Pacto con el diablo, locura y sadismo: la historia del Hannibal Lecter argentino

A diez años de un crimen espeluznante. Raúl Piñel, de 32 años, mató a su padre, lo descuartizó y se lo comió.

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Raul Piñel y la cocina en la que preparó el guiso con los restos de su padre
Raul Piñel y la cocina en la que preparó el guiso con los restos de su padre

Cuando salió de la cárcel, el 20 de junio de 2008,Raúl Ernesto Piñel parecía otro hombre. Una versión siniestra de sí mismo: como un Mister Hyde que nunca volvería a ser Doctor Jekyll.

Hablaba solo, su mirada era fría y para sus familiares y amigos se volvió casi un desconocido. Pero nadie se imaginaba que ese hombre de 32 años pronto iba a convertirse en "El Hannibal Lecter de Daireaux", un pueblo bonaerense rural de 16 mil habitantes, por matar, cocinar y comer a su padre en un guiso a la provenzal.

El primero en descubrir el estado oscuro de Piñel fue su tío. Una tarde, mientras tomaban mate en el campo, el hombre le dio un consejo:

–Tenés que enderezarte. Volver a laburar y dejarte de hacer macanas. ¿No ves que es hermoso andar libre?

–En la cárcel me respetan más que afuera. Igual allá adentro es bravo, tío. No tenés ni idea. Pasan muchas cosas feas.

–¿Te lastimaron alguna vez?

–No. Conmigo no joden. ¿Te cuento una cosa? Pero no digas nada. Es un secreto.

–Dale, soy una tumba, querido. Contá nomás

–Una vez estábamos con los vagos. Tomamos algo, dijimos unas palabras, pedimos unos deseos y de repente se apareció el loco.

–¿Qué loco?

–¡El diablo, tío! Nos dijo que si le cumplíamos él nos iba a cumplir. No le voy a fallar nunca.

–Dejate de joder. Eso es todo verso. Te están llenando la cabeza con mentiras.

–No pasa nada tío. Es la única manera de salir a flote.

Luego, Piñel bajó la cabeza, miró al piso y pronunció unas palabras inentendibles. Su tío largó una carcajada. Pero Piñel no lo registró. Seguía murmurando, como si estuviera en trance. Su tío lo zamarreó y le preguntó qué estaba haciendo. Piñel lo miró, como desorbitado, y le respondió:

–Llamando al diablo.

El origen del mal

Piñel estaba casado y tenía dos hijos. Siempre fue parco y poco expresivo. A sus amigos les decía que nunca había podido superar la temprana separación de sus padres: él tenía diez años y los había visto pelear e insultarse varias veces.

Esa circunstancia, según él, lo había marcado: era un chico triste, silencioso y ensimismado. Era el mayor de tres hermanos: dos varones y una mujer.

La casa del horror
La casa del horror

Su padre y su hermano eran lo contrario a él: simpáticos, conversadores y divertidos. En las reuniones eran el centro de atención. Ninguno de los tres tenía trabajo fijo. Se las rebuscaban haciendo changas: cortaban leña, cuereaban animales, descargaban camiones, recogían papa en el campo y cuidaban caballos.

A veces trabajaban hasta 15 horas por día y no les quedaban ganas de ir a emborracharse al cabaret El Lagarto, donde los hombres de la familia solían reunirse. Allí ocurrió un hecho que quizá anticipó la pulsión de Piñel: una prostituta lo denunció por morderle la espalda.

Sus familiares dicen que Piñel fue llevado por mal camino por un amigo de su infancia que cumplió una condena por robo en la cárcel de Urdampilleta, a 45 kilómetros de Daireaux.

Piñel se reencontró con él y esa relación terminó por distanciarlo de su esposa, sus padres y su hermano. Había dejado de trabajar y pasaba el día tomando cerveza en un bar situado al costado de la ruta, en el que solían parar los camioneros y los peones de campo que volvían de agotadoras jornadas. Su amigo había estado detenido por piratería del asfalto

–Estoy podrido de laburar como un burro –protestó Piñel.

–Tengo un laburito para que encaremos y salgamos del pozo.

Su amigo le propuso desvalijar varias casas de un campo. Piñel aceptó: no tenía un centavo y con su esposa y sus hijos tuvo que dejar la casa donde vivían porque debían seis meses de alquiler.

