En una pequeña sala de visitas de la cárcel de Bower, en Córdoba, Mirta Graciela Antón, ex policía condenada por delitos de lesa humanidad, levanta la voz ante la periodista l:
–Yo jamás trabajé en la calle. Jamás usé un arma contra nadie. Nunca disparé una bala. ¡No maté a nadie!
Sin embargo, los testigos que declararon ante la justicia de Córdoba dijeron que Antón era una mujer cruel y sanguinaria. Que les retorcía los pezones a las embarazadas. Que aplastaba los testículos de los secuestrados con los tacos de sus zapatos. Que se reía mientras torturaba. Que bailaba sobre los detenidos. Que mataba a sangre fría. Que era la encargada de dar el tiro de gracia a los policías que no obedecían a los mandos superiores y que, por tanto, se transformaban en sujetos peligros. Que con otros colegas vendía los objetos que robaban de las casas de los desaparecidos.
Sus víctimas, y algunos de sus ex compañeros, la consideran un bicho despreciable. Por eso la llamaban "La Cuca": la cucaracha.
"Sus torturas eran monstruosas", dice Ana Mariani, autora de La Cuca, obra de reciente aparición que fue editada por el sello Aguilar. El libro incluye las entrevistas que le hizo a Antón durante seis encuentros en la cárcel (Antón es la primera mujer en Latinoamérica en ser condenada a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad), testimonios de sus víctimas y una investigación exhaustiva sobre el siniestro y laberíntico Departamento de Informaciones de la Policía de la provincia de Córdoba, conocido durante los años de la dictadura como D2. Era un centro de detención clandestino por el que pasaron más de mil personas, y estaba en el Pasaje Santa Catalina, entre la Catedral y el Cabildo, a 50 metros de la Plaza San Martín, epicentro de Córdoba.
El 25 de agosto de 2016, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Número 1 de Córdoba dictó el veredicto final en el juicio por crímenes de lesa humanidad cometidos en los centros clandestinos de detención de La Perla, La Ribera y el D2.
"En las inmediaciones, una multitud que ocupaba varias cuadras acompañó con aplausos y cánticos cada condena. Una de las más festejadas fue la de prisión perpetua para Mirta Graciela Antón, policía, hija de policía, esposa de policía, hermana, madre y tía de policías", escribe Mariani.
Según consta en su legajo, Mirta Graciela Antón trabajó en el Departamento de Informaciones de la policía de Córdoba desde el 1 de febrero de 1974 hasta el 22 de diciembre de 1975, y desde el 18 de marzo de 1976 hasta el 11 de enero de 1984.
El juicio en el que condenaron a Antón fue conocido como la megacausa de La Perla (el nombre del principal centro de detención clandestino de la provincia). En él se la procesa, junto a otros 45 represores, por torturas y homicidios cometidos, en su caso, entre 1974 y 1983 (aunque por ahora sólo se revisa una parte de esas causas y las demás formarán parte de otro proceso).
El juicio reúne los casos de 716 víctimas, con 45 imputados y 900 testigos.
A ella le imputan 211 delitos: 73 privaciones ilegítimas de la libertad agravadas (por el hecho de ser policía), 76 imposiciones de tormentos agravadas, 56 homicidios calificados, 2 imposiciones de tormentos seguidos de muerte, una tentativa de homicidio calificado y 3 abusos deshonestos agravados.
El ex general Luciano Benjamín Menéndez –que murió el 27 de febrero de 2018- estuvo también entre los acusados.
"Al contrario de lo que muchos podrían creer -aclara la autora-, el secuestro, la tortura y el asesinato no son solo 'cosas de hombres'. En América Latina, la Argentina y Chile son prueba de ello. Antes y durante los regímenes militares de Augusto Pinochet y de las juntas, numerosas mujeres actuaron dentro de las fuerzas armadas y de seguridad o alrededor de ellas, y cumplieron tareas en la represión, que no siempre fueron secundarias o de mero apoyo".
Asesina por naturaleza
"Matar le daba placer. Era la perfecta asesina. Si vos querías contratar a una mujer para que se lo charle al tipo y lo asesine, la Cuca era la persona indicada. Se hacía la pendejita inocente y después te mataba de cinco tiros. Estuvo metida en la mayoría de los asesinatos del D2. Y en los crímenes de policías estuvo envuelta en todos", dice Charlie Moore, uno de los detenidos por el grupo parapolicial del que Antón formaba parte, en el libro La búsqueda, escrito por Miguel Robles, que es citado por Mariani en su investigación.
