Todo en la vida de C. era una mercancía. Ella misma, para empezar.
Nacida en la comunidad gitana de Mar del Plata en los barrios alrededor de la avenida Jara, C. fue vendida no una sino dos veces, con una etiqueta sobre su vida, dotes que fueron pagadas primero por un marido y luego por otro.
Su propia bebé, la segunda de sus dos hijas de apenas un año de edad, habría sido ofrecida al mercado negro con una etiqueta mucho mayor que ella, en moneda estadounidense. C. fue aislada del mundo, moldeado con miedo, la habían aislado incluso dentro de su propia comunidad, controlaban sus movimientos, su teléfono, su perfil de Facebook.
Para cuando se sentó frente a una médica de Policía Científica en el Complejo Juan Vucetich en Mar del Plata el 9 de diciembre de 2017, a C. ya la habían quebrado del todo. Tenía apenas 21 años.
La DDI local de la Policía Bonaerense allanó la casa donde vivía ese mismo día para llevarse detenida a su pareja, H., también gitano y dedicado a la compraventa de autos. Un remisero que acudió a la casa el día anterior lo había denunciado tras llevarlo en un viaje desde su casa hasta un punto cercano en la calle Avellaneda. H. había subido al auto con una bebé de poco más de un año, de pelo rubio, tez clara, la hija menor de C., de la que no era el padre. El hombre no llevaba a la bebé en el regazo; la tenía sentada a su lado, la tironeaba del brazo mientras hablaba por celular, un poco en español, otro poco en caló, el idioma zíngaro.
Un grupo de entre cinco y seis hombres esperaban a H. en la vereda, aparentemente todos ellos gitanos. Uno de ellos se acercó al hombre con la bebé y comenzaron a hablar.
Lo que el remisero logró escuchar le erizó la piel:
"¿Te gusta?"– habría dicho H.
"¿Cuánto?"– respondió el otro gitano.
H. le respondió: "55 mil verdes."
El remisero llevó a H. hasta otra casa en la avenida Jara, donde vio cómo el vendedor de autos tironeaba a la bebé del brazo al bajar. Poco después, el remisero llamó al 911, su denuncia disparó una causa a cargo de la fiscal federal Laura Mazzaferri bajo la firma del juez Santiago Inchausti. C. fue encontrada en el allanamiento: la fiscal no sabía de su existencia hasta que el ariete rompió la puerta.
H., diez años mayor que C., negó en su indagatoria que su intención fuese vender a la bebé, que en realidad quería vender un Chevrolet Corsa que había ido a ofertar junto con un Renault Megane, que nunca le haría daño a la nena. "Si hace poco le festejé el cumpleaños", aseguró. Había tenido que pedir el remise porque se había cortado la correa de arranque del Megane, afirmó que el Corsa valía esos 55 mil dólares. El Megane fue encontrado en los allanamientos, pero el Corsa nunca apareció, el primer hueco en su relato.
C. también declaró como testigo y validó la versión de su pareja. Aseguró que le dijo que vaya con la nena así podía aprovechar y limpiar la casa, que en realidad H. buscaba vender el auto. Afirmó que el padre de la bebé era el mismo que el de su hija mayor, otro gitano que vivía en Caleta Olivia con el que no tenía contacto. Afirmó que H. vivía con ella y su hija menor hace tres meses, que el vendedor de autos trataba bien a la bebé, que le compraba juguetes, que la llevaba y la traía.
C. fue consultada por su teléfono celular, si tenía. La respuesta fue inquietante: dijo que cuando vivía con sus padres tenía uno y lo usaba, pero que desde que se casó y se mudó con H. que ya no podía tenerlo más, también había tenido que dejar de usar sus redes sociales. El testimonio continuó. El teléfono era lo de menos: no salía sola a la calle, y si lo hacía la acompañaban dos tías de su marido que vivían enfrente. Apenas la visitaba su mamá. Ya no tenía amigas.
