Alberto Martín abre su corazón a seis años de la muerte de su esposa: “El que diga que es fácil de superar está mintiendo”

Después de casi medio siglo caminando juntos por la vida, el actor perdió a Marta a mediados del 2018 y, desde entonces, está tratando de aprender a convivir con el dolor de su ausencia

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Alberto Martín recibió a Infobae en su casa de Martínez
Alberto Martín recibió a Infobae en su casa de Martínez

Abre la puerta y aparece Linda, la perrita callejera que acaba de adoptar para tratar de combatir el silencio que reina en su casa. Salvo por los pelos de la mascota y algún que otro juguete mordisqueado que ronda por el suelo, todo está prolija y simétricamente ordenado. Con la caballerosidad que lo caracteriza, Alberto Martín (79) recibe a Infobae en su domicilio de Martínez, pregunta si “dulce o salado” para acompañar el café y no acepta que se desprecie su ofrecimiento, mientras explica que casi todos los muebles de madera que ocupan la vivienda fueron creados con sus propias manos. Es más: el actor, que hoy se luce como cocinero en Mañanísima por El Trece y está de gira con la obra Por qué será que las queremos tanto, explica que su principal profesión está ligada a la náutica. Y, así como al pasar, desliza: “Para mí es importante no tener muchas horas libres”.

En 2018, después de 47 años de matrimonio, Alberto perdió a su esposa, Marta, quien murió luego de más de una década luchando contra el ELA (esclerosis lateral amiotrófica). Quizá, fue más duro para él verla sufrir, que dejarla partir. Sin embargo, cada objeto que lo rodea, cada perfume, cada melodía, cada anécdota le recuerda a ella. Cuenta, por supuesto, con el amor de sus tres hijos, María Marta, Juan Martín y Juan Manuel, y de sus cinco nietos, Gonzalo, Lula “que ahora va a ser Valentín porque pidió un cambio de identidad de género”, Bianca, Luca y Valentina, quienes lo visitan casi a diario. Pero no se trata de la la soledad, sino de la ausencia de esa mujer que aún hoy logra hacer que sus ojos brillen cada vez que la menciona.

“Mi verdadera profesión no tiene que ver con el espectáculo. Yo tengo un pequeño astillero: compro barcos chicos y los reciclo. Ese es mi trabajo hace cuarenta años y es en lo que ocupo la mayor parte del tiempo. Gracias a Dios. Para mí, estar ocupado es fundamental. También hago la obra de teatro de Daniel Dátola, con dirección de Diego Pérez y producción de Taboada, donde tengo como compañero a Germán Krauss que es mi amigo desde hace más de cinco décadas. Y dos veces por semana estoy con Carmen Barbieri en el programa de televisión. Pero, si me tengo que definir, soy un artesano que en lugar de hacer collarcitos se dedica a la náutica”, dice.

—¿La actuación vendría a ser un hobby?

—Te explico: yo soy de José León Suárez, un barrio de la Zona Norte. Y hace muchos años, más de sesenta, arrancó un concurso para hacer fotonovelas. No sé por qué, se me ocurrió presentarme con alguna cosita prestada porque no disponía de mucho. Y resulta que gané ese certamen que conducía Dolores Pardo de Domínguez, que era la mamá de Rolo Puente. El tema es que el premio era un contrato de seis meses. Yo acababa de egresar del colegio de artes y oficios. Y, de repente, me encontré con esto. Así di mis primeros pasos como actor, porque para hacer las fotos que después tenían texto en un globito, el director te explicaba qué era lo que supuestamente ibas a decir y vos tenías que poner “cara de” eso.

—Nunca más abandonó esa pasión...

—Se convirtió, prácticamente, en algo imprescindible para mi vida. Después fui a estudiar, me interesé en el tema y me aboqué a eso. Pero, al tiempo, me dediqué también a la náutica. Así que mi vida está dividida entre lo artístico y el río. Y también hago muchas cosas en casa.