Moore, militante del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) que estuvo detenido seis años (durante los que colaboró en tareas administrativas con el D2 para, según declaró en el juicio, salvar su vida), dice que Antón no tenía principios ni sentimientos, y que era parte de un grupo paraestatal, el Comando Libertadores de América.
El Comando estaba integrado por suboficiales de la policía de Córdoba, había sido creado por Luciano Benjamín Menéndez con el fin de combatir a los grupos de izquierda, y comenzó a actuar dos años antes de que se produjera el golpe militar del 24 de marzo de 1976.
Según Moore, Antón "era miembro del sicariato policial que no mataba por cuestiones ideológicas. Eran bestias salvajes. Mataban y robaban. Hasta se habían puesto un negocio para vender lo robado. Ejecutaban las faenas más sucias de la represión".
En los expedientes judiciales, este grupo aparece integrado por La Cuca Antón; su hermano Herminio "Boxer" Antón; su marido, José Raúl "Sérpico" Buceta; Carlos "Tucán Grande" Yanicelli; Calixto "Chato" Flores; Luis "Cara con Riendas" Lucero, y "El Gato" Miguel Gómez.
Charlie Moore declaró ante la justicia desde Inglaterra, donde vive, y dijo que nunca se podrá saber la cantidad de gente que ese grupo mató: "La Cuca Antón era la pistolera oficial de una patota de psicópatas".
El libro de Mariani también busca indagar en los orígenes de Antón y su familia. "No puedo dejar de preguntarme qué los llevó a ser torturadores y asesinos. ¿Qué vivieron? ¿Qué parte nos perdimos de lo que pasaba entre esas cuatro paredes?", reflexiona Liliana, que fue amiga de Antón cuando vivían en el barrio Cerveceros, donde veía a su amiga salir con delantal y dos colitas. "¡Cómo puede ser! Éramos como hermanos. Iban a mi casa a tomar la leche con el pan que hacía mi abuela. Los considerábamos de la familia. Es la época de la infancia y no te la podés olvidar nunca".
Mirta Antón nació el 11 de noviembre de 1953 en Córdoba. Es hija de Herminio Antón y de Martina Lidia Belén. Tiene cuatro hermanos, dos mayores ‒Herminio y Graciela‒, y dos menores, Walter y Ada. La familia vivía en el barrio Jardín, una zona llana, con casas bajas, muchos árboles.
Sus padres se habían conocido en una radio, LV3. Martina Lidia Belén se presentó a un concurso de canto en el que Herminio Antón era pianista. Con el tiempo, ella dejó su carrera artística y se hizo costurera, y él cambió el piano por la policía.
Mirta Antón dice que su padre cometió el pecado de ser un ferviente peronista en plena Revolución Libertadora, como se llamó al golpe que, en 1955, derrocó al presidente Juan Domingo Perón. Un día, cuando Mirta Antón tenía dos años, los militares allanaron su casa y se llevaron a su padre preso.
Su madre se vio obligada a limpiar casas durante el día y a coser ropa en la noche, de modo que los hermanos Antón fueron criados por sus abuelos, Alcides y Rosario, que vivían enfrente.
Como la abuela era analfabeta, cuando tenía que hacer los deberes Mirta cruzaba la calle y le pedía ayuda a su madre, con quien hacía largas caminatas hasta la cárcel, el pelo prolijamente recogido en un rodete, para visitar a su padre. Dos años y ocho meses después, Herminio Antón quedó en libertad, ingresó nuevamente a la policía y el rumbo económico de la familia se enderezó.
Mirta Antón no tiene recuerdos tristes de esa infancia que pasó jugando al elástico, a la rayuela, con muñecas de porcelana, disfrazándose con la ropa de su madre, yendo al parque de diversiones. Cuando terminó el Liceo Nacional de Señoritas, quiso estudiar psicología.
Su padre, que había alcanzado el grado de comisario, le propuso entrar en la policía para tener un sueldo y así pagarse los estudios. De modo que Mirta siguió el camino de su hermano Herminio (su otro hermano, Walter, también entraría en la fuerza), hizo el curso de ingreso, y en 1974 entró en el sector Orden Social y Político de la Policía de Córdoba. Ese mismo año la trasladaron al D2 para que rotulara los elementos que se secuestraban a los presos políticos.
