener sexo con ella "sin forro". "Bueno, si tenés buena higiene no hay drama", le respondieron.
La abusaban de lunes a sábado en el departamento de paredes rojas: C. finalmente logró romper el círculo para denunciar a quienes la sometían tres semanas antes de que la Bonaerense allanara el lugar.
Tenía 15 años.
El hallazgo del fiscal Ichazo llenó un hueco en la historia, algo que les faltaba a investigadores e investigadoras del delito sexual contra menores. Años atrás en su escritorio frente a Infobae, uno de los más veteranos investigadores sobre la explotación sexual en Argentina se encogía de hombros cuando le preguntaban por un proxeneta de nenas consumado, a ver si se había encontrado con alguno, un abusador regente.
No había visto nada como la familia Landriel, con Daniel, hoy de 28 años, su padre Abelardo, su hermana menor Antonella, su madre Patricia Luna, todos de Rafaela, provincia de Santa Fe.
G., una chica de 15 años, había llegado desesperada a la ex comisaría 8° de la Policía porteña en la tarde del 7 de agosto de 2014, decía que había conocido tres años atrás a Daniel Landriel en la casa de su hermana en un barrio pobre de Florencio Varela, que tiempo después Landriel escribiría una carta: quería que G., una nena que ni siquiera había atravesado la pubertad, fuese "su novia", que se la quería llevar a vivir a Rafaela. Una tarde, G. discutió con su hermana, ya no quería vivir más con ella. Tomó el poco dinero que tenía y abordó un colectivo para ir a vivir con su mamá en San Francisco Solano. Landriel, increíblemente, apareció en el colectivo.
Tiempo después, G. llegaría a Rafaela, a la casa de los Landriel en Villa Dominga, con su suegro, su cuñada y su suegra, Patricia, que se prostituía. Una tarde, en un almuerzo familiar, Patricia se quejó de que G. no trabajaba, que vivía gratis, que se la llevaba de arriba. "Que venga", dijo Patricia, "que labure conmigo".
G. se negó. Daniel procedió a golpearla. Poco después, G. terminó con Patricia y otras dos prostitutas en una parada de Rafaela a $150 la hora. Tuvo sexo con tres abusadores en su primer día.
Un año después, G. tuvo una bebé. Landriel era el padre, según ella. Su proxeneta continuó golpeándola durante el embarazo, forzándola a ir a la parada a buscar clientes durante diez horas cada día, tomando la plata que ganaba, amenazándola si volvía con las manos vacías.
El nacimiento de la bebé calmó las cosas. G. no sería obligada a prostituirse por la familia que la raptó hasta dentro de tres años, con una parada completamente distinta: la esquina de Garay y Salta en Constitución. Todos vivían en un hotel, el Nueva España, a pocas cuadras de la Plaza Miserere.
En la tarde del 7 de agosto, Daniel Landriel sorprendió a G. en la calle, para reprocharle mensajes que había recibido en el teléfono de un cliente abusador, le gritaba con la bebé de ambos en brazos. G. intentó huir, corrió hacia la estación de trenes. La llevó al hotel, la azotó, la cortó con un cuchillo. La dejó encerrada allí durante casi un día entero. Landriel y su padre dejaron el hotel.
G. corrió a la comisaría 8° a denunciar el tormento que sufrió, lo que disparó una causa con la intervención de la PROTEX, el ala de la Procuración que investiga la trata de personas, a cargo del fiscal Marcelo Colombo. Varios meses después, un nuevo expediente originado en el Juzgado Federal N°12 de Sergio Torres también llegaba a la PROTEX. Los Landriel habían continuado en el negocio: una ONG denunció que una chica adolescente era forzada a prostituirse en la esquina de Bacacay y Artigas en Flores, vigilada por adultos, y que dormía en un hotel de la calle Bogotá, el Soutullo, con "un hombre y una niña".
El 3 de agosto de 2015, la Federal irrumpió en el Soutullo. Encontraron a Abelardo Landriel, a Daniel Landriel, a su hermana Antonella, a la hija que Landriel tuvo con G. También encontraron a la menor de la esquina de Bacacay y Artigas. La chica mostró un documento, con el nombre de Fabiana Luna y un número, que comenzaba con 49 millones. El número y el nombre no coincidían, correspondía en rigor a una menor sanjuanina que hoy tiene nueve años. Ni siquiera habían calculado un número de DNI de alguien mayor de edad para su falsificación.
Fabiana en realidad se llamaba M. La habían captado en un barrio de Rafaela, con la posible complicidad de su madre biológica, tres meses antes, la vendían a abusadores en un albergue a pocas cuadras del hotel Soutullo, llamado El Fénix, de donde la habrían echado al finalmente darse cuenta de su edad según la causa posterior. Un policía de inteligencia que declaró en la causa aseguró que vio a la chica frente al lugar, que posibles abusadores pasaban y le hablaban. La vio primero con pelo rubio, aseguró el policía, luego como morocha.
