La iglesia de la Santa Cruz no luce muy distinta. En todo caso, es diferente a la mayoría de los templos católicos, inspirados en la tradición colonial española. Esta tiene un estilo gótico inglés, y todavía hay letreros en chapa esmaltada que dicen "English Confessions" en unas pequeñas celditas de madera donde los sacerdotes escuchan a los fieles que van a exculpar aquellos actos que consideran malos, los que les producen culpas y esperan ser perdonados por Dios.
La Iglesia de la Santa Cruz es de los Pasionistas, una orden que llegó a la Argentina a fines del XIX y que congregó a bastantes irlandeses y unos pocos ingleses reconciliados con el catolicismo romano. Hasta 1945 las misas se daban en latín y en inglés.
La iglesia de la Santa Cruz nunca fue un templo normal. En los sesentas, los pasionistas abrazaron la Teología de la Liberación con el mismo entusiasmo que un caballo sediento mete la trompa en un bebedero. Eso explica, quizá, el por qué esa manzana del barrio de San Cristóbal fue refugio de chilenos escapados de la dictadura de Pinochet y también el santuario de las Madres de Plaza de Mayo apenas empezaron a desafiar la dictadura.
La historia es conocida. Por más que se la repita cien y mil veces aparecen nuevas aristas, nuevos interrogantes sobre la capacidad de hacer daño que tienen los hombres.
Fue un 8 de diciembre, al salir de la misa, un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada secuestró a dos de las madres, Mary Ponce de Bianco y Esther Ballestrino de Careaga, a la monja Alice Domon y seis personas más.
El entonces teniente de fragata Alfredo Astiz había simulado ser hermano de un desaparecido y durante unos meses se ganó la confianza de las madres. El tiempo apremiaba para el grupo de oficiales entrenados para la represión interna: las Madres tenían algunos pesos y varias firmas para poder publicar una solicitada el 10 de diciembre de 1977, cuando se cumplían ese día 29 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ese mismo día el grupo de tareas secuestró a otro adherente de las madres en su atelier de La Boca.
Dos días después, la operación se completaba con el secuestro de Azucena Villaflor en el momento que llegaba al kiosco para comprar el diario La Nación y ver la solicitada, la primera contra la dictadura de Videla. Pero Azucena no llegó a comprar el diario. Los jóvenes y entrenados marinos la atenazaron. Con la misma cautela capturaron a la monja Leonie Duquet, de 61 años, que llevaba sus hábitos y su cruz colgada en el cuello.
Los 12 secuestrados fueron llevados a la Escuela de Mecánica de la Armada, y todas las víctimas fueron arrojadas vivas al mar desde aviones navales tras sufrir tormentos.
Cuatro décadas después, el templo tiene el mismo Cristo en la cruz, conserva aún intactos los vitreaux hechos en Dublin y que permiten filtrar distintas tonalidades de luz en un horario donde no hay misa e Infobae contempla el silencio atronador que estalla entre los bancos donde los penitentes suelen ponerse de rodillas para pedir perdón o se ponen de pie para entonar canciones y a acompañar, por caso, al Padre Carlitos cuando toca la guitarra y entusiasma a los asistentes a hacerle los coros.
Fuera del templo hay carteles indicadores de dónde dejar ropa y frazadas para los necesitados, horarios de catequesis o días de actividades de los scouts. También hay un patio de homenaje a los desaparecidos. Un lugar de homenaje. Lápidas de granito y mármol con leyendas que permiten al visitante, acaso, intentar tomar dimensión de esta historia.
En 2005 se identificaron los restos de cinco de las 12 víctimas. Tres de ellas, las Madres: Azucena, Esther y Mary. También la hermana Leonie y de Ángela Auat. Fueron cinco cuerpos devueltos por el mar y enterrados clandestinamente en el cementerio de General Lavalle donde se exhumaron, fueron identificados y sepultados ahí, en un jardincito al lado del templo, que da a la calle Estados Unidos.
Cuarenta años después
Ana María Careaga es la tercera hija de Esther y tenía 16 años cuando secuestraron a su madre. Se hace un rato para tomar café y hacer memoria. Unos meses antes, a su vez, ella había sido secuestrada y llevada al Club Atlético, otro centro clandestino, regenteado por el Ejército y la Policía Federal. Ana María militaba en la Juventud Guevarista. Al igual que su compañero vivían la cacería de militantes con la certeza de que les podía tocar. Sin embargo, estaban felices: Ana María había quedado embarazada. Apenas llevaba tres meses y como era menuda no se notaba. Tanto era el entusiasmo, que se había comprado un vestido como para una panza de seis meses.
Los secuestradores se ensañaban con ella porque Ana María respiraba profundo y no gritaba cuando recorrían su cuerpo con electrodos y se sacudía todo lo que le permitía su cuerpo amarrado a una estructura metálica.
"Me preguntaban una y otra vez si estaba embarazada y yo lo negaba". Así lo recuerda Ana María. Y lo dice con una voz firme, pausada. La misma con la que da clases en la Facultad de Psicología de la UBA. La misma con la que, un rato después de hablar con Infobae, deberá utilizar para dialogar con sus pacientes en el consultorio.
"El psicoanálisis es maravilloso", dice esta mujer de pelo negro, que había dejado el secundario y en el invierno de 1977 no tenía la más pálida idea de si su vida terminaba allí, en un sótano que era un no lugar y que, sin embargo, estaba en Paseo Colón y San Juan, a pocas cuadras de la Casa Rosada.
