El primer robo de Carlos Eduardo Robledo Puch, el asesino civil más famoso de la historia criminal argentina, fue casi una travesura de niños. A los 11 años robó golosinas del kiosco del colegio Adolfo Alsina, en Florida.
"Fue una picardía infantil. Nunca me descubrieron. A mi mamá y a sus amigas les robaba cosas de la cartera", contó Robledo al autor de esta nota en 2008, en su celda de la cárcel de Sierra Chica. El llamado "ángel negro" está preso desde 1972 por matar a once personas por la espalda o mientras dormían.
El interrogante del caso es si alguien lo pudo haber salvado de cometer esas matanzas.
"Carlitos era un chico que se entretenía solo. Puedo jurar por lo que más quiero que mi hijo fue un modelo en todo sentido hasta terminar el colegio primario. Ahí empezaron sus problemas de conducta. Igual con nosotros, sus padres, siempre se portó bien y fue cariñoso", dijo a la revista Gente su madre Aída.
Por entonces, ella y su marido, Víctor, un empleado de la General Motors, le ponían algunos límites. Cuando se portaba mal, no le dejaban ver Cisco Kid, una serie estadounidense, y tampoco salir a la calle a jugar con sus amigos a los vaqueros, con su revólver de cebita y un pañuelo de su madre con el que se cubría la boca para hacer de bandido.
Mientras se imaginaba como autor de un gran robo al estilo de las películas que miraba, en un tren lleno de pasajeros o en un banco, Robledo se conformaba con poco. Una tarde, en 1968, cuando tenía 15 años, robó una radio de transistores y se la ofreció a Sebastián Sambán, el dueño de una farmacia que quedaba a una cuadra y media de su casa. Allí trabajó como cadete durante casi un mes. "Se la dejo en dos mil pesos", le propuso Robledo. El hombre dudó porque esa radio costaba casi el doble. Fue hacia la casa del chico a hablar con la madre. "Si mi hijo la quiere vender, que la venda. Él necesita el dinero para comprarse una bicicleta", le dijo ella. El farmacéutico se la compró, pero en poco tiempo se quedó sin cadete y sin escuchar los partidos de Boca, equipo del que era hincha.
Robledo dejó el trabajo para dedicarse al delito y la radio fue secuestrada por la Policía porque era robada. Don Sambán se sintió defraudado:
—Siempre les di trabajo a los pibes del barrio para que se ganaran el mango. Carlos parecía un pibe respetuoso y cumplidor. Pero resultó ser un terrible psicópata. Andaba siempre solo. Le dieron demasiada libertad.
Pero existe un robo que marcó un antes y un después en la vida y en la carrera criminal del ladrón de ojos claros y pelo rubio enrulado que amaba andar en moto. El 15 diciembre de 1968, durante la madrugada, Robledo robó una Siambretta del taller de Marcelo Chizzini, ex campeón argentino y sudamericano de motociclismo. El local quedaba en la calle Quintana 1059, en Victoria. Les mostró la moto a los chicos de la barra. Le gustaba acelerar a fondo por el barrio y despertar a los vecinos. "Está pichicateada y anda como los dioses", se jactó. Francisco, uno de los integrantes del grupo, le propuso comprársela. Antes, se la sacó de las manos y la probó. Volvió a la media hora. Le pidió que lo acompañara hasta su casa para darle una seña. Carlos se comprometía a reservarle la moto hasta que Francisco juntara el dinero que faltaba. Pero el hijo del dueño del taller descubrió a Robledo con la moto después de vigilarlo durante varios días. Le pegó una trompada y lo entregó a la subcomisaría Casino de Vicente López.
Allí, Robledo confesó otros hechos: cinco hurtos y nueve robos. Después, un juez de menores lo mandó a un reformatorio. Esa situación dejó a Francisco sin moto y a Robledo sin libertad.
Ninguno de los chicos se enteró de que Robledo estaba alojado en un instituto. Sus padres lo mantuvieron oculto por el honor familiar. Francisco iba todos los días a buscar la moto a la casa de Carlitos, pero nunca estaba. Pensaba que se escondía para no devolverle la seña. Sólo lo tranquilizaba saber que llegaría el día para vengarse de lo que consideraba una estafa. Sabía que tarde o temprano se iba a reencontrar con Carlos. "Justo a mí me viene a burlar este gil", pensó. Sus amigos lo cargaban.
Pero el Colorado no lo había estafado. Durante el tiempo que no estuvo en su casa, pasó día y noche en la Escuela de Artes y Oficios Manuel Estrada, un instituto de 64 menores ubicado en un predio de cuatro mil hectáreas de Los Hornos, en el partido de La Plata. El lugar era conocido como el reformatorio Bonanza. El 4 de febrero de 1969, el Colorado fue recibido por el director del reformatorio, Eloy Heraldo Maluendes.
—Bienvenido, joven. Aquí le vamos a ofrecer nuestra amistad y le enseñaremos un oficio. Acá no hay penas, ni castigos ni encierros, pero a las reglas hay que cumplirlas —le explicó Maluendes en su despacho.
