“Extrañaba tanto que me enfermé”, dice Marcelo Iripino en diálogo con Infobae mientras muestra las instalaciones de su casa de Parque Chacabuco, donde reside con su marido y socio, Marcelo Frezzia, y con su perro, Rocco. Todo luce impecable, huele rico y transmite alegría, como su rostro. Porque aquí, sin lugar a dudas, está su lugar en el mundo. Con más de tres décadas de carrera y mientras estaba disfrutando del éxito de Bien Argentino, a principios de 2022 el coreógrafo decidió que era el momento de intentar algo nuevo. Y, junto a su compañero de vida y su mascota, partió con destino a Miami, Estados Unidos, dispuesto a cumplir un sueño. Pero la aventura se frustró. Así que prefirió reconocer el fracaso y regresar al país para encontrar su felicidad.
—¿Por qué, teniéndolo todo acá, decidió irse a probar suerte a otra parte?
—En realidad, yo todos los años visitaba Miami. Aunque me fuera a otro lado, siempre terminaba en ahí donde tengo amigos. Desde el año ‘94, cuando yo empecé a trabajar con Susana Giménez, que fue lo que me permitió viajar a Nueva York a ver musicales para traer al programa, que me enamoré de ese lugar. El tema es que, antes de la pandemia, fui a hablar con una abogada que me recomendaron para sacar una visa de trabajo y ella me dijo que yo estaba para una green card. La cosa es que empezamos el trámite, mandamos toda mi carrera, los contratos, los premios y todo lo que tenía para tratar de aplicar.
—¿Y?
—Justo empezó el tema del coronavirus y se paró todo. Pero, cuando se terminaron las restricciones, me llegó un mensaje del consulado diciéndome que me presentara. ¡Yo no lo podía creer! Era para ir a retirar la green card, que ya estaba ok. Fue increíble, porque tener ese documento en las manos es oro...
—¿Ahí decidió emigrar?
—Exactamente. Le dije a Marcelo que nos fuéramos a instalar allá. “Total, vemos”, le expliqué. Él me preguntó si estaba seguro, porque acá nos iba bien. Pero yo le pedí que fuéramos a probar, a intentarlo, a conocer otra cultura... Vendimos la casa, regalamos casi todo, agarramos 14 valijas, a Rocco y nos fuimos. Lamentablemente, no pudimos llevar al perro con nosotros y tuvo que viajar en la bodega, que fue horrible. Pero llegamos a destino.
—¿Entonces?
—Yo estaba enamorado de Miami y a Marcelo también le gustaba. Pero claro, una cosa es ir de vacaciones y otra es quedarte a vivir...Es diferente. Los primeros 15 o 20 días, estuve ocupado en alquilar un lugar donde vivir o comprar las cosas que necesitábamos. Estaba tratando de instalarme. Y aproveché para ver a los amigos que hacía un montón que no veía. Después, empecé a hacer contactos para comenzar a dar clases y hacer shows. Y arranqué a trabajar. Pero, a medida que iba pasando el tiempo, cada vez que me despertaba me daba cuenta de que no me sentía bien...Hasta que decidí llamar a mi terapeuta, con quien me trato desde hace años por mis ataques de pánico, y le comenté lo que me estaba pasando. Él me dijo que estaba en un proceso, con una movida emocional muy fuerte.
—La mudanza, el desarraigo, el hecho de tener que empezar de cero...
—Claro. Pero la cuestión era que cada vez empeoraba. Hasta que un día ya no me quería levantar.
—¿Cayó en depresión?
—Exactamente. Después me la diagnostican. Pero en ese momento había caído en la cama y lloraba todos los días. ¡No podía parar! Tenía una Biblia en la mano, que la agarraba y le pedía a Dios, por favor, que me sacara de ese sufrimiento. Porque no sabía qué era.
—¿No entendía la causa?
—No. Porque ya había empezado a trabajar, pero se me habían ido las ganas. No tenía ganas de nada, no sentía ninguna emoción. Quería ir al gimnasio y no podía, me costaba levantarme. Y a veces... Yo no lo digo porque me parece muy fuerte, pero por momentos no me quería despertar más.