Durante las audiencias del juicio, Antón solía sentarse en un sector de los Tribunales de Córdoba donde esperaban los acusados que no querían presenciar el juicio. Era un pasillo largo, con forma de ele, que tenía ventanales a la calle. A lo largo de ese pasillo había dos puertas ‒una comunica al hall del primer piso y la otra al recinto donde se realizaban las audiencias‒ y tres salas donde los acusados se reunían con familiares, tomaban café o comían.
Era frecuente ver a algunos hombres dormidos, roncando. Babeando o cabeceando de sueño. Fumando a escondidas de los dos policías que custodiaban. El lugar tenía la atmósfera de un geriátrico: la espera inútil, el silencio incómodo, el aburrimiento.
Antón era la más inquieta. Hablaba con el mozo que les traía los pedidos desde el café de la esquina. Saludaba a los abogados.
―Los muchachos me cuidan porque soy la única mujer. Soy como una hermanita para ellos. Extraño a Videla, conmigo era un caballero. Y Benjamín Menéndez, un prócer.
Por entonces, ella usaba dos collares: uno con el logo de Bulgari y otro con una cruz de San Benito Abad, que se repetía en un anillo.
―Es el santo de las maldades y lo uso para que no me hagan fechorías. Siempre le pido que cuide a mis tres hijos y mis tres nietos.
―¿Les parece que muerdo? –les llegó a decir a dos periodistas.
―¿Tengo apariencia de diablo? Eso dicen. Mis manos están siempre así. Limpitas. Nunca lastimaron a nadie.
En 2007, el antiguo edificio del D2 fue declarado Monumento a la Memoria y desde entonces funciona allí un museo que conserva un archivo con 136.242 fotos de los detenidos, que se guardaba bajo el rótulo "Registro de Extremistas".
En la Sala Escrache hay una foto gigante de los represores. Fue tomada durante uno de los juicios. En la primera fila aparecen Jorge Rafael Videla y Luciano Benjamín Menéndez. Dos más atrás, seria, mirando a cámara, está Mirta Antón.
En el primer juicio contra Mirta Antón, María del Rosario Miguel Muñoz, militante de izquierda secuestrada el 19 de diciembre de 1975, declaró: "Cuando llegué [al edificio del D2] me sodomizaron, me golpearon después y me pusieron en un patio hasta la mañana. Creo que eran como las 7 y llegaron los torturadores que marcaban tarjeta, como si fueran panaderos. Me llevaron a una sala de torturas con toda la panoplia de la tortura: picana, submarino. Mientras era golpeada e interrogada, una torturadora que tenía tacos altos de aguja saltaba sobre mí. Luego supe que estaba embarazada. Al mediodía los verdugos se retiraron a almorzar y al regresar me hicieron un simulacro de fusilamiento".
En el reconocimiento fotográfico, María del Rosario Miguel Muñoz señaló a Mirta Antón como la torturadora embarazada de tacos altos.
En ese mismo juicio, un testigo declaró que Mirta Antón, y dos policías más, habían secuestrado a María de las Mercedes Gómez de Orzaocoa, embarazada de siete meses, aún hoy desaparecida, a quien sometieron a la picana eléctrica, al submarino, una simulación de fusilamiento, golpes, quemaduras de cigarrillos y vejaciones sexuales.
Humberto Vera fue detenido en 1974. Era delegado de una fábrica. En abril de 2014, en el marco del juicio de La Perla, declaró que, entre sus torturadores, había una mujer: "Me pinchaba con alfileres y me pisaba los testículos con los tacos de sus zapatos. Era Antón. Pude verla cuando se me corrió la venda. La reconocí porque íbamos al mismo club de baile".
Gloria Di Rienzo, también testigo en ese juicio, dijo, según consta en el expediente: "Cuando me torturaron, ella me retorció los pezones y me tiró agua caliente para que abriera las piernas y los policías me pudieran violar".
Carlos Eduardo Santa, testigo en la misma causa, declaró: "Entre tantos hombres, escuché una voz de mujer. Era La Cuca. Después de acercarse a mí y decirme un montón de groserías, me dijo los nombres de cada uno de los que vivían en mi casa, cerca del hipódromo, en Barrio Jardín. Supongo que ella vivía por ahí. Muchas veces escuché hablar de ella y el sadismo que tenía, especialmente con las mujeres".