Tras terminar su declaración, C. pidió que su bebé sea examinada por una médica. La especialista constató que la niña estaba bien, lúcida, sin lesiones, apenas una dermatitis propia del pañal. Allí, frente a la médica, C. se quebró: contó cómo H. la había golpeado, mostró lesiones en codos, antebrazos, rodillas y muslos que la forense registró, aseguró que el vendedor la había violado y le forzó la mano dentro de la boca hasta hacerla sangrar, un episodio que llevó a C. a denunciar a H. en una Comisaría de la Mujer local.
No podía ver ni contactar a su primera hija por decisión de su ex pareja, que resolvió, según su testimonio, que la mayor de las nenas se quedaría con él, que a C. le tocaría la menor.
El hombre en Caleta Olivia, dijo la joven gitana en su relato, había pagado una dote para casarse con ella. H. también: 50 mil pesos. El vendedor de autos, declaró, ni siquiera la dejaba ver televisión. Quiso morir, dijo C., intentó suicidarse, pero en su mente estaba convencida de que estar con él era, dijo ella misma, "su obligación".
La fiscal y el juez no dudaron de su testimonio: H. terminó preso y fue procesado primero en diciembre del año pasado por sustracción de menores, luego en abril tras una nueva ampliación por los delitos de trata de personas, abuso agravado por acceso carnal, lesiones leves, la decisión del juez Inchausti fue ratificada por la Cámara Federal marplatense el 8 de octubre pasado con un embargo de medio millón de pesos para el vendedor de autos que no tiene un DNI a su nombre y que continúa encarcelado.
C. pudo recuperar su vida, al menos en parte; la acompaña hasta hoy un equipo de la DOVIC, el ala de la Procuración que apoya a víctimas de trata y violencia de género. Un informe de una psicóloga del Programa Nacional de Rescate habló de temor y angustia a perder su única fuente de apoyo económico, de dependencia emocional respecto de su presunto victimario, un estado en donde C., reducida a un objeto, hasta se responsabiliza a sí misma por los golpes recibidos.
El segundo procesamiento del juez Inchausti habló de la "idionsincrasia de la comunidad zíngara en la que se encuentra inmersa", la fuerte cultura patriarcal de la comunidad gitana.
La cita es por lo menos descriptiva. "Con el transcurrir de los días ha modificado su discurso en defensa del acusado", asegura otro documento en el expediente. C. nunca volvió a repetir ante la Justicia lo que dijo ante la médica que revisó a su hija. La citaron a declarar en cámara Gesell. Allí, la joven gitana cambió completamente su relato, lo defendió a su ex marido, pidió volver con él.
La fiscal Mazzaferri pidió una custodia policial para ella: C. pidió que se la saquen. Pidió también retirar su denuncia, sacar al vendedor de autos de la cárcel. Se había convertido en una paria para los gitanos de la avenida Jara, su comunidad. No solo le dieron la espalda sino que también la amenazaron de muerte: la fiscal federal inició una nueva causa por estas intimidaciones.
Su caso no es el único que involucra a la violencia machista en la comunidad gitana en los últimos meses, expedientes judiciales en donde el señorío del varón convierte a la mujer de la comunidad en una mercancía.
El asesinato de Estefanía Bonome ocurrido en el barrio La Perla de José Mármol a manos de su primo de 15 años que la apuñaló en el pecho y en la cara fue una muestra gratuita de sadismo. El 25 de octubre último, la Sala II de la Cámara Federal de Bahía Blanca rechazó los recursos de apelación de una banda que había sido encabezada por Ramón Singer, "El Rey", un empresario gitano de la compraventa de autos de Coronel Suárez. El delito: la venta de dos chicas que no pertenecían a la comunidad, con sus padres involucrados. El supuesto precio por una de ellas: cincuenta mil pesos y dos camionetas. "El Rey", un hombre obeso, murió en el penal de Ezeiza a comienzos de este mes por una afección cardíaca según medios locales.
La problemática del machismo en la comunidad gitana ha sido recurrente en las fiscalías federales: Mazzaferri tuvo expedientes en el pasado sobre secuestros extorsivos de adolescentes de la comunidad que fueron en realidad autosecuestros, chicas que escapaban de sus familias que supuestamente buscaban casarlas por la fuerza.