Juan José Pizzuti fue una gloria del fútbol argentino. En la década del cincuenta, Racing lo compró a Banfield donde a pesar de ser mediocampista y jugar en un club chico se había consagrado goleador del torneo. Sus comienzos en la Academia no fueron los mejores, le costó arrancar.
En ese comienzo inestable, la revista partidaria Racing (muy leída por sus hinchas) lo criticaba con vehemencia, hasta llegó a sugerir que la compra había sido un error. El jugador supo que el encargado de esas críticas era un joven impulsivo de 22 años.
Un día se cruzaron camino al vestuario. Pizzuti lo increpó, discutieron y cuando parecía que se iban a agarrar a las trompadas, el periodista se retiró del lugar. Al poco tiempo, Tito Pizzuti era el goleador y líder del equipo, amado por la hinchada (luego se convertiría en múltiple campeón como jugador, uno de los goleadores de la historia de Racing -uno de los dos mediocampistas con más goles en el fútbol argentino- y, por supuesto, en el creador de El Equipo de José, el Racing del 66 que un año después se coronaría campeón del mundo). Y, entonces, se volvieron a cruzar. Tito lo miró desafiante y le dijo: “¿Y? ¿Ahora qué dice?”. Bernardo Neustadt, el periodista, con una sonrisa algo desdeñosa apenas se detuvo y le respondió: “El que cambió fue usted. No yo”.
Esa anécdota parece condensar buena parte de las características de la trayectoria profesional de Bernardo Neustadt. El periodista más influyente del país durante más de tres décadas, el hombre que cambió el lenguaje periodístico en la televisión y la radio, el que supo tener un gran poder. Porque su historia es, al mismo tiempo, la historia del poder de la Argentina de la segunda mitad del siglo XX.
Bernardo Neustadt hablaba a cámara, le hablaba a Doña Rosa, entendió que también debía entretener, que el estilo envarado había muerto, prefería-muchas veces- el impacto a la precisión, supo simplificar ideas complejas para lograr que su mensaje permeara en el (enorme) público, introdujo temas sociales, del espectáculo o policiales en los programas de política, creó los primeros newsletters, también las charlas para empresarios e influyentes, la introducción subliminal de productos o intereses ajenos, entendió que para lograr que sus ideas –a veces eran sólo opiniones- impactaran debían contar con un alto grado de espectacularización, y construyó poder obsesivamente.
Fue una figura contradictoria, repleta de claroscuros, a la que nadie –ni admiradores, ni detractores- le puede negar su impronta y su importancia en la historia de la segunda mitad del siglo XX en los medios de la Argentina. Y a esa última frase acaso le sobren tres palabras: “en los medios”.
Fue la máxima figura del periodismo político de su tiempo. Triunfó en la radio y en la televisión. Comenzó como periodista deportivo, después fue simple cronista de los pasillos de gobierno, columnista, hasta convertirse en conductor estrella y una de las personas más influyentes del país.
Neustadt fue una creación de Neustadt. No siguió modelos. Recogió grandes contratos, confianza de empresarios y políticos, y una enorme audiencia. Cosechó mucho poder y también mucho rechazo.
Nació hace 100 años, el 25 de enero de 1925. Fue en Rumania. Poco después, los Neustadt emigraron a Argentina. Bernardo fue enviado desde muy chico a colegios pupilos. Pasaba mucho tiempo alejado de su familia. Sus padres prefirieron quedarse con su hermano. Se crió solo, rodeado de hermanos maristas y curas salesianos acostumbrado a exigirse, a ser el mejor alumno. Nunca pudo sacarse de encima la sensación de rechazo. Eran muy pocos fines de semana los que sus padres lo visitaban. A los 13 años murió su madre. La incomunicación con su padre se acentuó.
Comenzó a trabajar en el periodismo desde muy joven. Cubría turnos nocturnos en el diario El Mundo mientras estudiaba en los primeros años del secundario. Según narra Jorge Fernández Díaz en su atrapante biografía de Neustadt, El Hombre Que Se Inventó a Sí Mismo, una madrugada que un cierre se había retrasado, al regresar a su casa, su padre lo estaba esperando despierto. Le dijo que no podía llegar a esa hora, que debía estudiar. Bernardo le dijo que a él le gustaba mucho lo que hacía. El padre respondió que en el periodismo no tenía futuro. El hijo insistió. El padre dio un ultimátum: si no dejaba el diario, debía abandonar la casa. Y debía decidirlo en ese instante. Bernardo Neustadt eligió el periodismo. Armó una valija y regresó a la redacción de El Mundo. Se tiró a dormir en un sillón hasta que llegaran los hombres del turno mañana. No vio a su padre por muchos años.
