Héctor Acuña se ganó el apodo de Oso por el tamaño de su humanidad. Hizo la carrera de oficial penitenciario y, entre los presos, se ganó la fama de pegador.
"Yo fui boxeador", alardeaba ante gente que recibía los golpes sin posibilidad de defenderse.
Desde fines de 2010 está en el pabellón de Lesa Humanidad del complejo penitenciario de Marcos Paz y en 2014 lo condenaron a perpetua por 43 privaciones ilegales de libertad y por más de un centenar de casos de tormentos, abusos sexuales y homicidios.
En enero de 2018, cuando sus abogados le tramitaban una prisión domiciliaria, Acuña recibió la peor noticia.
Una mujer joven, que había vivido a su cargo desde la infancia reveló que desde los 5 hasta los 14 años había sido abusada por este supuesto boxeador condenado por crímenes de lesa humanidad.
Nunca se había animado a contar el sometimiento en el que vivía desde niña: el Oso Acuña había amenazado con matar a toda su familia
La denuncia de la joven, cuya identidad no va a revelar Infobae, se tramita en el juzgado federal número 2 de Morón a cargo de Jorge Rodríguez.
Esta mujer, que nunca se había animado a contar el sometimiento en el que vivía desde niña, visitó a Acuña varias veces en Marcos Paz. Un día decidió salir de la prisión interna en la que vivía y hablar.
Según consta en la denuncia penal, también sufrió abuso en alguna de esas visitas, cuando Acuña lograba que los encuentros se realizaran en boxes privados.
Un encuentro no tan casual
Juan Scatolini detuvo su auto en la esquina de 11 y 51, en pleno centro de La Plata, para atender el teléfono. Concentrado en la conversación, que fue breve, no advirtió al hombre joven parado sobre la vereda, casi pegado al auto.
Por eso, se sorprendió al escuchar que le golpeaban la ventanilla. Cuando bajó el vidrio, escuchó la pregunta del hombre:
-¿Scatolini?
-Sí, contestó.
-¿Puedo hablar con vos?
-Sí, pero… ¿vos quién sos?
-Martín Acuña, soy el hijo del Oso.
A pesar de que Scatolini es un tipo curtido, la respuesta le produjo un escalofrío, como si hubiera metido los testículos en un mar helado.
Corría diciembre de 2012, hacía mucho calor y el centro platense estaba inundado de gente que caminaba apresurada para las compras navideñas.
Pese a la multitud, Scatolini sentía la ominosa amenaza que significaba el hijo del Oso al lado suyo. Precisamente porque conocía a su padre desde los años sesenta del Servicio Penitenciario Bonaerense, donde ambos habían compartido tareas en varias dependencias: Acuña como oficial penitenciario, Scatolini como asistente social criminológico.
En 2014 fue condenado perpetua por 43 privaciones ilegales de libertad y por 127 casos de tormentos, abusos sexuales y homicidios
En los setenta se habían vuelto a cruzar, pero esta vez Acuña era un verdugo de los presos políticos y Scatolini uno de ellos.
En la Unidad 9 de La Plata, en 1976, esa cárcel estaba bajo la mirada atenta del temible coronel Ramón Camps, jefe de la Bonaerense y responsable del plan de exterminio de prisioneros y sus familiares.
La llegada de la democracia a fines de 1983 permitió que los tribunales se inundaran de denuncias y las declaraciones de Scatolini resultaron para que el ex oficial penitenciario Héctor Acuña, alias el Oso, fuera condenado por vejámenes y torturas.
Acuña fue encontrado culpable de los homicidios doblemente calificados por alevosía de Olga Noemí Casado y Laura Carlotto
En octubre de 2010, apenas dos años antes de ese encuentro casual en el centro platense con su hijo, el Oso Acuña había sido condenado a siete años de prisión.
El día en que el tribunal leyó la sentencia, Scatolini estaba presente. También lo estaba Martín Acuña, ese hombre joven que veía cómo su padre quedaba preso.
El hijo del Oso, ese día, había armado un escándalo en la sede del teatro de la ex AMIA platense. Estaba junto a otros familiares de penitenciarios condenados en el primer piso. Desde allí amenazó a fotógrafos y periodistas que seguían el juicio.
Pero no fue suficiente: bajó junto a un compañero suyo para provocar pelea con testigos y familiares de las víctimas. La policía lo contuvo y evitó que todo pasara a mayores. Luego se comprobó que las butacas del primer piso tenían flojos los tornillos y en los rumores posteriores se adjudicaba esa maniobra al hijo del Oso, que había pensado en tirar las butacas desde arriba.
El temor se diluye
Pasados más de cinco años de ese encuentro casual, Scatolini le cuenta a Infobae cómo ese miedo inicial se transformó en sorpresa y acercamiento.