Alberto en los primeros años de su carrera
Alberto en los primeros años de su carrera

—¿Por qué no quiere tener horas libres?

—Estoy acostumbrado a trabajar mucho desde que era chico. Y me gusta. Si me preguntás por qué me levanto a las siete de la mañana, no lo sé. ¡Al pepe! Pero me armo cosas para hacer porque me gusta estar ocupado. La televisión es una gran distracción y yo miro todos los programas. Pero no soy de estar tirado. Duermo la siesta porque madrugo, pero después estoy siempre haciendo algo. No sirvo para estar quieto.

—Usted enviudó hace seis años...

—Así es.

—¿Será que le cuesta estar solo?

—Sí, la soledad es muy fea. Yo tengo a mis hijos y mis nietos que cubren roles muy importantes en mi vida. Pero a las siete, todo el mundo está en otra parte. Y vos no podés ir a robarles horas. Mi hija mayor, por ejemplo, difícilmente no venga dos días seguidos a tomar unos mates o a cenar. El segundo vive a una cuadra y media de mi casa y el más chico a unos tres kilómetros. Y yo, en mi lista de cosas para hacer, siempre tengo un treinta por ciento de tareas que me llevan los hijos y los nietos, porque en todo momento tienen un pedido para hacerme.

—A pesar de todo eso, ¿igual siente la soledad?

—¡Claro! Si yo apago la televisión, no se escucha nada...Y ese tipo de cosas, cuando vos compartiste tantos años con alguien, son complicadas.

—¿Cuánto tiempo estuvo luchando su esposa contra esa enfermedad?

—Fueron once años

—Eso debe haber sido lo más duro...

—Acá fue recorriendo distintas habitaciones. Primero estuvo en el cuarto que compartíamos en el primer piso, que da al contra frente. Después, pasó el de adelante para tener un poco más de aire. Y, finalmente, los últimos seis años se quedó en la planta baja: convertimos la mitad del living en una terapia intensiva, pensado que todavía podía mirar hacia un lado y el otro...Fue muy difícil.

—Usted estuvo alejado de los medios en ese tiempo, ¿verdad?

—Trabajé muy poco. Hice algunas cosas con Adrián Suar, porque siempre tuve una relación muy especial con él y en sus proyectos me permitían manejar un poco los horarios. Porque tenía que estar muy atento a lo que pasaba en casa.

—La muerte sin duda es inevitable, pero debe ser muy doloroso ver sufrir a la persona que uno ama...

—Sí. Sobre todo, cuando uno sabe que no hay alternativa. Porque durante un año y medio, fuimos a ver a distintos neurólogos que nos dieron versiones raras. Hasta que encontré al doctor Rubén Feminini, en Mar del Plata, que con una revisación ya le diagnosticó ELA. Y después le hizo todos los estudios que lo confirmaron. Entonces, lo peor es tratar de convencer a tu cabeza de más allá de lo que hagas, el resultado va a ser el mismo. Así que fue un golpe, porque mi esposa era una mujer muy activa, muy sociable, muy divertida...Y pasamos casi medio siglo juntos.

El actor junto a su esposa, Marta, (Gentileza Alberto Martín)
El actor junto a su esposa, Marta, (Gentileza Alberto Martín)

—¿Cómo fue el después, cuando tuvo que seguir adelante y acostumbrarse a su ausencia?

—Yo creo que nadie se acostumbra a la ausencia. Y menos, viviendo en el mismo lugar, donde es imposible no tener una relación directa con cada objeto que da vueltas. Ayuda un poco la presencia de los hijos, la compañía de los nietos y de algún que otro amigo, porque la verdad es que el dolor también aleja gente...Y es entendible. Pero bueno, yo pienso que es casi imposible reemplazar, como también es imposible ignorar lo que a uno le pasa cuando todo lo que construyó en su vida le recuerda a una persona. Es muy difícil y, el que diga lo contrario, o miente o se está mintiendo a sí mismo.

