Estamos en el sur de Estados Unidos, en la península de Florida, más precisamente en Miami. Ese estado que con su clima atrae a muchos estadounidenses en el momento en el que hemisferio norte el invierno golpea las puertas. Nos alejamos de la zona céntrica y al hacerlo, las palmeras que nos acompañan al costado de la ruta, evidencian que Miami es un lugar distinto en el país del norte. Distante de Cuba apenas unos cientos de kilómetros, en su escenografía ya esas palmeras nos muestran aires caribeños aunque basta caminar y escuchar para enseguida notar que el español brota de las paredes y se esparce indetenible por las ordenadas calles con su estructura sajona. Esto se acentúa aún más en el rincón de la ciudad en el que estamos. Aunque existen cubanos en todo Miami, la mayoría de ellos se concentran en Little Habana, es decir La Pequeña Habana, un diminuto sector de apenas nueve kilómetros cuadrados que los alberga desde que empezaron a salir de la isla en 1960, apenas después de la revolución encabezada por Fidel Castro y el Che Guevara.
Ya a pie, la calle 8 nos transporta enseguida a la capital cubana, entre ritmos de salsa que brotan de las tiendas y aromas a puros fabricados a mano entremezclados con tentadores cafés que se ofrecen en los bares. Entre la 12 y la 17 descubrimos, en el mismo revestimiento de la vereda, una serie de homenajes a personalidades de la comunidad hispana que trascendieron fronteras. Al mejor estilo Hollywood, inscriptos en la vereda están Andy García, Gloria Stefan, Celia Cruz y Julio Iglesias.
Sin detenernos, al arribar al encuentro de la 8 con las 15, llegamos a un sitio muy especial, el Parque Máximo Gómez, más conocido como el Club del Dominó, considerado como parte del patrimonio de Florida. Ingresamos a él, caminando por una serie de baldosas con fichas del juego pintadas. Hombres y mujeres inmersos en un murmullo en castellano que se filtra entre el sonido de las fichas desplegándose sin interrupción. Pequeñas mesas en dónde se reúnen cuatro o cinco personas haciendo coincidir números una y otra vez. Y en medio del gentío, no sólo cubanos, que aquí son el ochenta por ciento, sino también muchos otros latinoamericanos.
Nos encontramos con un personaje muy especial: Enrique Rodríguez. Nos sonríe y con sus saludables ochenta y ocho años, muy amablemente se aparta hacia un lado para que podamos entablar un diálogo. Nos cuenta que al lugar acuden mayormente personas adultas mayores para jugar al dominó, para conversar, para recordar a la añorada tierra cubana, pero principalmente para vivir un día más, escapando a la comodidad que podría encontrar en su casa quedándose atrapado por en un confortable sillón, situación que, según él, sería donde comenzaría a morir.
En el club del dominó se ríe, se divierte, cruza bromas con sus amigos, cada uno de los trescientos sesenta y cinco días del año, en un día a día que lo revitaliza. Le preguntamos si volvería a Cuba si podría hacerlo; su respuesta es tajante: “¿Cómo? Es lo primero que haría, volver a mi Cuba”. Nos cuenta que él vino en la década del sesenta, con toda su familia y un poco le duele cuando relata que sus nietos ya son estadounidenses, que él nunca les habla de Cuba, que no se involucra en sus vidas, que a Cuba ni la conocen. Antes de alejarnos nos deja en claro con una frase la relación con su tierra, después de más de medio siglo de exilio; “donde diga que esté y se pare, diga que Cuba es lo más grande del mundo… de verdad, no exagero en lo absoluto”.
Las fichas parecen coordinarse para, en lugar de hacer ruido, entramar una rítmica melodía. Dejamos a Enrique tranquilo jugar al dominó con sus amigos. Cuba renace en pleno corazón de Miami, como cada día desde muchas décadas.