El Mundo, en la década del 40, era un diario muy popular. Más de 400.000 ejemplares diarios. Al adolescente lo mandaron a cubrir algunos partidos de fútbol sin importancia y a su regreso debía recolectar los resultados de las actividades deportivas más dispares. Uno de sus superiores ante una baja por enfermedad de un colega, le ofreció un puesto temporario en una revista partidaria de un club grande de AFA.
Neustadt no tenía grandes pasiones fuera de las conocidas: el periodismo, el poder, el éxito, el dinero. Una de esas pocas pareció ser Racing. Entró a trabajar en la revista Racing siendo muy joven. Su fuerza de trabajo se impuso muy rápidamente. Casi sin que nadie se diera cuenta, se convirtió en el secretario de redacción.
El periodismo deportivo le enseñó muchas cosas. Cubrir algo tan popular como el fútbol lo puso en contacto con la gente, con su gusto, con sus reacciones. En su primer tiempo en la revista Racing una vez tituló: “No seamos empresarios de la excusa: perdimos bien”. Ese número vendió muy mal, la mitad de la tirada fue devuelta. El dueño de la revista se acercó a su escritorio, le mostró la planilla de ventas y le dijo: “Nunca perdemos bien, Bernardo, nunca”.
Otra enseñanza: creó una sección, muy novedosa para esos años, llamada El Termómetro del Partido, allí puntuaba a los jugadores del 1 al 10. Entendió que la síntesis y el impacto funcionaban, interesaban. Era lo primero que iba a ver el lector apenas la compraba. Pero no sólo los lectores; también los jugadores, que comenzaron a llamarlo a su casa y a la redacción para averiguar qué calificación les iba a poner. Eso le abrió las puertas de los entrenamientos y de la información de lo que sucedía en el plantel. Nadie quería abrir la revista el martes a la noche y encontrarse con un 3 o un 4 al lado de su nombre.
Antonio Rey, el fundador de la revista, el medio partidario más longevo del fútbol argentino (este redactor durante décadas fue cada martes a la noche al kiosco de la esquina de su casa a buscar la revista: ya no eran tiempos de Neustadt) le dio un consejo que él nunca olvidó y que aplicó en cada uno de los temas a los que se dedicó, que, acaso, haya sido una de las claves de su éxito: “Criticar con dolor, elogiar con pasión”.
Mientras tanto (en la revista Racing estuvo más de dos décadas, ya al final, sólo como columnista estrella) fue escalando en El Mundo. Era voraz. Miraba, aprendía, se preguntaba por qué un autor funcionaba y otro no, cuáles eran las noticias que mayor interés generaban. El 17 de octubre de 1945 lo mandaron a cubrir las movilizaciones que se estaban produciendo en la ciudad. Fue con algo de resquemor y bastante desconfianza. A las horas regresó con un enorme entusiasmo y con su libreta repleta de apuntes. Pese a sus 20 años (o tal vez en virtud de ellos) entendió que estaba ocurriendo algo nuevo. Se sentó frente a la máquina de escribir y sus dedos golpearon las teclas con ferocidad. Pero la nota nunca fue publicada. El secretario de redacción le reprochó su parcialidad. Con el correr de los años llegó a tener su propia columna.
Durante el gobierno peronista, Neustadt continuó con sus labores en El Mundo y en la Racing, y les sumó algunos puestos oficiales. Fue el encargado de prensa del Consejo Superior del Partido Justicialista y fue contratado por el estado en diversas oportunidades.
El 16 de junio de 1955, según contó años después, en el momento en que la Plaza de Mayo y la Casa Rosada fueron bombardeadas, él se encontraba allí. Debió tirarse cuerpo a tierra mientras las paredes retumbaban por las bombas y los vidrios estallaban. Con las piernas temblando, esquivando los cuerpos despedazados en la Plaza, fue hasta la redacción para escribir la crónica.
Tras la caída de Perón, él también cayó. Sus bienes sufrieron la interdicción dictada por las comisiones investigadores de la autodenominada Revolución Libertadora, algunos medios fueron cerrados y él despedido de todos sus trabajos. Sólo le quedó, seguir escribiendo en la revista del equipo de sus amores.
Fernández Díaz sostiene que Neustadt la pasó tan mal, se sintió tan desamparado, que decidió que nunca más le sucedería lo mismo, que las próximas veces no quedaría tan atado a un gobierno. Aprendió que debía irse a tiempo. Muchos años después, cuando Neustadt era una estrella, alguien dijo: “Él es siempre oficialista los tres primeros años de un gobierno; después, casi sin que nadie lo note, se va corriendo a un costado y en el momento de la caída, él ya está muy lejos”. Tan lejos que, en muchas ocasiones, hasta empujó al gobierno hacia el abismo.