—O tal vez no haya estado tan enamorado como usted...

—Es probable. Tantos años de convivencia, hacen que todo me recuerde a algún momento vivido con ella: una reunión, una fiesta, una tristeza...¡Todo! Así que no me parece que sea tan fácil. Mejor dicho, yo puedo decir que no lo es. Los sonidos pueden ser un medio de distracción, pero jamás de olvido. Porque la cabeza siempre sigue trabajando y encuentra elementos que tienen que ver con la vida en común con esa persona que no está. Pero hay que continuar. Se trata de no cerrarte la vida definitivamente, por lo menos, desde lo afectivo. Y de darle ese amor a los parientes o a los amigos.

—Usted tiene una vida repleta de afecto, por lo que se ve.

—Sí. Somos una familia de once, cuando se suman mis hermanas un poco más. Y tenemos una relación bastante intensa, de vernos muy seguido. Pero insisto: siempre vas a encontrar un momento del día en que algo te recuerde esa falta.

—¿Sabe que su esposa, desde donde esté, lo que más quisiera es verlo bien?

—Claro. Yo no sé el resto de la gente, porque no pregunto este tipo de cosas. Pero a veces veo en televisión a alguna gente que dice: “Yo pensé que con esta persona íbamos a envejecer juntos”. Y después la vida los lleva para otro lado. La realidad es que mi mujer estaba estupenda hasta que le pasó lo que le pasó. Pero bueno, acá estoy ahora yo solo.

—¿Usted estaría dispuesto a volver a formar pareja?

—A veces, cuando pienso en algunas personas que me rodean con las que podría existir esa posibilidad, me digo: “¿Qué tendría que hacer para movilizarme y lograr que yo pudiera pensar en una nueva oportunidad?”.

—¿Le dejaron la vara muy alta?

—No sé. Pero pienso: “Si conozco a una persona o reaparece alguien que conocía desde hacía mucho tiempo. ¿Con qué me tendría que sorprender como para que yo me detuviera a prestarle atención?”. Y la verdad es que, hasta ahora, no me pasó que me dieran ganas de pensar en algo más con nadie. Sí me lo plateo. Y a veces hago las comparaciones de la vida y descarto a algunas de cajón. Digo: “¿Esta chica va a hacer todo así?”. Pero este análisis frío, es producto de la mezcla de haber sido muy feliz y de haber padecido otras tristezas fuertes por una mujer.

—¿Marta fue su único amor?

—Yo tuve una vida muy intensa hasta que conocí a mi esposa. Muy intensa. Como no existían los celulares, los actores éramos de alto precio en la calle. ¡Y muchos años! Siempre lo hablo con Germán. Porque, después de la generación de Rodolfo Bebán y hasta que llegó la de Carlos Calvo y Ricardo Darín, fueron dos décadas copadas por nosotros.

Alberto Martín junto a otros galanes de la época: Jorge Martínez, Jorge Mayorano y Antonio Grimau (Instagram)
Alberto Martín junto a otros galanes de la época: Jorge Martínez, Jorge Mayorano y Antonio Grimau (Instagram)

—¡Arrasaron!

—¿Sabés qué pasa? Salvando las distancias, así como hoy veo chicas de todas las edades suspirando por Luis Miguel, con nosotros sucedía lo mismo...Mirá, yo tenía una moto con sidecar y andaba siempre con pantalones de cuero. Pero Alejandro Romay no quería que llegara a Canal 9 así, entonces me compró un auto. Y, la primera semana, las chicas me lo rayaron todo. Imaginate yo, que soy obsesivo, como me puse...

—Lo puedo imaginar.

—Fui a ver a Alejandro, muy nervioso, y le dije: “Esto no es así. Usted me compra un auto, pero me hace entrar por Castex y me lo rayan todo. ¿Yo qué culpa tengo?”. Y Romay me respondió: “Te compro diez autos por semana y que te los rompan todos. ¡Para eso te los compro!”. No me olvido más. Pero era otro fanatismo. Había mucha pureza en la pasión de las chicas.

