El consultorio del doctor Alberto Félix Crescenti es enorme: mide 203 kilómetros cuadrados, la superficie de la Capital Federal. Se podría decir que a los 67 años, el director del SAME cuida a la gente que habita su casa: nació en 5 de enero de 1953 en las calles Cobo y Del Bañado, en el barrio porteño de Pompeya. A 8 cuadras de la cancha de su amado San Lorenzo, club del que alguna vez soñó con ser arquero como su ídolo, Carlos “Batman” Buttice.
Pero pronto esa vocación, que despuntaba los sábados en partidos disputados donde hoy está el Aeroparque metropolitano, se vió superada por otra. Fue en el consultorio del obstetra que lo trajo al mundo, su tío Ernesto, que comenzó a fantasear, mientras jugaba con sus dos primos entre estetoscopios y balanzas, con ser médico. Ernesto vivía y atendía a sus pacientes en un departamento ubicado en la planta baja de su casa de la niñez. Él, junto a sus padres, lo hacía en el piso superior.
Cuando Alberto tenía 10 años, sufrió el primero golpe fuerte de su vida: su papá (llamado Alberto, como él), que era técnico de máquinas de Nobleza Piccardo, murió como consecuencia de una insuficiencia renal. Tenía apenas 47 años y padecía hipertensión arterial. Poco tiempo después partió su tío, el que le despertó el amor por la medicina. Su mamá, en cambio, vivió hasta los 100 años, y falleció en 2018.
Cuando terminó el secundario en el Mariano Acosta, las urgencias en su casa lo hicieron salir a trabajar. En 1972 entró a una cartonería, luego se conchabó en una cerrajería y en 1975 entró en el Banco Provincia. Pero la ilusión de vestir el delantal de médico no quedó en un simple deseo. El 24 de marzo de 1979 se recibió en la UBA.
Una semana después de conseguir el diploma comenzó a trabajar en la guardia del hospital Penna. “Al mes -contó alguna vez- me subí a una ambulancia”. Y aunque durante 11 años se dedicó a la pediatría, el sonido de la sirena lo embriagó. Una y otra vez pedía salir a la calle a curar a quienes quizás no podían decirle dónde les dolía. En los accidentes, en las tragedias, eran él y su ojo. Él y su ciencia. La emergentolgía aún no estaba aceptada como especialidad, pero él ya la practicaba. “Ahí tenés tus conocimientos, tu buen arte y saber, y ahí no le podés preguntar a nadie; la decisión tiene que ser la exacta: el paciente se muere”, señaló hace unos años.
Al SAME (Sistema de Atención Médica de Emergencias) llegó en 1991. Lo llevó el primer director del sistema de emergencias porteño, Héctor Garín. Y enseguida, el 17 de marzo de 1992, llegó la bomba en la Embajada de Israel, donde murieron 22 personas y 242 resultaron heridas. El verdadero bautismo de fuego. En aquella época, la base del SAME estaba en Sarmiento y Carlos Pellegrini. Llegó, con seis ambulancias, a los tres minutos de la primera explosión. Mientras se acomodaban para empezar a trabajar, una segunda detonación casi lo mata. No sería la última vez que su vida correría peligro. Trabajaron, sin descanso, desde las tres menos cuarto de la tarde hasta las cuatro y media de la madrugada del día siguiente. Cuando se disponía a comer algo, el pedido de auxilio de una monja lo alertó. Estaba colgada de un tirante en un segundo piso, con la cadera fracturada. Fue la última persona que rescataron con vida. Sin embargo, de aquella jornada le recordó a Infobae que fue frustrante “no poder salvar a la esposa del embajador en el atentado a la Embajada de Israel. Con los bomberos le sacamos los escombros, pudimos hacer visible su cabeza, la intubamos, le pusimos auxilio, pero estaba tan atrapada que no hubo forma de salvarle la vida”.
Ese mismo año fue ascendido a director general. Y a los dos años, otro cimbronazo, aún peor. El atentado a la AMIA (85 muertos, más de 300 heridos) puso de relieve las falencias del sistema de emergencias. Crescenti sabe qué errores se cometieron: “Falló el cordón de seguridad, había mirones parados arriba de los escombros, que podían estar apretando gente”, contó en una entrevista. Allí, la tristeza sucedió con la última persona que fue rescatada, después de 31 horas de tarea incesante. Jaboco Chemanuel, se llamaba. “Cuando una persona está ocho metros abajo, con agua, con un cadáver encima, con sus piernas aprisionadas por una viga, y lo sacás con un equipo que desciende hasta el lugar, le das oxígeno y le colocás una vía parenteral; el hombre se da vuelta, te dice gracias, y a las 48 se muere… Es tremendo”, le dijo a Infobae.
Esa vez lloró ante las cámaras, algo que aún se reprocha. Pero los sentimientos volvieron a aflorar en otras oportunidades. Cuando en el 2016 cinco chicos murieron por sobredosis en la fiesta electrónica Time Wrap, en Costa Salguero, el pensamiento lo trasladó a sus dos hijos, que tienen 39 y 35 años productor de televisión uno, licenciado de imagen empresarial el otro): “Hay que besar a los chicos a la mañana, no veamos más camas vacías”, dijo entre lágrimas mientras daba una entrevista televisiva. La última fue hace apenas una semana, en el homenaje que se hizo a los bomberos que murieron en la explosión de la perfumería Pigmento en Villa Crespo.“Espero que Ariel y Maxi descansen en paz. Un saludo muy fuerte”, dijo quebrado, tras un barbijo.
