
Tras una calurosa madrugada en Dennehy, un pueblo bonaerense ubicado a 240 kilómetros de la Capital Federal, sus 100 habitantes despertaron el 10 de marzo de 2005 con una noticia que los dejó perplejos: se había producido el primer crimen de su historia.
A Ángel Palacios (27) lo fusilaron de un tiro en la frente. Lo interceptaron mientras caminaba por una calle de tierra, a cincuenta metros de la estación de trenes, y lo obligaron a arrodillarse para matarlo. Se puso las manos en los bolsillos de la campera y agachó su cabeza, sin resistirse. El impacto del proyectil le causó una lesión irreversible y falleció días después por un paro cardiorrespiratorio.
A pesar de que es muy común que durante las noches de verano los vecinos duerman con las puertas y ventadas abiertas para mitigar las altas temperaturas, nadie vio ni escuchó nada. Pero los rumores se esparcieron rápidamente. “No fue un robo. Fue una ejecución”, murmuraron entre ellos.
Lo más curioso fue la aparición de una solicitada firmada por los pobladores, cuatro días después del crimen, en el diario 9 de Julio que decía: “El asesino está entre nosotros o alguien lo conoce. Si la Justicia argentina no puede resolver un crimen en un pueblo de 100 habitantes, estamos perdidos”.

Por el hecho, culparon a Clemente Villegas, un peón de campo de 32 años que vivía y trabajaba en Dennehy. Era el mejor amigo de la víctima y todos sabían que el difunto mantenía relaciones sexuales prohibidas con Lorena Valbuzzi (28), mujer del acusado, y otras tantas más.
Como Dennehy no tenía comisaría, intervino la policía del partido de 9 de Julio. Al ser interrogado, a la fuerza, por la policía, Villegas admitió: “Él se cogía a mi mujer, yo era el cornudo del pueblo”.
Más allá de que esa declaración podía servir como móvil del crimen, no había pruebas en su contra. “Éramos amigos, éramos como hermanos”, dijo el peón de campo al declarar en la comisaría el 6 de agosto.
Después de ese día, Villegas contó que fue detenido reiteradas veces, golpeado e intimidado por los efectivos durante semanas. Lo subían al patrullero mientras hacía mandados. Lo esperaban en el trabajo y lo llevaban a declarar a toda hora con cualquier excusa.

La principal hipótesis que manejaban los investigadores era que Villegas, “el cornudo”, se había hartado de las infidelidades de su esposa y había matado a Palacios por celos. Todo apuntaba a un crimen pasional.
La presión física y psíquica a la cual fue sometida Villegas por parte de la policial fue de tal magnitud que terminó confesando un crimen que no había hecho. Su abogado Hugo López Carribero contó a Infobae que le habían arrancado la confesión amenazándolo con que meterían presa a su mujer, le sacarían a sus hijos y los enviarían a un orfanato. También lo asustaron con que lo encerrarían con los “violines”.
A Villegas le prometieron que si admitía haber disparado a Palacios porque éste había sacado primero el cuchillo, el fiscal de Mercedes a cargo del caso, Ignacio Gallo, le iba a “dar una mano” por ser en defensa propia. Y como el arma homicida no aparecía, hicieron figurar en el expediente que su tío Pedro Villegas había actuado como cómplice escondiendo el revólver con el que había cometido el crimen.
Lo más curioso es que dos días antes, Villegas había dicho exactamente lo contrario ante el fiscal: que no sabía nada, que estaba en su casa, que trabajó hasta las 21.30 horas, que se bañó, comió y se fue a dormir cerca de las 23.
Y lo que resultó mucho más extraño aún es que Villegas mencionó haberse cruzado esa noche con Walter Arce, un ex policía de la Bonaerense exonerado de la fuerza por motivos que él no dejaba que se conocieran, y nadie se animó a seguir esa nueva pista de investigación.
Arce, que también había trabajado como enfermero en la salita de primeros auxilios de Dennehy, contaba con oscuros antecedentes: abusó, fotografió y filmó películas pornográficas con al menos dos hermanas de 11 y 17 años, que ahora son adultas. Una de ellas era la esposa de Villegas y la otra su cuñada. Era un secreto a viva voz, ya que él mismo se jactaba de eso, al igual que siempre iba armado por el pueblo.