—¿Llegó a padecerlo?

—Para nada, lo disfruté como loco...

—Hace poco contó que también había tenido experiencias con personas de su mismo sexo, algo que para los jóvenes ya no es tema pero con lo que algunos adultos todavía siguen teniendo pruritos.

—Tengo una nieta de 17 años que está esperando su nuevo documento con cambio de identidad. ¿Por qué yo no puedo pensar igual que los jóvenes a esta altura de mi vida? Pregunto: si alguien te gusta por la razón que sea, ¿cuál es la diferencia? Yo me siento orgulloso de las cosas que me pasan y el resto, a lo mejor, se siente culpable. Pero no soy responsable de lo que le pasa a los otros.

—También es verdad que hace unos años, la gente quizá no se permitía vivir su sexualidad con tanta libertad...

—Yo a los 17 años vivía en la calle Lamadrid 224 de La Boca. Y todo el primer piso estaba ocupado por personajes importantísimos, que tenían su habitación ahí. Porque no había llegado todavía la época del departamento. Y en ese momento no eran homosexuales ni gays, eran maricas. Hay nombres que, si yo los mencionara, estallaría todo. Pero es un problema del otro, no es un problema de uno. Porque si uno fue feliz, no importa cómo. Para qué te des una idea, mi nieta se viste con mi ropa y agradece mi apoyo, porque me siento a escucharla para poder acompañarla en su transición.

—Qué lindo que puedan tener ese diálogo.

—Sí, claro. Eso le da una riqueza enorme a nuestra relación. Y si vos le preguntás, ella quisiera estar en mi casa todo el día, lo que pasa es que yo no la voy a dejar que me invada...Pero me parece que tiene que ver con el crecer de uno. Porque el tema no es decirlo, es aceptarlo. Mi declaración surgió un día que fui con Rodolfo Ranni a Cortá por Lozano, el programa de Verónica Lozano. No sé como vino la charla, pero terminó conmigo contando que había tenido relaciones hermosas con hombres. Y seguí hablando como si hubiera dicho qué gaseosa estaba tomando...¡Tenés que mirar la cara del Tano! Parecía que le hubiera clavado un cuchillo. En cambio mi hija me llamó y me dijo: “Papá, sos un crack”. Ella es un gran sostén para mí. Y yo, por momentos, le quedo chico.

—¿Por qué lo dice?

—Porque me doy cuenta de que ella trata de sacar por todos lados una voluntad y un espíritu que a veces no lo logra encontrar. Y yo le explico: “No es triste estar solo, porque uno hace infinidad de cosas. Pero hay instantes que no los podés ocupar vos, ni tus hermanos, ni mis nietos ni nadie. Y la ficha te cae en el momento en el que menos te lo esperás”.

El actor junto a su esposa y sus tres hijos (Gentileza Alberto Martin)
El actor junto a su esposa y sus tres hijos (Gentileza Alberto Martin)

—No es la soledad, sino la ausencia de esa persona en particular, ¿verdad?

—Claro. El tema pasa por ahí. Sobre todo, porque yo no estuve con una actriz, estuve con una maestra jardinera. Y no era una mujer chata: era divertida, independiente, hacía negocios, le gustaban las maquinitas...Todos los días me mentía. Yo llegaba a las ocho de la noche y me decía: “Hoy te preparé berenjenas en escabeche o zapallitos revueltos”. Y teníamos a una señora divina que nos ayudaba que, de atrás, me hacía seña de que había cocinado ella. Pero ella estaba convencida de que yo le creía. Por eso, cuando probaba la comida, siempre le decía: “¡Qué rico que te salió!”. Y eso cerraba el círculo. Porque si yo no le hubiera dicho eso a diario, ella no se hubiera sentido bien.

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