Era un domingo soleado de otoño de 2008. El famoso asesino Carlos Robledo Puch entró en la sala de visitas de la cárcel de Sierra Chica, a doce kilómetros de Olavarría. Llevaba una bolsa con libros, el termo, el mate y un plato de plástico con seis empandas de carne. Se sentó a una mesa de madera, apoyó el plato, sacó una empanada, la puso en una servilleta de papel y me la dio.
—Comela tranquilo —me dijo con la boca llena, masticando con rapidez su empanada.
—Riquísima —le dije. Era verdad.
—Las cociné anoche. Tienen carne picada, huevo, aceituna, papa y cebolla que le pedí a un paria del pabellón. Les puse todo lo que encontré a mano.
Cuando estaba por comer la segunda empanada, Robledo me miró fijo y me advirtió:
—Por las dudas te aclaro que no las cociné en el horno famoso.
—¿Cuál?
—El horno donde cocinaron empanadas rellenas con delincuentes.
Más tarde, un guardia nos permitió a Robledo y a mí caminar por el patio del presidio. Robledo me llevó hasta la carpintería del penal –donde una vez causó un incendio disfrazado con capa, máscara para soldar y al grito de "soy Batman" — y después hacia la panadería.
—Ahí fue todo –me dijo el llamado "Ángel Negro" –que en 1971 y 1972 mató a once personas- como si fuera el guía turístico del infierno.
Las paredes seguían negras y el horno era inmenso. Allí habían incinerado a los presos asesinados durante uno de los motines más sangrientos de la historia criminal argentina, que comenzó el 1 de abril de 1996 y terminó ocho días después con ocho presos asesinados.
Estuve más de diez veces en esa cárcel. Y en cada visita, el fantasma del motín en el que intervinieron mil presos merodeaba durante las charlas de los guardias y los presos. Como un sello maldito que perdura a través del tiempo.
Pueblo chico, infierno grande
"Bienvenido a la capital de la piedra", dice un cartel en la entrada de Sierra Chica. Pero al pueblo no lo ha hecho famoso la piedra, sino una de las tres cárceles que pueden verse al costado de la Avenida Legorburu: la Unidad Penal Número 2, que aloja a casi 2500 presos.
Es una fortaleza de piedra granito instalada en un pueblo bonaerense de tres mil habitantes. La cárcel es una fortaleza construida en 1881, al costado de las vías del tren, por orden del entonces presidente Julio Argentino Roca, que pretendía tener un fuerte militar para avanzar en la Campaña del Desierto. El penal es un panóptico, sistema creado por el filósofo Jeremy Bentham en 1791: un solo guardia puede observar a los prisioneros sin que ellos lo vean; el objetivo es que crean que son observados todo el tiempo. Los doce largos pabellones están distribuidos en forma circular. Los guardiacárceles armados con fusiles vigilan desde lo alto de los muros. Cada preso pasa sus monótonos días en una pequeña celda con un pasaplato, encerrado con un candado.
En esos pabellones de cien metros de largo, que contienen cincuenta celdas de cada lado, un grupo de hombres entró en la historia de la peor manera. En la Semana Santa de 1996 encabezaron un motín sangriento. Fueron días en el infierno: mataron a presos, los incineraron en el horno de la prisión y usaron restos para rellenar empanadas. Tomaron diecisiete rehenes, entre ellos trece guardias, dos pastores evangelistas, una jueza (María Mercedes Malére) y su secretario. Con la cabeza de uno de los abatidos, jugaron a la pelota en el patio del penal.
A esos hombres los llamaron Los Doce Apóstoles.
Los testigos dijeron que esos días sanguinarios, Robledo corrió hacia la parroquia, abrazado a un compañero, con una Biblia en la mano. Cuando le pregunté sobre el famoso motín de Sierra Chica, me dio otra versión:
—Yo me quedé en mi rancho, cuidando mis cosas. Estaba en el mismo pabellón que ahora. Nos encerramos con candado y esperamos a que todo terminara. No comimos. Pasé por diez motines en toda mi vida. Ese fue el peor. Pero lo de las empanadas y lo de la cabeza como pelota es mentira. No vi, ni hablé con nadie ni escuché gritos. Aquí había una banda que cometía muchos abusos contra los presos. Apretaban y pedían dinero. Los Apóstoles vinieron como justicieros y con la finalidad de matar al otro grupo. Por eso fue el motín. Yo estuve encerrado en mi celda. No me agredieron ni vi nada. Nos arreglamos con mate, leche en polvo, arroz, polenta. En ese motín, uno de los presos le convidó una empanada a un guardia:
—¿Te gustó? —le preguntó cuando ya la había comido.
—Sí, aunque estaba un poco dulzona.
—Te acabás de comer un chorro.
Esa escena fue vista por Jorge Kroling, el guardia que se ofreció voluntariamente como rehén para salvar a un compañero herido.
—Desde ese día, no volví a comer carne picada.
A Kroling le dicen Canguro. Es el guardia más popular de la cárcel. Aprecia a Robledo, a quien conoce desde hace veinticinco años. "Este es un loco bárbaro como yo", suele decir Robledo. Hablan de la Segunda Guerra Mundial, de cómo combatir el delito y de armas.
—No queda claro qué hizo Robledo durante el motín. Hay distintas versiones: se dice que fue golpeado, usado como escudo y hasta que colaboró con los Apóstoles.