—Por suerte estaba acompañado y tenía contención...
—Sí, pero era como si estuviera solo con el mundo. Yo sentía que estaba en un agujero negro. Para mí era todo oscuro. De hecho, la ventana de mi habitación daba al mar, pero para mí era todo negro. Y todo feo. O sea, no había nada que me...
—¿Que lo incentivara?
—Claro. No había forma. Ahí fue cuando llamé de nuevo a mi psicólogo, que me dijo que volviera a hablar con el psiquiatra porque iba a necesitar medicación. Yo no quería, porque recién había terminado mi tratamiento por el pánico y no quería arrancar otra vez. Pero era una cuestión de vida o muerte. El problema es que el médico no podía recetarme desde Buenos Aires, así que tuve que hacer todo el trámite en Miami. Y eso llevaba tiempo...En el medio, los dos únicos días que me levanté fue cuando llegó Fátima Flórez, que todavía estaba con Norberto Marcos, y me propuso hacer dos funciones con ella en el teatro Manuel Artime. Yo pesaba 79 kilos, cuando normalmente estoy en 88. ¡Era una piltrafa! Pero eso, por lo menos, me sacó un poco de ese estado.
—No es casual siendo un trabajo que pudo hacer con gente que lo conectaba con sus orígenes...
—Exactamente. El hecho de estar ensayando, aunque no tuviera ese fuego por hacerlo, hizo que pudiera salir un poquito de la oscuridad en la que estaba. Y yo le agradecí un montón a Fátima por eso. La cuestión es que, después, me puse a hacer el trámite para poder adquirir la medicación y para eso tuve que hacerme primero un chequeo médico, luego ir a un psicólogo y, por último, pedirle al psiquiatra que me la prescribiera.
—Imagino que eso debe haber sido, además, muy costoso, ¿verdad?
—¡Me salió una fortuna! Por suerte, con Marcelo habíamos contratado una cobertura que me cubría la medicación. Pero el resto fue bastante caro. La cosa es que empecé a tomar pastillas para la depresión. Y los primeros días fueron terribles, porque me hizo como un efecto rebote. Me sentía fatal, estaba abrumado, con chuchos de frío...
—Suele ocurrir en algunos casos...
—Sí, después hablé con el psiquiatra y me dijo que era muy común que sucediera eso hasta que el cuerpo se acostumbrara a la medicación. Así fui saliendo de a poquito... Pero, al cuarto o quinto mes de estar allá, le planteé a Marcelo que me quería volver. Él no estaba bien tampoco, lo que pasa es que no me decía nada para no agregarme más tristeza. Pero un día lo vi que estaba llorando y me confesó que extrañaba su casa, su gente, su familia...Era hablar con sus sobrinos y ponerse a llorar. Y me dijo algo que hoy suena muy gracioso pero que en ese momento fue crucial.
—¿Qué?
—Me dijo: “Yo extraño agarrar mi changuito e ir a comprar el chino”. Yo le contaba a mis amigos y me respondían: “¡Pero estás en Miami!”. Sin embargo, hay cosas que no se negocian y tienen que ver las emociones. No tiene nada que ver si el lugar es lindo o es feo, tiene que ver con los sentimientos y con la idiosincrasia.
—Convengamos que las costumbres son distintas y que el comportamiento afectivo es otro.
—No teníamos sobremesa, por ejemplo. Amigos que nosotros tenemos desde hace décadas y que viven allá, están re americanizados. Y eso está buenísimo. Pero ellos venían a comer a casa y, a las 10 de la noche, se iban todos. Entonces yo me quedaba con Marcelo en el balcón tomando un café y ya no sabíamos ni de qué hablar.
—¿Se cansaban hasta de ustedes mismos?
—Tal cual.
—¿Llegaron a pelearse?
—Los primeros días sí, pero porque yo estaba mal. Entonces le decía a él: “Vos no me entendés”. Viste que la persona que está deprimida ve todo mal...
—Y se vuelve egoísta.
—Eso: me empecé a volver egoísta. En un momento le dije: “Me voy solo, quedate vos si querés, yo me voy”. Me había agarrado como...¡Pensé que me estaba volviendo loco!