Ese mal momento no se perpetuó. Como siempre, Neustadt no se dejó abatir por las circunstancias. Al poco tiempo, fue contratado por Roberto Noble para Clarín. Muy pronto tuvo su propia columna desde la que filtraba información exclusiva, chimentos y operaciones de prensa.
En ese tiempo, entre el ascenso de Frondizi y la influencia del diario, se había convertido en un ferviente desarrollista.
Hizo sus primeros pasos en la televisión, un medio incipiente que le interesaba mucho porque le veía potencial y porque ingresar al living de las familias era una manera nueva e impactante de hacer llegar su mensaje.
Él, al principio, creía que no le iba a ir bien. Nunca lo había hecho. Pero el verdadero problema era otro: en la tele lo que triunfaba era la imagen y él se consideraba alguien poco agraciado, feo. Y esos anteojos enormes empeoraban la situación. Tuvo un micro programa en el que entrevistaba a uno de los personajes de la jornada. Duraba apenas 3 minutos. Al finalizar la primera emisión creyó que era al mismo tiempo su estreno y su despedida. Le pareció que estaba todo mal. Él, la idea del programa, el tiempo. Ni se pudo lucir como entrevistador, ni su invitado con sus respuestas breves, apuradas. Pero se exigió y reformuló el formato: entendió que debía ir al centro de la cuestión, una sola pregunta, fuerte, impactante, central. Esa síntesis, convirtió el programa en un éxito. Y fue un anticipo de cómo le iría a lo largo de su carrera. Y de su método.
Luego, tuvo un programa junto a Pinky. Estaba convencido que parecerían la Bella y la Bestia. Pero entre el oficio y la gracia de Pinky y su astucia y capacidad de producción, las entrevistas fueron un suceso. Neustadt aportaba la maldad, el conocimiento de la rosca; Pinky, el timing y la ingenuidad de animarse a formular cuestionamientos que los profesionales no hubieran hecho.
Unos años después, en 1965, comenzó Hora Clave. El programa se convertiría en un clásico televisivo y, probablemente, en el más importante junto a Día D y PPT de Lanata, de la historia de la televisión local en el rubro política.
Eligió un ladero: Mariano Grondona. Alguien, casi opuesto, a él, que lo complementara, que tuviera todo el background cultural del que carecía, con un estilo –formalmente- más apaciguado, con capacidad de análisis y contactos aceitadísimos con el poder militar y económico. Alguien, también, que supiera mantenerse en el segundo plano.
Al mismo tiempo, fundó la revista TODO, casi una copia de Primera Plana. Tenía un muy buen plantel de periodistas, muchos de ellos no pensaban como él. La cerró y abrió EXTRA, que se mantuvo en los kioscos durante varias décadas. No era una buena revista, ni siquiera tenía ventas que le permitieran competir con las otras publicaciones políticas. De todas maneras, resultó durante toda su larga existencia un gran negocio para Neustadt. Publicidades de empresas amigas, provinciales, del estado y algunas otras transacciones, le permitieron ser una buena fuente de recaudación. En eso también fue un precursor (o al menos alguien que perfeccionó ese modelo).
Fue frondicista, le escribió discursos a Guido (dio alguna versión inverosímil para justificarlo), ayudó a derrocar a Illia, apoyó la denominada Revolución Argentina, siendo Lanussista se dejó llevar por el entusiasmo del regreso de Perón, fue censurado por López Rega, defendió a Martínez de Hoz y apoyó al Proceso en sus primeros años y hasta vio virtudes en Galtieri. En los albores de Malvinas vio que la guerra conducía al desastre y se fue alejando del panegírico bélico que se imponía en los medios; llegó a escribir una columna titulada: “Esto termina mal”.
Con el alfonsinismo estuvo enfrentado, fue uno de sus grandes opositores. En algún momento, mientras el peronismo se reorganizaba de la debacle electoral 83/85 pareció establecerse como el jefe ad hoc de la oposición. Se convirtió en uno de los principales impulsores de Menem. Cada martes gritaba desde Tiempo Nuevo las reformas que debían hacerse, clamaba por las privatizaciones y las celebró cuando llegaron. Se sintió el artífice, no sólo el vocero. Fue habitué en las comidas del presidente y Menem lo reemplazó en la conducción de Tiempo Nuevo cuando Bernardo debió someterse a una operación.
