Lo único que da la pauta que Punta de Rieles –ubicada en las afueras de Montevideo– es una cárcel es su perímetro. Los muros blancos, con las garitas con guardias armados en altura y sus alambres. El interior de la unidad puede ser un barrio humilde. Calles de tierra y asfalto con negocios a sus costados, personas caminando, tomando mate en bancos o mirando sus celulares. No hay guardias dentro de la prisión y en los pabellones (más parecidos a barrancas comunitarias) las celdas están abiertas todo el día y solo se cierran si el preso quiere hacerlo.
Wilson está preso hace 11 años y tiene un taller con otras cuatro personas en el que trabajan fibra de vidrio. Hacen piletas, portaequipajes y mesas que venden por internet. También reparan –de manera gratuita– kayaks y botes que donan a la Federación de Remo de Punta Carretas y para escuelas de remo de todo el país a las que asisten chicos de bajos recursos. A fin de año recibieron un reconocimiento por esa labor.
Los pedidos y consultas los siguen desde una tablet con acceso a internet que los autorizaron a tener. "Hay un tabú cuando nos preguntan cómo ver nuestro trabajo y les decimos que estamos en la cárcel", dice Wilson.
Rolando Bustamante también habla sobre cómo es tener un negocio en prisión. Demoras a los clientes para retirar la mercadería y demasiado papelerío administrativo para su comercio que está bancarizado. Trabaja en una bloquera en la hace ladrillos de cemento. "Nunca me imaginé que esto podría existir. Nunca tuve una oportunidad en mi vida más que acá", dice sobre Punta de Rieles, en donde está hace cuatro años. Cuenta que cuando era chico le mentía a su mamá que iba al colegio para salir a robar.
Nelson es confitero y repostero. Junto con otras 10 personas trabaja en la confitería "La Nueva", donde hacen pan, roscas, galletas, sándwiches y preparan lunchs para adentro y afuera de la prisión. Está preso hace 17 años y va a recuperar su libertad en 2026. "Acá se aprenden muchas cosas malas pero también buenas", dice Nelson, que en la cárcel aprendió un oficio y a leer y escribir. Los empleados de la confitería ganan entre ocho y 14 mil pesos uruguayos por mes –son 250 y 430 dólares–. "Es un sueldo que para la cárcel está bien", cuenta Nelson. "Puntualidad y responsabilidad. Más allá de que estemos presos, esto es un trabajo que tiene reglas", describe.
"¿Los precios? Una torta de cinco kilos en la calle sale 2500 pesos y nosotros la vendemos a 900. Mucha gente de afuera nos hace pedidos", cuenta con los artes de un vendedor. 900 pesos uruguayos son 1030 pesos argentinos.
"La Nueva" también tiene en Punta de Rieles un restaurante y un almacén. Su creador fue Fabián Rodríguez, que salió en libertad hace 11 meses. Y dejó una historia. Quienes se quedaron en la confitería recuerdan que Fabián proyectaba poner en el mismo negocio, más un puesto de frutas y verduras, en la calle y que tenía un miedo: ser víctima de robos. "Acá nunca tuvimos un robo", dice Nelson despreocupado.
En Punta de Rieles también hay una peluquería que atiende Mayckoll, quien aprendió el oficio en la cárcel y por tutoriales de Facebook. En un colectivo tiene su casa de tatuajes Federico que conoce muy bien el trabajo y la Argentina. Tuvo un local de tatuajes en Ituzaingó y estuvo preso en las cárceles de Ezeiza (dos veces), en Marcos Paz y en Devoto. En Punta de Rieles tatuó a presos, a visitas, a personal civil de la cárcel y a una cabo.
La mayor empleadora de la cárcel es una panificadora creada por un detenido que ya recuperó su libertad. Trabajan entre 90 y 100 empleados. Hacen tres mil paquetes de pan lactal por día que venden en locales de Montevideo y alrededores y también elaboran el pan para la cárcel.
Los negocios tienen varias historias y Luis Parodi, director de Punta de Rieles, recuerda algunas: "Un detenido se quejaba y se quejaba de los precios que tenía el almacén de la cárcel y puso otra para hacerle competencia. Entre los pedidos un preso quiso instalar un hotel alojamiento. Pero la verdad que no me animé. Pensé que todavía generarse tan revuelo que preferí que no".
Pablo González, uruguayo, y Gastón Narvante, argentino que vive en Montevideo hace 10 años, son dueños de la empresa Inclusión Social Generadora (ISG). Hace cinco años les ofrecieron llevar a la cárcel el aserradero que tenían. Dijeron que sí y se instalaron en el Polo Industrial del Complejo Carcelario (COMCAR), la prisión más grande de Uruguay. Además del aserradero hoy tienen un supermercado.
En el supermercado trabajan 10 empleados tienen uniforme de remera verde y pantalón azul. La mayoría de los presos no pueden acceder al lugar y por eso hay un delivery por cada pabellón para hacer las compras. Un empleado del supermercado y del aserradero gana en mano 15 mil pesos uruguayos, unos 460 dólares.
La tarde que Infobae visitó el Polo Industrial en el supermercado los empleados entregaban los pedidos para los deliverys y atendían a los clientes que hacían fila. "Vendemos de todo menos bebidas alcohólicas y levadura porque con eso se puede hacer alcohol. Y desodorantes solo les podemos vender a los presos que están en el Polo. Lo que más compran es lo que se conoce como ´la del preso´: yerba, harina, tabaco, ojillas (NdA: el envoltorio para el tabaco) y azúcar. Después vienen los refrescos y las galletitas. También nos compran los empleados de la cárcel", cuenta González.
En el supermercado también se preparan comidas y tiene tres sucursales: su sede central en el Polo; en el ingreso para que puedan comprar los familiares cuando van de visita; y en el módulo 10 de la cárcel.
Como los detenidos no pueden usar plata, ISG creó una tarjeta de débito. Las familias les acreditan dinero y con ese sistema van al supermercado.
Richard tiene 36 años y es el encargado del supermercado hace dos años. "La experiencia es muy buena para estar privado de la libertad". Tiene una condena a 11 años de prisión por rapiña, que es el robo violento y uno de los delitos que más se cometen en Uruguay. Está preso hace ocho años. Asaltó una empresa –"nos llevamos buena plata"– pero uno de sus compañeros fue detenido y después dieron con él.
"Yo no robo más. Estoy juntando plata para comprarme una camioneta con reparto", cuenta Richard que espera salir de la cárcel este año. Y explica en su propia vivencia porque el Polo es una isla dentro de la prisión. Cuando llegó a COMCAR fue alojado en el módulo 8, el más temido de todos. "A los tres días de entrar tuve que pelear con cuchillo. Me peleaba todas las semanas, era parte de la rutina", recuerda Richard, que estuvo allí cuatro años. "Teníamos agua dos horas por día y estamos las 24 horas encerrados. Salíamos como bichos", sostiene sobre el encierro y dice que desde que dejó ese módulo no se peleó más con nadie para no volver.