Según el relato de Charlie Moore, en el invierno de 1975, en la ciudad de Córdoba, Mirta Antón, Raúl Buceta y Herminio "Boxer" Antón salían a menudo a "cazar" jóvenes militantes con "carnadas" humanas.
Una de esas noches, mientras Buceta y Boxer esperaban en el auto, Mirta Antón y una chica joven, detenida en el D2, esperaban sentadas en una parada de colectivos. Antón tenía 21 años y la chica 19. Mientras le hablaba como si fuera su amiga, Antón le apuntaba con un arma a las costillas y le ordenaba: "Hablame, sonreí". Minutos después se acercaron dos muchachos, que saludaron a la chica. Aunque ella se esforzó en no darles conversación, Mirta Antón comprendió que se trataba de compañeros de la universidad. Cuando quedaron solas, Antón se levantó y llevó a la chica al auto. Al subir, dijo: "Dos más en la lista". Al llegar al D2, entre los tres torturaron a la chica hasta que dio los nombres de sus dos compañeros.
Días después, en el mismo lugar, Antón picaneaba a otra mujer joven: en la vagina, en los pechos, en el estómago, en las orejas. Antón no sabía el nombre de esa mujer, pero algo las unía: las dos estaban embarazadas.
Charlie Moore, en su declaración, la acusó de haber torturado a su mujer, Mónica Cáceres (los dos fueron detenidos en 1974 y liberados en 1980): "La metió en una pieza y empezó a torturarla. No le preguntaba nada porque en realidad de esa forma quería torturarme a mí. Mientras la amasijaba, se reía como una loca. Se vestía como una puta de cabaret, con jeans ajustados, zapatos con tacos y toda pintarrajeada. Eso le daba un tinte grotesco a su maldad".
Ramona Domínguez, ex policía, declaró que en el D2 las mujeres no torturaban, "a excepción de Antón, que era joven y tenía muchas ínfulas".
A partir de su propia investigación y de la información que pudo recabar cuando estuvo detenido en el D2, Charlie Moore dijo que Antón y los grupos de tareas del D2 mataron al menos a 12 policías, y se mostraron después acongojados ante sus familiares, a quienes ofrecieron custodia para prevenir "posibles atentados".
"Al mismo tiempo, comenzaron a robar. Casi todos los del D2 estaban implicados: La Cuca, Sérpico, Cara con Rienda. A mi familia le sacaron 50.000 dólares, pero desplumaban a todos. Hacían hasta piratería del asfalto. Yo los veía cuando volvían de robar. Sacaban la guita de las bolsas y repartían. Se pusieron un negocio donde vendían lo robado. Un día, una mujer compró una heladera en ese negocio y vio que tenía inscripta la leyenda 'AVONPLAS', que era un mensaje del ERP que significaba 'A vencer o morir por la Argentina socialista'. Obvio que la habían robado a los guerrilleros", declaró Moore ante los jueces.
Amor salvaje y sanguinario
Mirta Antón conoció a Raúl "Sérpico" Buceta en el D2, en 1974. Ambos trabajaban allí, y tenían 19 años. Él empezó a invitarla al cine, a acompañarla a su casa, hasta que una noche le dijo: "Estoy enamorado de vos". Ella dice que, con el tiempo, también se enamoró, pero que la relación no era fácil: él estaba separado, tenía una hija (ella lo supo antes que él se lo dijera porque revisó su legajo policial), y Antón sabía que sus padres no iban a aceptarlo.
―No me gustó la idea de embarcarme en ese compromiso, mi familia era muy estructurada y yo, criada por abuelos, muy a la antigua. Como había sido catequista de la Parroquia de mi barrio, no me cerraba esa cuenta.
Dispuesto a seguir adelante, Buceta decidió hablar con el padre de ella. "Mire –le dijo‒, estoy enamorado de su hija". "Lo único que le pido es que la cuide como la cuidamos nosotros. Ella está acostumbrada a vivir como una reina", respondió el padre. "No se preocupe, conmigo no le va a faltar nada", le aseguró Buceta.
Aunque sólo se casarían en 1991, una vez aprobada la ley de divorcio en la Argentina, se fueron a vivir juntos inmediatamente. En 1975 la policía los envió a Buenos Aires, a hacer un curso de explotación (el término más adecuado era "análisis") de material terrorista.