—En general, los inmigrantes suelen contar que no es tan fácil insertarse laboralmente ni asentarse económicamente. Pero en su caso fue solo una cuestión de desarraigo afectivo...
—Totalmente. Ojo que yo conozco mucha gente que está viviendo en Miami y dice que está brutal, y resulta que nada que ver. Lo que pasa es que muchos no dicen la verdad. Nadie quiere decir que le está yendo mal. Es como las funciones de teatro cuando te dicen que agotaron las localidades y vendieron veinte butacas. Eso yo ya lo conozco. En mi caso, en cambio, no lo entendían porque tenía mi lugar y mi trabajo. Pero lo mío no pasaba por ahí.
—No era feliz, punto.
—Y yo busco mi felicidad. No me fui a los 20 años, me fui a los 50.
—Pero tampoco es fácil reconocer el fracaso y agarrar las 14 valijas y al perro para volver porque el proyecto no funcionó...
—Es verdad que me sentí frustrado, pero también me sentí auténtico y real con lo que me pasaba. Yo no la iba a dibujar. Y me dije: “¿Y si cuando vuelvo a la Argentina y me encuentro con mi gente me empiezo a sentir bien?”.
—¿Cómo fue la charla con su marido en la que tomaron la decisión de regresar?
—Bastó con mirarnos. Con Marcelo tenemos una conexión desde el primer día en que nos enamoramos. Así que nos clavamos los ojos y dijimos. “Hasta acá llegamos”. Y enseguida nos cambió el ánimo. ¿Si nos fue mal? No, mal nos hubiera ido si no hubiésemos ido. Nosotros quisimos ir, nadie nos obligó. Y no nos pegó bien. ¡Qué se yo! Yo llegué acá y me abracé con todo el mundo. Primero nos instalamos en un departamento sin decirle nada a nadie. Y, a medida que le íbamos pidiendo a la familia y amigos que pasaran por ahí con el pretexto de buscar algo, los íbamos sorprendiendo. ¡No sabés lo que era cuando nos veían después de seis meses! Obviamente, tuvimos que armarnos de nuevo acá. Pero lo importante, que era lo afectivo, lo teníamos.
—¿Recuperó su salud?
—Cuando llegué estuve un poco mejor, después me cayeron todas las fichas y tuve una recaída aunque no tan fuerte fuerte como la de Miami. Pero volví a sentir el olor de Buenos Aires, a conectarme con mi gente, a comer con la familia...Ahora, la idea es seguir yendo a Estados Unidos para no perder la green card, pero vamos a quedarnos acá. Porque este es nuestro lugar.
—¿Cuál fue el aprendizaje de todo esto?
—Que no hay que dejarse llevar por esa cosa impulsiva y que hay tener en cuenta cuáles son los valores de cada uno. Porque no todo es como se muestra. Yo acá armé mi trabajo, tengo mi casa, mi gente...Y no me arrepiento de nada de lo que hice, pero hice una limpieza de la película de mi vida y corté todos los negativos que no servían. Así que antes de volver a hacer una cosa así lo pensaría varias veces y priorizaría mi salud. Porque llegué a tener sensaciones muy locas, como si estuviera desdoblado. Me sentía fuera de mi cuerpo, es algo que se llama despersonalización y a mi me asustó mucho. Fue cuando me diagnosticaron TAG: trastorno de ansiedad generalizada. Y me tuve que medicar. Pero ya me queda poco para dejar las pastillas.
—¿Cómo fue reinsertarse laboralmente en Argentina?
—Por suerte, yo siempre estuve conectado. De alguna manera, es como que ya sabía que iba a volver. Y hoy estoy haciendo lo que me gusta. Voy a debutar con un espectáculo que tenía guardado bajo llave y lo voy a estrenar el 7 y 8 de junio en un lugar que se llama El Muelle, frente a Aeroparque, donde se hace cena show. Se llama Un cacho de mi vida y, obviamente, hago un segmento de temas de Cacho Castaña. Cuenta con la producción y dirección de Ángel Carabajal, igual que Bien Argentino, y lo más probable es que también lo llevemos a Carlos Paz para la próxima temporada. Así que estoy feliz con eso.