Neustadt estuvo con casi todos los gobiernos que pasaron pero había aprendido la lección del 55: los abandonó a todos mucho antes de su final. Si alguien hubiera prestado atención en ese momento, el instante en que Bernardo cruzaba de vereda, hubiera sido un gran indicador: cuando Neustadt retiraba el apoyo, cuando en su programa las críticas eran más que los elogios, ese gobierno había comenzado su declive.
Neustadt más allá de sus ideas, de sus movimientos lábiles para agradar o presionar al poder, para tener poder (y tuvo muchísimo), tenía una capacidad descomunal para comunicar. Factor indispensable para cualquier periodista. Además de su pertinaz oficialismo, Neustadt escuchaba muy bien lo que la gente pensaba. Tenía un don para decodificar el mensaje de la época. Lograba entrar y salir, modificar opiniones, plantarse recalcitrante ante un enemigo, elogiar sin mesura. Los beneficiados no debían alegrarse, era cuestión de tiempo que les tocara a ellos.
Hizo trizas la cuarta pared. Él hablaba cara a cara, mirando a los ojos, con cada uno de sus televidentes. No a un público en general. Esos monólogos iniciales, de pie, mirando a cámara, hablándole directamente a su público, a Doña Rosa, eran un pequeño prodigio histriónico que muchos quisieron replicar y fracasaron. El latiguillo se convirtió en un personaje influyente: Doña Rosa, esa figura ideal y hasta casi falaz (el programa era mucho más visto por hombres que por mujeres en esos años), se convirtió en un objetivo de los políticos.
Él le hablaba al principio, con cierta timidez, a una tía inventada que tenía. Hasta que en una grabación vio al doctor Mario Socolinsky –primer pediatra televisivo- dirigirse a Doña Rosa, con ese tono edulcorado que utilizaba. El doctor en sus comienzos en el medio utilizaba jerga científica y compleja hasta que un productor le pidió que pensara que estaba hablando con su vecina. Y la vecina de Socolinsky se llamaba Doña Rosa.
Los días sábados organizaba reuniones con seis o siete personas, unos largos desayunos. La concurrencia era heterogénea: un economista, un militar, un opositor, un legislador, un ama de casa, un kiosquero, etc. Así escuchaba lo que pensaba la gente y lo trasladaba a sus productos. De esta manera sus programas fueron los primeros en mezclar las cuestiones sociales, deportivas o del espectáculo con la política. Por ejemplo cuando Monzón mató a Alicia Muñiz Neustadt fue de los comunicadores más contundentes en la condena al boxeador, pidiendo que la sociedad no mezclara el mérito deportivo con la comisión de un delito gravísimo; lo mismo ocurrió con el caso del Bambino Veira.
Con Maradona tuvo una relación absolutamente conflictiva desde los inicios de la carrera del astro. Le reprochó que Diego a sus 19 cobrara algunas entrevistas. Un día Diego fue a Videoshow porque Neustadt no iba a estar, pero Bernardo apareció y lo enfrentó en cámara. Esa noche el periodista renunció al programa y se quebró el vínculo entre ellos para siempre. Diego lo llamaba “Sanguchito”: porque siempre estaba cerca de la torta.
Después estaban las grandes mesas o los mano a mano con los políticos más importantes. En Tiempo Nuevo pasaban cosas. Con Grondona jugaban al policía bueno y al malo. Entrevistaban en yunta, dialogaban y debatían problemas del país. Neustadt siempre traía a colación a Doña Rosa.
El ocaso de la Dictadura, el regreso de la democracia, su pelea con Alfonsín, puso su sitial en peligro. Parecía que como tantos otros iba a ser dejado de lado, a pagar sus culpas y las de otros. En un recital de Serrat en el Luna Park, anterior a las elecciones del 83, el público de la popular lo reconoció y le dedicó varios cánticos agraviantes
Pero una vez más, cambió de piel. No sólo subsistió sino que fortaleció su popularidad y su mensaje.
Ya para esa época hacía radio desde la madrugada. Con sus entrevistas tempraneras marcaba la agenda del día. Era, también, ya un personaje: Doña Rosa, ‘lo dejamos ahí’, el hombre que dormía poco, los ademanes. Un síntoma de esa consagración, de cómo se había filtrado capilarmente en la opinión pública fue la imitación de Mario Sapag, que terminó por cristalizar al personaje.
Ya con más de 60 años, cuando otros entran en declive, a Neustadt le llegó el apogeo. Nunca había llegado tan alto en su carrera. Dinero (era el uno a uno: cientos de miles de dólares mensuales), más de 20 puntos semanales de rating (le ganaba a Peor es Nada, el programa humorístico de Jorge Guinzburg, en competencia directa), fama y una influencia enorme.