Hablar de Lorena Valbuzzi en Dennehy era como agitar un avispero. El pueblo entero tenía una historia amorosa con ella. Al menos eso decían. Peón, enfermero, camionero, policía. La lista era larga y el tono siempre el mismo: burlón, malicioso y morboso.
Tal es así que durante el juicio, los integrantes del Tribunal en lo Criminal N° 3 del Departamento Judicial de Mercedes llegaron a decir que “cuarenta y dos hombres sexualmente activos del pueblo podrían ser sospechosos”.
Pero a Clemente no le importaba. La amaba con la terquedad de los hombres nobles. “Podrán decir cualquier cosa de ella, pero a mí me hace feliz. Será cualquier cosa, pero yo la quiero con locura”, declaró frente a las cámaras de televisión que se hicieron eco del caso.
Lorena nunca dio entrevistas ni declaró durante juicio. Tampoco se fue del pueblo mientras duró el escándalo. Ella siguió haciendo su vida con normalidad.

El juicio oral contra Clemente Villegas, acusado de “homicidio agravado por alevosía”, se llevó a cabo el 3, 4 y 5 de diciembre de 2017. Durante tres días desfilaron más de 60 testigos. Todos sabían algo, todos ocultaban algo. El rumor era más fuerte que cualquier evidencia.
Y entonces, llegó la sentencia. Tras repasar más de 60 testimonios, el juez Eduardo Costía fue el encargado de leer el fallo que absolvió a Villegas. “En Dennehy hay tantas infidelidades y tantos amores cruzados que cualquier ser humano sexualmente activo podía ser el asesino”, aseguró.
El fallo, aprobado por unanimidad por los jueces Alejandro Caride y Ricardo Marfía, hablaba de faunos, ninfas, Otelos, Desdémonas y Yagos rurales. Citaba a Shakespeare y usaba la palabra “francachelas sexuales”, como si fuera un término jurídico, para referirse a un pueblo donde se cometían infidelidades masivas.
Además, la sentencia ofreció una perspectiva sexual inédita y de alto contenido erótico. Y así lo explicó el juez Costía: “Dennehy parece un villorrio rural más acorde a una casa de citas que con un solar de nuestras pampas”. Para la justicia, en ese pueblo abundaban los encuentros sexuales clandestinos y Villegas no podría ser el único sospechoso.
A Clemente Villegas lo absolvieron. Y al verdadero asesino, nadie lo buscó más. “Yo creo que fue un ajusticiamiento. Y creo que el asesino no es del pueblo. Pero nos dejó una mancha que no se borra más”, dijo a la prensa el delegado municipal, Raúl Bracco, tras el fallo.

El testimonio que aportó Sandra Villegas, prima del acusado, durante una entrevista con el Semanario Extra, de 9 de Julio, también se pasó por alto.
Contó que dos o tres meses antes del asesinato, Ángel Palacios recibió un paquete de un camionero y que anduvo con él a cuestas varios días. Alguien del pueblo, no dijo quién, le pidió que se deshiciera de eso “porque tenía un menor de edad”.
Nadie investigó ese dato. Nadie quiso escarbar más. “Ángel andaba en otra cosa… en algo raro. Lo han visto a las tres de la mañana, en la oscuridad, caminando por la estación. ¿Qué hacía a esa hora? Recibía algo o lo iba a buscar. A Angelito lo callaron”, sentenció Sandra al poner como ejemplo que la estación de trenes, el único punto de entrada y salida, era un lugar de “entregas” extrañas al que la policía nunca iba.
La versión de la mafia local, de un ajuste de cuentas, nunca se investigó en serio. La versión “de polleras” era más fácil. Más vendible. Menos peligrosa. Y así, el pueblo quedó bajo sospecha; pero los verdaderos nombres ocultos.

“A 20 años del crimen, el caso sigue despertando tanto interés en la opinión pública porque tuvo lo que Truman Capote señalaba como un éxito en sus historias. Tenía las tres ‘S’: sangre, suspenso y sexo”, aseguró el abogado López Carribero, que escribió el libro Asesinato perfecto en el pueblo de los infieles, inspirado en lo ocurrido en Dennehy.
“Escribí el libro porque tenía a mi alcance la totalidad del expediente, y porque nadie conocía mejor la historia que yo”, enfatizó el abogado, quien había sido convocado por el tío de Clemente. “Era un cliente mío de suma confianza, así que fui con todo mi profesionalismo y mi equipo de 18 abogados a defenderlo”, agregó.
Hoy, el caso sigue sin resolución. No hubo más detenciones. No hubo juicio nuevo. No hubo culpables. “Sé quién y por qué asesinaron a Palacios, pero jamás lo diré”, sentenció López Carribero, al referirse al primer asesinato del pueblo; que quedó impune no por meticulosidad, sino por abandono.
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