Los posters que tenía Piñel en las paredes de su casa
Los posters que tenía Piñel en las paredes de su casa

Se mudaron a lo de su padre. Era una casa de ladrillos con un comedor cuyas paredes blancas descascaradas estaban decoradas con los dibujos gauchescos de Molina Campos, afiches con caballos y toros; una pequeña cocina en la que sólo caben tres personas, una salamandra y dos piezas. En el patio crecía la maleza y había un sauce llorón y un duraznero.

La convivencia fue dificultosa. Piñel discutía con su padre. Al mismo tiempo siguió tomando alcohol. Estaba a punto de desmoronarse. Tomaba de mañana, tarde y noche. En esas condiciones encaró el robo del campo que le había propuesto su amigo.

Una noche, saltaron la tranquera y caminaron con sigilo por el pasto. Estaban encapuchados y tenían armas. Buscaban dinero y caballos que pensaban cargar en un camión. Pero todo les salió mal: el sereno de la estancia escuchó el ladrido de los perros, se asomó por la ventana y al ver dos siluetas, llamó la Policía.

Los dos fueron llevados a la cárcel de Urdampilleta. Como Piñel tenía otras causas por riña callejera y había intentado robar un auto, iba a pasar varios meses en prisión.

–Me dijiste que no nos podía pasar nada malo –le recriminó a Orlando en la celda que compartieron.

–Vos estabas en otra. Para afanar hay que estar con todas las luces. Hiciste mucho ruido y avivaste a los perros –retrucó su amigo.

Pacto siniestro

Los dos fueron a parar al pabellón más peligroso del penal. Piñel notó que entre su amigo y los otros presos había algo extraño. Con los días, lo sumaron a un ritual en el que se cortaban los brazos y tiraban la sangre en un fuentón.

Era una especie de magia negra, según figura en el expediente del caso.

Piñel pareció tomárselo demasiado en serio. Comenzó a hablar solo y les dijo a sus compañeros de prisión que el diablo se le había aparecido en la celda. Lo miraron raro, aunque ellos no dejaban de hacer ese ritual oscuro.

Hasta la expresión de su cara parecía cambiada: tenía una fiereza digna de un animal salvaje. Solía mostrar los dientes y mirar con odio.

Una de las pocas fotos que existe de Piñel
Una de las pocas fotos que existe de Piñel

Un día no quiso entrar en su celda. Un guardia le llamó la atención y lo dejó sin comida. Piñel lo golpeó con brutalidad y le mordió el cuello. El director de la cárcel lo sancionó con una semana en el calabozo.

A él nada parecía perturbarlo. Ni siquiera amanecer al lado de un compañero que acababa de morir de una puñalada, como ocurrió un día. Por un momento, Piñel pensó que él lo había matado, pero luego se descubrió que el ataque había sido ejecutado por otro preso.

Un loco peligroso en el pueblo

Cuando salió del penal no ocultó su extraño comportamiento. En Daireaux comenzaron a decirle "el loco". No lo dejaban entrar en los bares y muchos lo esquivaban. Cuando entraba en un negocio, los clientes lo miraban como si fuera la atracción del circo.

Su esposa lo dejó y él se mudó a lo de su madre.

Un día su padre fue atropellado por un auto mientras iba en bicicleta. Piñel logró un permiso para verlo en el hospital.

–Viejo, le recé al Gauchito Gil para que vuelvas a estar bien.

–Gracias. Pero estoy hecho un toro. Decí que no me dejan ir al cabaret –bromeó su padre.

–Ya vas a estar mejor –anunció Piñel, misterioso.

A los pocos días, su padre fue dado de alta.

–Viejo, ¿no me agradecés? Estás vivo por mis trabajitos.

Su padre no entendía nada. Luego se enteró de las invocaciones de su hijo y se lo contó a los asistentes sociales del Servicio Penitenciario Bonaerense, que controlaban la libertad condicional de Piñel. Pero no le suspendieron la libertad.

En una gran olla, similar a la hallada en el exterior de su casa, cocinó la macabra cena
En una gran olla, similar a la hallada en el exterior de su casa, cocinó la macabra cena

Piñel había adelgazado cinco kilos, estaba desalineado y tenía la cara chupada. Se la pasaba encerrado en la pieza. Un mediodía, cuando su madre lo fue a buscar para comer, lo sorprendió en un ritual. Estaba rodeado de velas y tenía las fotos de su padre y de su hermana.  No quiso interrumpirlo, pero cuando la vio, le dijo:

–Estoy curándolos. Los voy a salvar.