"Si me pega, que me agarre parado", dice que pensó. Y, al bajar, esperaba la trompada. Sin embargo, el hijo del Oso, oficial penitenciario en actividad, se hizo a un lado y le permitió salir.
—Yo te tenía medido a vos –le dijo apenas empezaron a hablar-. Porque yo andaba con una manopla. Te iba a destrozar ese día.
—¿Y qué pasó? –atinó a preguntar Scatolini.
El joven empezó a hablar de manera atropellada y Scatolini se dio cuenta de que no había agresividad en su voz. En todo caso, percibió una violencia contenida. Con el correr de la charla, Scatolini descubrió quién era el destinatario de esa bronca.
—Después de esos días se me hizo un clic en la cabeza –le confesó el hijo del Oso.
Le pregunté a mi viejo si había abusado de las mujeres en La Cacha. Y me dijo: ‘No, abusar no, ellas se entregaban…’
A esta altura, cabe consignar que el Oso Acuña estaba procesado por delitos mucho más graves que las torturas en la U9 de La Plata. En efecto, Acuña integraba un grupo de Tareas donde había penitenciarios y miembros de otras fuerzas de seguridad y Armadas. Secuestraban gente, la torturaban y la hacían desaparecer.
El nombre de esa nefasta prisión clandestina fue La Cacha, "por la bruja Cachavacha, que hace desaparecer gente", solían decir los cancerberos a sus víctimas.
La Cacha funcionó entre mayo de 1977 y diciembre de 1978 y algunos sobrevivientes identificaron al Oso Acuña como parte de esa trama siniestra. No solo lo acusaban de torturar sino de violaciones sexuales a las detenidas.
El resultado fue que el tribunal falló, en octubre de 2014, y Acuña fue condenado a perpetua.
Scatolini se dio cuenta de que Acuña hijo, lejos de agredirlo, había cambiado completamente de actitud.
—Porque alguien me dijo que mi viejo abusaba de las mujeres en La Cacha. Entonces yo fui y le pregunté. Yo siempre lo voy a ver… Bueno, ahora hace tiempo que no lo voy a ver. Fui y le pregunté… me dijeron esto y esto, ¿es cierto? "No", me dijo mi viejo, "abusar no, ellas se entregaban…".
Mi vieja se suicidó. Y siempre tuve un sentimiento feo con ella porque nos dejó a mi hermanito y a mí a merced de éste
Había hablado casi sin respirar y, al llegar a este punto, Martín Acuña hizo una pausa, tal vez para tomar aire, o quizás para poder preguntar lo que a él lo torturaba:
—¿A vos te parece que mujeres que estaban secuestradas se fueran a entregar porque querían?
Scatolini no le contestó, pero su mirada fue la respuesta que el hijo del Oso temía.
—¿Qué opinás de mi viejo?, preguntó entonces.
—Tu viejo es un asesino, le dijo Juan.
Seguían parados en la esquina, junto al auto mal estacionado y con las balizas prendidas. Martín Acuña guardó silencio unos segundos que a Scatolini se le hicieron eternos. Finalmente, tomó aire y volvió a
hablar como si hubiera guardado encerradas esas palabras durante mucho tiempo. Y, esa tarde de inicio de verano, salían de modo atropellado.
—Tenés razón, me parece que tenés razón –dijo, y agregó sin transición: -porque además mi vieja se suicidó. Siempre tuve un sentimiento feo con mi vieja porque nos dejó a mi hermanito y a mí a merced de éste.
Martín decía "éste" por su padre. Y agregó que su hermanito tenía trastornos mentales y que él mismo tenía problemas de conducta.
La sentencia por los crímenes de La Cacha se dictó en octubre de 2014, casi dos años después de ese encuentro casual entre Martín Acuña y Juan Scatolini. A diferencia de lo ocurrido cuando Martín estaba descontrolado porque condenaban a prisión a su padre, esa vez eligió no ir al tribunal a escuchar el fallo.
Scatolini y Acuña, los 60 y los 70
Años después de este episodio, Juan Scatolini no solo recuerda para Infobae aquel diálogo sino que relata cómo su vida se había cruzado con la del Oso Acuña en más de una oportunidad. Primero, en 1965, siendo Acuña un joven oficial penitenciario y Scatolini un asistente social criminólogo.
—Fue en la Unidad 10 de Melchor Romero, cuando era el Instituto Neuropsiquiátrico de Seguridad Cesare Lombroso –precisa.
El nombre refiere al famoso médico italiano que a fines del siglo XIX convencía a los forenses de que el tamaño del cerebro, de las orejas o el color de la piel eran indicadores claves para definir un perfil criminal.
—Eso habla a las claras de cuáles eran las prácticas psiquiátricas que allí se realizaban –dice Scatolini a Infobae.