Durante los primeros años del menemismo parecía que el plan económico que se aplicaba no era ni el del riojano ni el de Cavallo, sino el de Neustadt.
Tal vez su trayectoria se pueda resumir en una frase de Rodolfo Walsh que Fernández Díaz eligió como uno de los epígrafes de su biografía sobre Neustadt: “En algún momento le pareció que comprendía la esencia del poder: ese punto de equilibrio en que nadie hace su voluntad, pero el más hábil opera con la voluntad ajena”.
Había algo que lo desvelaba y no obtenía: el prestigio y la admiración de sus colegas. Lo buscaba con denuedo pero nunca lo consiguió. Provocaba rechazos, recibía cuestionamientos, era exhibido como el ejemplo de lo que no había que hacer. Él se preguntaba qué más debía hacer para ser reconocido. Escribió en No me Dejen Solo, su autobiografía: “El éxito deja solo. ¿Tengo aceptación de la gente? Sí, si no fuera así no sería quién soy ¿Tengo aceptación de mis pares? No. Y no puedo dejar de preguntarme por qué. A lo mejor es una utopía personal pensar que Salieri pudiera reconocer el talento de Mozart o pensar que el psiquiatra que competía con Freud lo reconociera como mejor, o al menos como un igual. A lo largo de mi vida siempre busqué que mis pares me reconocieran”.
A pesar de eso, muchos periodistas reconocieron que a pesar de pensar muy distinto a él, fueron ayudados en algún momento crítico de su carrera o de su vida por Neustadt. Alguna oportunidad laboral, una gestión ante los gobernantes, préstamos nunca reclamados de dinero para solucionar situaciones acuciantes.
Con todos los grandes de esas décadas tuvo enfrentamientos feroces. El primero fue con Jacobo Timerman cuando compartían redacción en Clarín. Cada uno vio el germen del gigante en el otro, se sabían enemigos de fuste aunque todavía su gran momento de brillar no había llegado: los ambiciosos tienen un sexto sentido y se reconocen a simple vista. Timerman lo ninguneaba: “¿Vos no sos el de deportes?”, preguntaba cuando Bernardo opinaba de política. Hasta que una tarde, se encontró en un bar con un viejo periodista. El hombre estaba escribiendo un discurso que pronunciaría Frondizi días después. Neustadt logró sonsacarle cuáles eran los lineamientos de los anuncios y corrió hasta el diario para escribir su columna con la gran primicia. Pero al día siguiente cuando abrió Clarín encontró que los anuncios estaban en la columna de Timerman. Jacobo, según la versión de Neustadt, había llegado después que él, había extractado la información más importante de su nota, la había completado con algunos llamados telefónicos y la publicó con su firma. Neustadt se quejó con Noble, el fundador del diario. Timerman renunció esa misma semana. No fue su única pelea entre gigantes. En algún momento de su carrera estuvo enfrentado con Julio Ramos, Héctor Ricardo García, Dante Panzeri, la revista Humor, Página 12, Lanata y muchos más. El último gran enfrentamiento se dio con su viejo ladero, Mariano Grondona. Avanzados los 90 Grondona se independizó. Triunfó con Hora Clave en Canal 9. Obtuvo el prestigio que Bernardo siempre persiguió y se convirtió, para el gran público, en uno de los denunciantes de la corrupción menemista. Bernardo había quedado demasiado atado a los primeros años de Menem. Esta vez, los tiempos habían cambiado, y él no llegó a despegarse a tiempo.
El descenso no fue amable ni grato. Tuvo una separación escandalosa de su tercera esposa, se recluyó en canales de menor audiencia o en el cable, se quejaba de la soledad, se volvió a casar con alguien mucho más joven, recibía críticas por su pasado. Él siguió en haciendo radio cada mañana, declamando sus ideas, repartiendo certezas, pero ya no modificaba la realidad. Había dejado la cumbre.
De su entierro queda la anécdota viralizada del hombre que se puso a tararear, como homenaje, Fuga y Misterio, el tema de Piazzolla que oficiaba de cortina musical de Tiempo Nuevo. La escena –entre bizarra y emotiva- tapa en el recuerdo la frialdad y la incomodidad que produjo su muerte y que entre los presentes había dos ex presidentes como Fernando de la Rúa y Carlos Menem. Los obituarios, que suelen ser celebratorios y condescendientes, no encontraron el tono adecuado. Neustadt no fue celebrado en su final. Ni siquiera el día de su muerte obtuvo el reconocimiento de sus colegas, algo que lo obsesionó a lo largo de toda su trayectoria.
Murió el 7 de junio de 2008. Tenía 83 años. Era el día del periodista.