―Íbamos a quedarnos un mes –dice Antón, en el pasillo de Tribunales‒, pero al tercer día de estar allá, los guerrilleros pusieron una bomba en la casa de mis padres, en Córdoba. Nos volvimos en avión. Mi familia pudo escapar, pero la casa quedó destruida. El techo cayó como si fuese de trapo. Mis padres se mudaron. Nunca supimos quién fue el autor del atentado.
Durante ese viaje interrumpido quedó embarazada de su primera hija.
―Mi marido fue el amor de mi vida, un excelente compañero, un gran padre y un laburante terrible. Su muerte fue terrible. Murió electrocutado en la pileta de casa, y su ex me acusó de matarlo. Cuánta maldad. Yo laburé en el D2 hasta que me pedí licencia por el embarazo. ¿Cómo pueden pensar que una embarazada va a torturar? ¡Y torturar embarazadas!
Desde su retiro de la Policía, la vida de Antón transcurría con tranquilidad hasta que el domingo 28 de junio de 2009, por disposición del juzgado federal Nº 3 de Córdoba, fue detenida cuando se presentó a votar en las elecciones legislativas.
Ese día entró en una escuela, hizo la fila para ingresar al cuarto oscuro, saludó a dos vecinos (la escuela quedaba a dos cuadras de su casa) y esperó el turno.
Lo demás lo recuerda en su diario: "La presidenta de mesa era una señorita que conocía de la infancia, su madre tenía una mercería y ella siguió con ese negocio. De pronto en la puerta vi a un hombre, que me pareció extraño, que hablaba por celular. Tenía un rompevientos rojo y azul. Sus movimientos eran ansiosos. En la fila había otras dos mujeres que nunca había visto en el barrio. Mi corazón me decía que algo extraño estaba ocurriendo. Entregué mi documento, pasé al cuarto oscuro y cuando salí me interceptó el hombre del rompevientos. Me pidió el documento, noté que le temblaban las manos y se identificó como policía. Enseguida aparecieron las dos mujeres de la fila con un sobre que anunciaba mi detención".
Así fue su último día libre.
En un momento del libro, Antón interpela a Mariani.
–¿Sabés? Me tomé el trabajo de buscarte. No, en realidad, lo hicieron mis hijos; les di tu nombre y te buscaron en Internet.
–Habrán leído que siempre trabajé en temas relacionados con derechos humanos.
–Sí, lo sé. Sé todo de vos y me doy cuenta de que estamos en veredas diferentes. Yo uso escarapela y vos clavel rojo. Y lo que no quiero es que me pase lo que me sucedió con un periodista de Buenos Aires que me entrevistó y mintió. Me molestó porque me demonizó, ¡me demonizó! —alza la voz y su cara se desfigura—, y sin embargo yo le conté todo como te lo cuento a vos. Así se lo conté a él, de la misma manera, con la misma intención. Y la verdad es que me enojó mucho que mintiera.
La Cuca no recibió más a Mariani. El periodista al que se refirió soy yo. Durante 2014 la entreviste durante tres días para un perfil publicado en el libro Los malos.
Recuerdo que la última vez que la vi me dijo algo similar a lo que tuvo que escuchar Mariani:
―Yo sé cosas de vos. No puedo con mi genio. Si vos me investigaste y leíste de mí, ahora estamos a mano. Yo trabaja en un área donde llegaba lo que se secuestraba a los terroristas. Por ejemplo, si el detenido se llamaba Rodolfo Palacios, yo escribía eso, sacaba las cosas de la bolsa, las enumeraba en una máquina de escribir y dejaba constancia de todo eso. Lo ponía en un legajo. Si había papeles rotos, los unía como un rompecabezas. Hacía así –dijo, rompiendo una servilleta en varios pedacitos y empezando a unirlos‒. Y trataba de descifrar el mensaje. Capaz que aparecían datos de las bombas que pensaban poner.
―¿Ese material desapareció?
―Ni idea –dijo, encogiéndose de hombros–. También había muchos libros, mucho Estrella Roja, mucho El Combatiente, mucho Evita Montonera, mucho Trotsky, mucho Marx, mucho Che Guevara. Yo sólo hacía eso. Me la pasaba entre papeles. Trabajaba de 7 a 14. Inventaron que me metía con los presos. Que mataba, que torturaba. Todo mentira. Mirame las manos. Están limpitas. ¿Vos las ves manchadas de sangre?
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