La mujer fue a la comisaría, pero el comisario los desalentó.

–No puedo hacer nada. Que yo sepa, hablar del diablo no es delito, a lo sumo es pecado. Tienen que llamar al psicólogo del penal.

–Llamamos, pero no nos responden. Mañana tienen que venir a buscarlo para llevarlo a la cárcel, pero puede ser demasiado tarde –dijo la mujer.

–Lamentablemente no puedo meterme. Pero si pasa algo, me llaman urgente –les dijo el comisario.

Final satánico

Cuando la mujer volvió a su casa, Piñel no estaba. Había ido a lo de su padre.

–Hola, viejo. ¿Puedo pasar la noche acá? -le dijo.

–Dale, pasá –le respondió su padre, algo dubitativo.

Luego se fue al patio a tomar mate y a hablar solo. Así estuvo varias horas. El padre de Piñel llamó a su otro hijo, que apareció en la casa a los diez minutos.

–Tu hermano está acá.

–¿Por qué lo recibiste? Tiene que volver a la cárcel.

–Dejá que esta noche la pase conmigo. Además mañana tiene que volver al penal. Lo pasan a buscar temprano.

–¿Ahora dónde está?

–Mateando en el patio. Habla solo. No se le entiende nada de lo que dice. Habla al revés. ¿Por qué no pasas esta noche a picar algo? Además no me dejás solo con este loco.

–No puedo, hoy quedé con la vieja.

La chimenea de la casa donde la policía encontró un macabro escenario con restos humanos
La chimenea de la casa donde la policía encontró un macabro escenario con restos humanos

El joven prefirió estar con su madre para protegerla en el caso de que su hermano fuera a la otra casa. Pero Piñel tenía otro plan. A la noche, le dijo a su padre que iba a cocinar. La charla que tuvieron nunca salió a la luz, sólo se sabe que Piñel golpeó a su padre, buscó un cuchillo en el cajón de la cocina y lo degolló.

Con cuidado, descuartizó a su padre y esparció los restos por la casa. Separó el corazón y los riñones y los puso en una olla, sobre una garrafa encendida. Mientras tanto, picó ajo y perejil y tomó un vaso de vino.

Cocinó a su padre en un guiso. Luego, según contó después a los policías, invocó al diablo y le ofrendó el cuerpo de su padre.

A la mañana siguiente, un vecino golpeó la puerta de la casa porque pretendía tomar mate con su padre. Piñel le abrió y lo hizo pasar. Cuando el hombre entró, el olor le daba náuseas. Se horrorizó al ver los restos humanos calcinados.

–Voy a preparar unos mates –le dijo Piñel, como si no hubiese pasado nada. Pero en lugar de buscar la pava, agarró una cuchilla que tenía manchas de sangre.

–Ahora vengo. Voy a buscar unos bizcochitos –dijo su vecino y salió apurado.

Cuando llegó la Policía, Piñel estaba sentado a la mesa. Hablaba solo. A los detectives sólo les dijo:

–Si me dan un ratito más, se los voy a agradecer.

– ¿Para qué? –le preguntaron.

–Ya curé y salvé a mi padre. Ahora me queda hacer lo mismo con mi madre. Sería un error dejar esto sin terminar –dijo.

Lo esposaron y los vecinos intentaron golpearlo.

–¡Caníbal asesino! –le gritaban.

Asqueados, los peritos no recogieron todos los restos de la víctima.

El exterior de la casa del atroz crimen
El exterior de la casa del atroz crimen

Piñel fue internado en un instituto neuropsiquiátrico, donde probablemente pasará el resto de su vida. Su nombre quedó en la galería macabra de los caníbales argentinos.

El perito José Abásalo dictaminó que sufría de síndrome delirante y que era paranoide, demente y esquizofrénico. Es probable, concluyó, que en su cabeza haya escuchado voces.

Ante los psiquiatras que lo examinaron –rejas de por medio por temor a un ataque–, Piñel pronunció un nombre, pero nadie supo a quién se refería. La respuesta más clara se la dio a Abásalo.

–¿Dónde creés que está tu padre? –lo interrogó.

Piñel respiró hondo, bostezó, pensó unos segundos, y confesó:

–Ahora, a papá lo llevo bien adentro.

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