La aparición de Antonella fue una sorpresa para los investigadores: G. había acusado a la hermana de su explotador de haberla explotado a ella también, la llevaba supuestamente a eventos de automovilismo para ofrecerla como mercancía sexual. Antonella también explotó, según la acusación en su contra, a M., la segunda víctima: era la que se encargaba de arreglar citas con clientes para enviarla luego al albergue todos los días de 8 de la noche a 3 de la mañana. Abelardo Landriel tenía un rol todavía más miserable: hacía de patovica en las paradas de vez en cuando, echaba un ojo, pagaba los pasajes para trasladar a las víctimas a Capital.
Daniel Landriel fue indagado en noviembre de 2017: negó todas las acusaciones, contó cómo se crió entre prostitutas, en un barrio de prostitutas y que todo le parecía "normal", que la madre de su hija, su propia víctima, lo denunció "por despecho", que no sabía dónde estaba su hija, que había renunciado "a su orgullo como hombre". Dijo, finalmente, que M., su víctima número dos, siempre estuvo "detrás suyo", que se había "enamorado" de ambas, dos chicas menores.
La madre de M. terminó imputada en la causa. Claudia, se llama. Pidió ser indagada. Dijo que su hija se escapó de su casa, que denunció su fuga en una comisaría de Rafaela, que no quería que se fuera a Buenos Aires.
Lo único cierto es que a su hija le destruyeron la vida.
Las psicólogas del Programa Nacional de Rescate que asistieron a M. en los pasillos del Soutullo tomaron el problema con ambas manos. La chica aseguraba que Landriel, a quien llamaba "Leandro", era su pareja. Pedía constantemente por la "nena", la hija de G., la primera víctima de los Landriel, que estaba con ellos en el hotel de Flores. Decía que Landriel era su novio hacía cuatro meses, que ella había aceptado venir con él desde Rafaela.
M. decía llamarse Fabiana Luna, pero aseguraba que venía de Rafaela. El DNI que mostraba era claramente sanjuanino. Las psicólogas no tardaron en notar los moretones en su cara. Patricia Luna, la madre de Landriel, estaba en el lugar, habló con las psicólogas, les dijo que le preguntaran de "las pibitas" que la habían golpeado. M. dijo otra cosa, afirmó que un hombre le había pegado para robarle.
Al final, M. les dijo su verdadero nombre a las mujeres que la asistían. No dio ningún contacto de su familia. Dijo que nunca conoció a su padre biológico, que dejó la primaria para trabajar, que efectivamente fue forzada a prostituirse por Landriel, que era hijo de un amigo de su padrastro, que también la golpeaba, sistemáticamente.
Las psicólogas supieron al final la edad de M.: 14 años.
Fue trasladada al hospital Tobar García en Barracas. "Excitación psicomotriz", "ideaciones", "agresividad", "escasas herramientas para comunicar", "episodios disruptivos", escribieron especialistas en una planilla posterior. Con el tiempo, M. pudo hablar, confió en una psicóloga en especial.
Durante todo el proceso, algo llamaba poderosamente la atención de los especialistas, en su forma de hablar, en la estructuración de sus ideas.
Una junta compuesta por una médica clínica, una psicóloga y dos psiquiatras determinaron que M. no solo padecía un síndrome propio del maltrato sufrido: padecía también un retraso madurativo.
La familia Landriel explotó sexualmente a una adolescente con retraso mental, en hoteles de Flores, en las veredas de la zona cercana a Plaza Miserere, a golpes de puño en la cara, para meterse la plata en el bolsillo.
Patricia, la madre de G., la primera víctima, finalmente declaró en octubre de 2017, tres años después de que su hija denunciara los tormentos que sufrió. Dijo que conocía a los Landriel, que sabía de su nieta, la nena que su hija tuvo con su abusador. Aseguró que tenía 12 hijos, G. era la penúltima.
Daniel iba a su casa al comienzo, le parecía, dijo ella, "una persona maravillosa". Terminó encontrando tiempo después a su hija en la zona de la estación de Bosques, con la bebé en brazos, la ropa rota. Fue ella quien recuperó a su hija, que terminó en un hogar luego de que Landriel fuera detenido, así como a su nieta.
La condición mental de M. fue considerada un agravante en la imputación cuando el Tribunal Oral Federal N°1 integrado por los jueces Grünberg, Michilini y Vega, condenó el 20 de febrero de 2018 a Daniel Landriel a 11 años de cárcel, otros cinco para su padre. Ambos continúan presos hasta hoy. Antonella Luna, su madre y la madre de M. fueron absueltas.
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La vida en la cárcel de la mujer y su hija acusadas del crimen de las 185 puñaladas