Ante el interrogatorio y la tortura, Ana María repetía la dirección de la casa familiar, en la calle Hamburgo de Parque Chas. Un buen día, la subieron a un auto y la dejaron en el parque, a metros de la casa familiar que por entonces no estaba habitada por su familia. Estaban, sí, su perra y un hombre que cuidaba de la vivienda.
Cuenta Ana María que cuando se vio en el espejo le costó reconocerse. Algo que, agrega, es de un alto impacto psicológico. Es imposible dejar de pensar en cómo actúa la subjetividad: lenguaje neutro y gesto adusto para hablar de la tortura, mientras que la percepción del cuerpo atormentado y el rostro alterado merece un llamado de atención.
Ana María toma café, toma agua y parece sumergirse en una historia que no tiene sosiego. En un rato se subirá al 59, colocará la Sube en la máquina que le cobre 6.50 y será, seguramente, a los ojos del resto, una pasajera más de una ciudad oculta, que vive a las sombras de historias tan desgarradoras como anónimas.
Esther se había sumado a las madres que daban vueltas a la Plaza de Mayo. Se abrazó a su hija como si todo hubiera sido apenas una pesadilla. Pero Esther no pensaba, de ningún modo, dejar de lado al resto de las madres que seguían buscando a sus hijos. Tenía una historia marcada por las dictaduras. Ella y su marido habían nacido en Asunción y lucharon contra el régimen de Alfredo Stroessner. Se refugiaron en la Argentina a fines de los cuarentas.
Esther era graduada en Química y en Buenos Aires daba clases al tiempo que inauguraba una línea de productos de belleza. Se llamaban doctora Careaga y entre sus empleados contó con un entusiasta seminarista del barrio de Flores que muchos años después llegó al Vaticano.
¿Qué pasó con el embarazo? Desde ya, era difícil que ese embrión que Ana María llevaba en el vientre saliera indemne de dos meses de tormentos sistemáticos. Pero la panza se perfilaba con las combas perfectas. La familia y los compañeros de Ana María sugirieron que ella viajara a Río de Janeiro. Una vez allá, supo que había cooperación entre las fuerzas represivas de la dictadura brasileña y la argentina. Al cabo de unos meses, esta chica de 16 años asumió un nuevo riesgo para el embarazo avanzado: subirse a un avión que la llevara al frío invierno de Suecia. Viajó con su compañero. Los recibieron, como a tantos exiliados, con mucha calidez.
"Les cuento algo ", dice Ana María: "Para Anita, la fecha de su nacimiento había quedado muy pegada a la desaparición de su abuela. Ella nació en Växjö, una ciudad del sur de Suecia. Las comunicaciones eran muy complicadas. Y llamamos para decir que Anita había nacido el 11 de diciembre. Ahí nos dijeron que a mamá la habían secuestrado el 8. Hace tres años, el 25 de diciembre nació Enzo que ahora va a cumplir cuatro. Por eso decimos que Enzo vino con un pan dulce abajo del brazo. Todo esto Anita se lo escribió en una carta al Papa que yo le llevé cuando fui a verlo al Vaticano. El Papa le contestó con otra carta en la que recuerda a mi mamá".
Ana María vivió en Suecia unos años. Consiguió trabajo en una guardería donde había varios niños latinoamericanos. Allí iba a diario con Ana María, que está a punto de celebrar sus 40. Estudió Administración en la UBA. Tres días antes de su cumpleaños, seguramente, madre e hija, se quedarán un rato frente a la lápida que está al costado del templo de la Santa Cruz y leerán, como hacen siempre, la placa que ellas y su familia colocaron y que dice: Esther Ballestrino de Careaga, Madre de Plaza de Mayo. Nacida el 20-1-18. Secuestrada el 8-12-77. Permaneció detenida-desaparecida hasta que sus restos fueron recuperados e identificados el 16-04-2005.
Más abajo dice: "En nuestro matrimonio soy yo el que ha tenido el honor de ser tu esposo. En tu corazón generoso nunca guardaste ningún secreto para mí, salvo el de dónde has podido sacar tanta ternura y de qué manantial brotó tanta limpieza para tu alma. Este mundo no ha sido diseñado para hacer feliz al hombre y está incapacitado para soportar la grandeza de las almas puras. Tu esposo Raimundo Careaga. 1978". Firman: Tus hijas, nietos y bisnietos.
En una carta escrita en 2005, Ana María le dijo a su madre "me quedé con las ganas de un abrazo mamá", y siguió: "Volviste. Un día de diciembre, seguramente extenuada, a la costa. Te habían desaparecido apenas unos días antes y habrían de desaparecerte 28 años más. Mientras tanto nosotros te buscamos, como había que buscar entonces, como se buscaba en esa época funesta de nuestra historia, como ustedes nos buscaban a nosotros. Golpeando puertas, recorriendo, denunciando. Todo era inútil. (…) Las madres buscaban a sus hijos y los hijos buscaban a sus madres, en el país de lo indecible. Después buscamos la justicia. Tampoco llegó. También estaba desaparecida (….) Y así tuvimos que aprender a encontrarte. En las miradas de nuestros hijos. En sus sonrisas. En su orgullo de ser nietos de esta abuela. En las canciones que, remedándote, le cantaba a mis hijos. Como vos me las cantabas a mí: 'chatita, chatita, chatita mía, pedazo de cielo que tengo yo, te miro y te miro y al fin bendigo, la dicha infinita de ser tu mamá'".
En octubre de 2011 el Tribunal Oral Federal número 5 juzgó y condenó a 16 de los responsables del secuestro y asesinato de "los 12 de la Santa Cruz". La mayoría de ellos a cadena perpetua.
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