Ese grupo siniestro estaba liderado por Marcelo Brandán Juárez, alias Popó. La versión que da la banda es que durante el motín, Brandán y sus cómplices mataron a los presos llamados "arruinaguachos", acusados de violar a otros reclusos y de ser "buchones" de los guardias. El capo de ese grupo era Agapito Lencinas, asesinado por Brandán de un balazo en la nuca. Con su cabeza jugaron al fútbol en el patio del penal.
Pero otra versión es que todo comenzó con un intento de fuga que terminó en motín.
A Brandán Juárez lo conocí una tarde de 2008, durante una velada boxística en la cárcel de Florencio Varela, un preso me señaló con el dedo a un hombre que miraba la velada ensimismado.
—Ese es Popó –dijo el preso.
Era Brandán Juárez. Me acerqué, lo saludé y le pregunté si podía hacerle una nota.
—No hablo con la prensa. Dijeron que era un monstruo, y que yo sepa los monstruos no hablan.
Tiempo después le envió una carta a los medios que decía: "Yo sé que la sociedad me condenó y para muchos soy un monstruo, pero juro que cambié. No lo demostraré con palabras, sino con hechos. Estoy escribiendo un libro en el que contaré la verdad de lo que pasó. En tantos años privado de mi libertad, han pasado por este lugar de encierro muchos hombres que alguna vez fueron niños y no han tenido la oportunidad de tener una infancia acorde a lo que tiene que tener un niño. Yo he pagado a la Justicia y a la sociedad mis errores en aquellos momentos, por eso me siento capacitado para otorgarle a la sociedad lo mejor que yo he aprendido en el bien de los demás. Mi experiencia en la cárcel me llevó a pensar y a cambiar como para hacer un proyecto que sea útil a la sociedad".
El 14 de abril de 2000, Los Doce Apóstoles fueron condenados a prisión perpetua en un juicio televisado. Ellos estuvieron adentro de una jaula. "Nos trataron peor que a los animales del zoológico", dice Brandán.
Un día, durante un asado en la cárcel de Campana, organizado por el Gordo Valor, el ex líder de la superbanda que robaba blindados, un preso silencioso que comía carne sin parar, me confesó:
–Estar preso es lo peor. Pero pasé cosas peores. Brandán era un chabón bravo. Te asesinaba con la mirada. Fui testigo del motín de Sierra Chica. ¿Saben qué feo fue tener que cortar en pedacitos a un compañero?
Habla uno de los doce apóstoles
—Fui un apóstol, pero no maté.
Eso dice Juan José Murgia Canteros. Fue condenado a reclusión perpetua por el sangriento motín. A Murgia lo acusaron de matar de un certero facazo en el pecho —como si fuera la estocada de un torero— al temible cuchillero correntino Agapito Lencinas, líder de la banda rival.
El Apóstol está libre desde el 22 de abril de 2009 gracias a una reducción de condena. Cuando se fue de la cárcel de Florencio Varela, donde trabajaba en una granja, se hizo una promesa: no robar más. Buscó trabajo, se integró a un grupo pastoral, no les atendió el teléfono a las malas compañías y sacó el registro de conducir. Ahora maneja un remís destartalado por las calles calientes del Conurbano bonaerense. Forma parte de una generación de ladrones pesados que anunció su retiro del delito.
A Murgia el motín de Sierra Chica lo catapultó a la fama. A la mala fama. Durante los ocho días que duró la revuelta fue el matador de Agapito Lencinas, el líder de la banda "Los arruinaguachos", presuntos "buches" del Servicio Penitenciario y violadores de presos jóvenes.
El periodista Luis Beldi, autor del libro Los 12 Apóstoles, cuenta el momento decisivo en que Murgia mata a Agapito: "Murgia quería la gloria de ser su matador para ganarse el respeto en todas las cárceles (…). Con un ademán parecido al golpe de revés de los tenistas, le cortó el cuello y abrió la yugular". Murgia recibió dos heridas: un cuchillazo en el pecho de su víctima y un balazo en la muñeca que partió del FAL de un oficial del Grupo Geo. Quizá su destreza para maniobrar la faca haya tenido origen en el oficio que cumplió con su padre: trabajó en un matadero. Acuchillaba chanchos.
—¿Le molesta cargar aun con el mote de Apóstol?
—Ya está. Es así. Son las reglas de juego. No me arrepiento de nada ni tengo remordimientos. Ya pagué con creces. Si alguien me apunta con el dedo, se le va a doblar.
—¿Volvió a ver a sus ex compañeros de esa banda?
—A un par los vi por tele, haciendo notas. No me juntaría con ellos. Los ex delincuentes no deben verse en la calle. Hay que caminar con pies de pluma. Sé que muchos de ellos se hicieron evangelistas.
—¿Qué recuerda de la masacre de Sierra Chica?
—Sobre el motín se han escrito y dicho muchas mentiras. No voy a hablar del asunto porque lo pienso contar todo en un libro que voy a escribir. Está la posibilidad de hacer un documental o una película.
—¿Usted mató a Lencinas?
—No insista. Del motín no voy a hablar.
—¿Usted respondía órdenes del líder de la banda?
—Le aclaro algo: nunca tuve patrón. Ni ahora quiero tenerlo. Ni Dios es mi jefe. Y eso que creo en él a muerte. Pese a todo.