
Nació, literalmente nació, en el seno del mundo de los negocios. Por eso su llegada al mundo no fue en Argentina, donde vivían sus padres, sino en el Hotel Ritz de París, uno de los más lujosos del mundo. Su padre, Alick Shaw, estaba allí en medio de operaciones empresarias: no había nada que parara ese modo de vida, ni siquiera la llegada de un nuevo Shaw.
Lo nuevo sería lo que Enrique Shaw haría en su vida breve, de apenas 41 años, para cambiar la perspectiva con la que los empresarios miraban a sus obreros. Eso lo tiene ya mismo camino a la canonización. La Iglesia Católica ya lo reconoció como “Venerable Siervo de Dios” y la beatificación es el próximo paso antes de que, eventualmente, se convierta en el primer empresario del mundo en llegar a santo.
En su vida y en su obra se enfocaron las periodistas y escritoras Nunzia Locatelli y Cintia Suárez, que ya han publicado varios libros sobre Mama Antula, la primera santa argentina, y que ahora dedicaron su investigación a Shaw. Este miércoles, en el Museo Fernández Blanco, presentaron Enrique Shaw. El apóstol de los empresarios. Allí recorren una vida tan corta como potente.
Enrique, el menor de dos hermanos, nació en 1921 y lo anotaron como argentino apenas el barco los devolvió de Europa. Había nacido en “cuna de oro”: era hijo de Shaw y también de Sara Tornquist Altglet. Su padre, Alick, se había puesto al hombro el negocio financiero de su familia política y eso lo tendría viajando por el mundo constantemente.

El dolor golpeó a Enrique enseguida: a sus cuatro años murió Sara, su mamá, quien insistió hasta el final para que sus dos hijos recibieran una formación católica profunda. Alick, el padre de familia, venía de raíces protestantes. Alejandro Tornquist, sacerdote y hermano de Sara, se puso al hombro la tarea de formar a sus sobrinos en la pastoral cristiana.
Enrique nunca abandonaría esa fe, sino todo lo contrario. A lo largo de su vida, le haría cada vez más espacio, no sólo en su práctica privada sino también en sus distintos ámbitos laborales.
La primera de esas actividades fue la Marina. A pesar de la voluntad de su padre, Enrique insistió para alistarse en esa fuerza. Quería ser piloto naval y Alick quería que se dedicara desde el principio de su vida adulta al mundo de los negocios en el que, de alguna manera, estaba inserto desde el principio de sus días.
Enrique y Alick negociaron: ser piloto era demasiado peligroso, pensaba el padre; no ser marino era demasiado alejado de lo que anhelaba, pensaba el hijo. Así que, después de sus años como estudiante en el Colegio La Salle, en los que su convicción religiosa ya destacaba por sobre el resto, Enrique se enroló en la Marina.
Sufrió bullying en aquellos años. Sus pares no entendían porque un hombre tan rico como él se había metido en ese mundo, ni tampoco entendían porqué estaba tan atento a rezar, a que los demás marinos pudieran ir a misa sin que eso, por horarios, les impidiera asistir al desayuno. Mucho menos entendían que Enrique estuviera decidido a no tener relaciones sexuales antes del matrimonio. Todo era motivo de burlas cada vez más agresivas.

Las burlas no fueron las que apartaron a Shaw de la Marina. Fue la guerra. Pasó los años de la Segunda Guerra Mundial enrolado en esa fuerza, lo que lo expuso a su profundo pacifismo, y también a una convicción inquebrantable. Ya se había casado con Cecilia Bunge, su esposa, ya había nacido su primer hijo.
Enrique no estaba dispuesto a una vida lejos de su familia, de la crianza de esos hijos, tal como le había pasado a él con su propio padre. Así que pidió la baja apenas lo tuvo permitido: no se podía solicitar en plena guerra, así que una vez que los Aliados vencieron, Shaw salió de la Marina.
Quiso volverse obrero, conocer de primera mano esa vida. En la Iglesia en la que creía Enrique, crecía la Doctrina Social y todo el movimiento que llevaría al Concilio Vaticano II. Eso empezaba a hacer mella en la vida de un hombre que no daba nada por hecho, empezando por toda la riqueza que implicaba su cuna y también la que venía del lado de su familia política.
Un monseñor, Reynold Hillenbrand, fue quien le mostró a Enrique Shaw otra vía para aplicar esas nuevas perspectivas sociales desde un rol empresario. Fue en Chicago, donde Shaw había viajado para formarse en el mundo de los negocios. También estuvo en Estados Unidos para aprender sobre la industria del vidrio. Es que, por vía familiar, había conseguido trabajo en la prestigiosa cristalería Rigolleau.
Las conversaciones con Hillenbrand fueron reveladoras. Shaw descubrió que podía implementar mejoras contundentes en las vidas de los trabajadores desde un rol dirigencial, y eso fue lo que puso en marcha. Siempre tuvo un overol en su oficina para poder estar en la planta de fabricación de igual a igual con los obreros.

Se preocupó por conocer la historia de cada uno de los trabajadores, sus preocupaciones, sus vidas familiares. Se ocupó de que las condiciones en la fábrica fueran adecuadas. Por ejemplo, de que siempre hubiera agua fresca para obreros que trabajaban a altísimas temperaturas, algo que, por básico que parezca, no había desvelado a ningún ejecutivo todavía.
Defendió las condiciones de esos obreros y también sus puestos de trabajo. En tiempos de crisis, diseñó planes audaces y riesgosos que implicaban no despedir a nadie e incluso lograr el rédito para la empresa. Sabía que estaba allí para que la compañía que dirigía ganara plata, pero también pensaba que estaba ahí para que eso no fuera a costa de los obreros.
En medio de todo eso, una familia que no paraba de crecer. Él y Cecilia Bunge tuvieron nueve hijos, y Enrique se ocupaba de conversar con cada uno todas las noches. Quería estar cerca de su crianza, que no todo dependiera de su esposa.
De todo eso habló en sus preciadas “libretitas”, documentos de primera mano que Locatelli y Suárez investigaron del derecho y del revés para reconstruir la vida de Shaw. De que quería ser querido por sus trabajadores, de que debía sonreír más y “no fruncir el ceño”, de que debía ocuparse de que su esposa descansara y relevarla en algunas tareas con sus hijos.

Sus convicciones como dirigente empresarial lo llevaron a fundar la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), en la que impulsó mejores condiciones para los obreros, esas que había impulsado en Rigolleau. También impulsó la fundación de la Universidad Católica Argentina (UCA), institución que hoy preserva su archivo.
Enrique Shaw enfermó gravemente siendo muy joven. El pronóstico era letal y, en medio de esa conmoción familiar y también al interior de la empresa que dirigía, requirió transfusiones de sangre. Hubo alrededor de 250 obreros de la fábrica que encabezaba haciendo fila para donarle sangre. “Estoy orgulloso porque en mis venas corre sangre obrera”, dijo cuando agonizaba.
Ese era el espíritu con el que había querido vivir, y con ese espíritu sentó bases inéditas en cuanto a cómo cuidar las condiciones de vida de quienes trabajaban bajo sus órdenes. Todo eso podría convertir a Enrique Shaw en el primer empresario en ser declarado santo en todo el mundo.
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