—Está bien don, lo que diga —le contestó Robledo.
—¿Tenés problemas con tus padres? —le preguntó el director.
—Con ellos no hay comunicación. No me entienden. Mi padre es poco afectivo. Nunca fuimos amigos. En realidad no tengo ningún amigo —confesó el chico.
—Acá vas a encontrar muchos amigos. Somos una familia —aseguró Maluendes.
Después, Robledo salió al patio, donde los otros jóvenes jugaban a la pelota. Durante los veinte días que estuvo internado en ese hogar, jugó al básquetbol, leyó algunos libros de la biblioteca y visitó el atelier. Al principio se negó a barrer, pero un compañero le explicó que todos los chicos alojados en el instituto se turnaban para limpiar los salones. Eso lo convenció. "En casa nunca hago nada", le contó Carlos Eduardo.
"Era un muchacho ejemplar". Eso dijo Maluendes a Infobae, poco más de cuarenta años después de su encuentro con Robledo Puch.
—Era una belleza de chico. Uno lo veía y daban ganas de adoptarlo. Lamentablemente su padre trabajaba y no le daba bolilla. Y su madre no podía controlarlo. Necesitaba afecto, un buen abrazo. Le ofrecimos nuestra amistad. Creo que si lo hubiésemos tenido más tiempo no habría hecho todo lo que hizo después. Era muy sumiso y los otros chicos se aprovechaban de eso. No pudo integrarse al resto.
–¿Usted dice que se pudieron haber evitado los once asesinatos?
–Claro. ¡Sabe las almas que salvamos en el hogar! Pero a él no le dieron contención ni afecto.
En su estadía en ese reformatorio, donde estaban internados chicos huérfanos y con problemas judiciales, Robledo también fue maltratado y golpeado. Algunos jóvenes lo cargaban: le decían mariquita. Él hablaba poco. Un chico epiléptico, que había sido internado por ser agresivo con sus padres, le pega una trompada en la cara.
"El pobrecito quedó con un ojo morado, que resaltaba en su cara pálida y pecosa", dice Maluendes. En ese instituto, una pericia psicológica concluye que los conflictos de Robledo tenían que ver con su falta de sentimientos: "Sus funciones psíquicas están conservadas en el aspecto intelectual y en la autocrítica, pero su esfera afectiva parece ser la más afectada y posiblemente el punto de origen de sus actividades delictivas".
Al final, Robledo logra que su madre obtenga el permiso para llevarlo a su casa. "Te prometo, vieja, que no voy a volver a robar", le dice mientras la abraza. Su padre Víctor quiere tener una charla en privado con él. Lo encierra en su habitación y le aclara cómo serán las reglas desde ese momento y en adelante.
—Hijo, a tu madre y a mí nos estás trayendo problemas. Dejaste el colegio y eso nos dolió. Debés comprender que tenés la vida por delante y un estudio te abrirá camino en el futuro —le dijo el señor Robledo Puch a su hijo mientras le palmeaba la espalda. Los dos estaban sentados en la cama.
—Papá, no estoy haciendo nada deshonesto —le respondió Carlos, que estaba incómodo ante el sermón de su padre.
—Estoy dispuesto a pasarme toda la vida tratando de corregir tu camino. Tenés que aprender y razonar la diferencia entre el bien y el mal. Y saber valorar todo lo que tus padres te damos. En casa no te falta nada. ¿O sentís que te falta algo?
—No, papá. Lo juro por nuestra vida que no los voy a comprometer con la policía. Mis tareas son totalmente decentes.
—Hijo, te creo por la firmeza de tus palabras y por tu mirada. No nos falles.
—Papá, te prometo que nunca voy a manchar el apellido. Vas a estar orgulloso de mí. Ya vas a ver.
La charla deja conforme a Víctor Robledo Puch. Cree que esta vez su hijo le dice la verdad. Al otro día, Carlos tuvo dos malas noticias: Francisco lo golpeó mientras le reclama que le entregue la plata de la seña que le había pagado por la moto, y su padre lo inscribe en el segundo año del Instituto Cervantes de Vicente López. Fue pensado como una salvación para Robledo. La idea era que estudiara, tuviera un oficio y se alejara del delito.
Pero en esa escuela conoció a Jorge Antonio Ibáñez, alias Queque. Era un chico alto, morocho, espaldas anchas de nadador, que se jactabaa de entrar por las noches en las iglesias para robar la limosna que dejan los fieles. Era rosarino y estuvo detenido dos veces por robo. Tenía 16 años, dos menos que Robledo, y también era fanático de las motos. Carlos lo admiraba porque era decidido. "Robar te da adrenalina", le dice Ibáñez. Robledo le cuenta que robó una moto. Queque le dice: "Hay que ir por cosas más grandes". Robledo le habla de su novia Mónica. Su amigo le dice que no hay que perder el tiempo con las mujeres. Que traen problemas y sólo sirven para tener sexo.
Robledo Puch sabe que el robo es su destino. De ahora en más tomó una decisión: no parar. Desde ese día, las vidas de once personas tenían las horas contadas.
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