Acuña recreaba los combates de boxeo usando a un enfermo psiquiátrico como sparring. Le pegaba todos los días, lo usaba de punching ball
Esa unidad penal funcionaba en las instalaciones de lo que había sido el viejo hospital neuropsiquiátrico. Se inauguró en septiembre de 1965 y estaba destinada a varones con trastornos mentales, enviados allí por orden judicial. Scatolini integró el primer contingente de penitenciarios y profesionales que trabajó allí.
—Al poco tiempo, llegó Héctor Acuña como parte del cuerpo de seguridad, encargado de la custodia perimetral de la Unidad y también de las requisas internas. En aquel entonces, Acuña era visto como un pesado útil, de esos tipos que entran en los pabellones sin miedo, que se la bancan –cuenta.
El Oso no era todavía el Oso –apodo con el que se hizo famoso en los grupos de tareas de la dictadura– sino que se lo conocía como Tucuta o Cara de goma, apodos que había logrado arriba del ring, según contaba la leyenda penitenciaria.
En los 60, Acuña creía tener un futuro como boxeador y llegó a pelear en las veladas pugilísticas del Club Atenas de La Plata. En el penal solía repetir algunos de los uppercuts que les asestó a otros púgiles.
Para resultar gráfico y ameno, Acuña recreaba los combates utilizando a un interno del neuropsiquiátrico como sparring.
—Había un muchachito que tenía un delirio tremendo, que vivía gritando '¡vienen los chinos, vienen los chinos!'. Se llamaba Luis Almanzi y era corpulento, medía casi dos metros, pero fuera de su delirio era un pibe tranquilo. Acuña le pegaba todos los días, lo usaba de punching ball -recuerda Scatolini.
Golpes, torturas y abusos
Con la llegada de Oscar Bidegain a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires, en 1973, Scatolini fue nombrado coordinador de los profesionales de la Unidad 10.
Sin embargo, fue desplazado un año después tras la renuncia del gobernador y lo destinaron a la Unidad 12 de Gorina. Allí perdió de vista al Oso, pero volvería a encontrarlo en otras circunstancias, mientras estuvo primero desaparecido por la dictadura y luego blanqueado como preso en la Unidad 9 de La Plata.
Hubo un día de una golpiza general. Hubo gente con tabique roto, con huesos quebrados, fue terrible
En la Unidad 9 lo vio golpear a un preso político, también ex penitenciario, casi hasta la muerte.
"Fue el 13 de diciembre de 1976, el día de una golpiza generalizada. Nos sacaron y nos hicieron pasar entre dos filas de penitenciarios que nos dieron con los palos a morir. Hubo gente con el tabique roto, con huesos quebrados, fue terrible", dice.
Y agrega: "A Acuña lo vi llegar y preguntar a los gritos dónde estaba Eduardo Zabala, un viejo inspector general penitenciario, peronista, que había sido asesor del jefe del Servicio durante la gobernación de Bidegain. Lo hizo sacar de la celda y lo destrozó a palos, casi lo mata".
Durante su detención clandestina, en la sede de la Policía Bonaerense de 1 y 60, Scatolini dice que nunca vio al Oso. O creía no haber visto al Oso.
"Ahí no nos podíamos sacar la capucha –cuenta-. Una madrugada un tipo viene, me despierta y me dice: 'Mire, yo soy Juan Carlos Gómez, me dicen Pajarito, soy oficial de Policía. Quiero decirle que nosotros a usted no lo torturamos, a usted lo torturaron Isaac Miranda y el Oso Acuña'".
Cuatro años después, Scatolini salió con el régimen de libertad vigilada. Un día, logró dar con el Oso en plena calle y se acercó.
—Tengo que hablar con vos –le dijo.
—No puedo, no puedo hablar con vos. Si hablamos, yo tengo que informar –le contestó el Oso.
—No me importa, vos vas a hablar conmigo -insistió Scatolini.
Estaban en la puerta del Club Vasco de La Plata y entraron. Se sentaron frente a frente en una mesa y Scatolini lo increpó:
—Vos me torturaste.
—No, cómo te voy a torturar –contestó Acuña, incómodo.
—Sí, vos me torturaste.
El Oso hizo un gesto de resignación y finalmente dijo:
—No, yo en realidad, te salvé la vida.
Muchos años después, durante su testimonio en el juicio de La Cacha, con los acusados sentados al lado de los jueces y cerca de los declarantes, Scatolini relataría este episodio y, en un momento, dirigiéndose directamente a Acuña, le dijo:
—Este es el momento para que digas de quién me salvaste la vida.
Acuña no contestó.
El testimonio de Juan Scatolini fue clave para que el Oso fuera condenado.
Acuña, sigue en la cárcel. Se desvaneció su sueño de lograr una prisión domiciliaria por tener más de 70 años. Ahora, tras dos condenas, el ex penitenciario espera su procesamiento por el abuso de una joven a la que tuvo a su cargo desde niña.
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