Esa tarde, otra vez la muerte lo rondó. “El rescate comenzó después de que la primera explosión afectase a los bomberos, de los cuales uno estaba en shock. Cuando llegamos había mucho humo y empezamos a retirar a los heridos. Estábamos tratando de sacarlos cuando se dio una segunda explosión, aún más fuerte, más violenta, que lanzó mucha mampostería sobre nosotros. La verdad es que volvimos a nacer”, confesó.
Se fue del SAME en 1997. Fue coordinador de Emergencias Sanitarias de la Nación y auditor en el sanatorio Julio Méndez. Pero estar afuera del sistema de emergentología no lo hizo ajeno a participar en dos tragedias. Su experiencia en el tema así lo reclamaba. En 1999, cuando un avión de LAPA se estrelló en la Costanera (saldo: 65 muertos), fue llamado por el subsecretario de salud de CABA, Jorge Lemus. Y cuando en 2004 un incendio se llevó la vida de 194 personas en Cromañón, lo llamaron desde Defensa Civil para contar con sus consejos mientras cenaba en un restaurante. Por supuesto, dejó todo y fue.
Regresó al SAME, como director general, en el año 2006. Dos años más tarde se estableció un protocolo que fue vital cuando ocurrió el terrible accidente de Once. El 22 de febrero de 2012, a las 8.33 de la mañana, una formación que llegaba repleta de gente impactó contra la plataforma de la estación. Hubo 51 muertos y casi 800 heridos. La escena del primer vagón era impresionante: 150 personas apiñadas como una sola en apenas seis metros. Tuvieron que removerlas, una por una, con vaselina y aceite. Todos coinciden que el trabajo del SAME fue impecable. La tarea se dividió en tres zonas: una de impacto, una de influencia y una de derivación. En la primera actuaron los bomberos: fue la de búsqueda y rescate. En la segunda, los médicos aguardan la señalas de los bomberos para entrar en acción, o éste lleva al herido al lugar de influencia. Luego se hace el triage: rojo (grave) se evacúa de inmediato; amarillo, necesita ser asistido pero no hay riesgo de muerte; verde, puede ser trasladado por sus propios medios.
La luz del estrés se apaga en su casa de Belgrano, donde convive con Silvia, su esposa, que es psicóloga pero nunca lo convenció de hacer terapia. Su ancla es lo que aprendió día a día y su fe: aunque no va a misa, suele ir a las parroquias donde se venera a San Roque, San Expedito y la Virgen de Desatanudos. En su hogar se relaja escuchando jazz o algo más pop: Rod Stewart y Simply Red están entre sus favoritos. También suele escoger algo de su colección de Sir Arthur Conan Doyle: tiene alrededor de 80 libros y películas basadas en el creador de Sherlock Holmes, un personaje que lo fascina. Crescenti no es un ermitaño ni sólo disfruta de su profesión: le gusta salir a cenar (Tancat y La Parolaccia están entre sus restaurantes favoritos), el buen vino y degustar un budín de pan como postre. También ir a recitales, donde es inevitable que la gente lo reconozca: se podría decir que su índice de aprobación está sobre el 90 por ciento, lo que haría apetecible su candidatura política para cualquier partido, pero jamás cedió en ese plano. “Les dije que yo era médico, había estudiado medicina y que yo quería esto. No me siento político. Lo descarto totalmente. No va conmigo. Yo hice mucho sacrificio para ser médico, muchísimo. Mi diploma no está en juego”, sentenció.
Inquieto, es difícil encontrarlo en su oficina de Parque Patricios. Más bien se lo puede ver con su uniforme verde y rojo al frente de los operativos. Una de sus máximas es “jamás des una orden detrás de un escritorio sin estar al lado de la gente con tu equipo”. Conduce una fuerza compuesta por 887 empleados administrativos, operadores (hay 50 por turno para atender las 1500 llamados diarias al 107) y choferes, 30 médicos propios y más de 2000 de guardia en los distintos hospitales de la Ciudad. Tiene 160 ambulancias con equipos de última generación (1 psiquiátrica, 1 móvil de terapia intensiva de adultos, 3 de neonatología -2 de alta complejidad-, 2 de apoyo logístico y 1 unidad coronaria de adultos) que no deben tardar mas de 14 minutos en llevar a heridos o enfermos, 2 helicópteros que pueden transportar pacientes graves en un tiempo entre 5 y 7 minutos hacia un hospital y móviles especiales, como los 2 DEES (Dispositivo de Eventos Especiales) que provee recursos materiales en el lugar de la emergencia, y el ECUES (Equipo de Comunicación de Emergencias Sanitarias). Por año realizan alrededor de 280 mil auxilios (uno cada 1 minuto y 55 segundos).
Durante la pandemia se lo vio en cada evacuación de ancianos en geriátricos y hasta en el operativo para que la gente volviera a correr de esta semana, explicando sobre la muerte de un hombre en La Paternal.
Ahora, la Legislatura Porteña quiere distinguirlo como Ciudadano Ilustre. El proyecto de Ley impulsado por el legislador del Frente de Todos Leandro Santoro y avalado por todos los bloques que integran el cuerpo señala, entre los motivos, “su trayectoria en el campo de la medicina y la emergentología, como así por su incansable accionar para luchar por la vida en situaciones de emergencia y catástrofes dentro del ámbito de nuestra ciudad”. Y agrega: “Es una de las personalidad más relevantes en la atención de emergencias en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a lo largo de casi 30 años”.
El doctor Alberto Crescenti tuvo como ídolo de niño a un arquero con apodo de super héroe. De grande, su héroe fue el doctor René Favaloro. Después de dispararse al corazón, de su suicidio, la misma Legislatura lo declaró Ciudadano Ilustre post mórtem. A Crescenti, el homenaje se lo harán en vida. Se hará justicia.
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