Empezó como una broma y se transformó en un escándalo enorme. Los ingredientes, hay que reconocer, eran muy potentes. Una revista en el pico de su popularidad (y maldad), el cómico de mayor rating y el ministro más conocido. Todo en una ciudad balnearia en plena temporada. De fondo, el gran objetivo de la historia era el presidente Raúl Alfonsín. Pasaron ya cuarenta años.
Mario Sapag era un imitador, un actor cómico que tuvo mucho éxito como parte de Operación Ja Ja de Gerardo Sofovich a principios de los ochenta y luego se independizó. Sus caracterizaciones apelaban al trazo grueso. En los primeros años de la democracia Las Mil y Una de Sapag, su propio programa, se convirtió en un boom. Fue durante un par de temporadas el programa de mayor audiencia de la televisión.
Antes de las elecciones, Raúl Alfonsín se había sentado junto a él mientras lo imitaba. Pareció una apuesta arriesgada para la época. Pero Alfonsín sabía que era todo ganancia. Fue una gran movida de campaña. Récord de audiencia, notas en las revistas, conversación obligada en las calles. El futuro presidente se mostró suelto, capaz de reírse de sí mismo, con sentido del humor. Era lo que la gente estaba esperando.
Sapag imitaba a las personalidades más importantes de la sociedad. No siempre la voz era parecida a la del imitado. Su método –si lo hubiera- se basaba en exagerar las características físicas más evidentes, unas máscaras de goma y gran maquillaje –superior al promedio del mercado artístico en ese momento- y en muletillas extrapoladas de alguna intervención célebre del imitado, que Sapag explotaba hasta el paroxismo (o hasta el cansancio). En esa época los programas humorísticos eran muy estructurados. Repetían semana a semana un esquema. Los sketchs se reiteraban en el mismo orden y la progresión dramática de cada uno era siempre similar con mínimas variaciones hasta llegar al remate habitual. Se decía que era lo que la gente quería, y, suponemos, era lo que los perezosos guionistas anhelaban.
Mario Sapag imitaba, entre otros, a César Luis Menotti (cinco cigarrillos a la vez, Pernía es triste y Olguín es alegre), a Bernardo Neustadt, a Carlos Menem, a Roberto Galán, a Tita Merello y, a raíz del suceso de la película de Richard Attenborough, hasta a Gandhi. Una de sus mejores imitaciones era la de Borges, que en algún momento generó polémica. Algunos, pasados de solemnidad, se quejaron de que una figura de la cultura, alguien respetado en todo el mundo, fuera parte aún a modo de remedo, de un programa cómico. Se habló de censura, de escándalo, de falta de respeto. Lo cierto que sólo sirvió para que creciera el rating y para vender más revistas en las que la polémica se desplegaba.
Una de esas caracterizaciones era la de Dante Caputo, el canciller de Alfonsín. Caputo era alguien muy imitable. Era muy sencillo hacer una caricatura suya. Pelo prominente peinado para el costado pero siempre algo desprolijo y demasiado abultado, nariz desmesurada, bigote alargado y delgado descendiendo en picada desde la base de la nariz hasta sobrepasar el borde inferior de los labios, y una voz grave, como la de un fumador de cigarrillos negros que habla desde un segundo subsuelo. Caputo, que acompañó a Alfonsín durante casi todo su gobierno, era un hombre de una enorme erudición. Sabía varios idiomas y sus intervenciones públicas eran sofisticadas aunque nunca arrogantes.
Unos meses antes de este episodio, Caputo había logrado la hazaña de convertirse en el ministro más conocido del gabinete. En este país siempre el que ocupa ese lugar es el ministro de economía. Bernardo Grinspun aparecía en el verano jugando al truco con figuras de la farándula, era frontal con los periodistas y la economía era un gran, enorme, lío que todos los días lo ponía en los principales titulares. Pero Caputo había descollado en el debate por el referendo del Beagle. Le había dado una paliza dialéctica al senador peronista Vicente Leónidas Saadi. Si antes su figura excéntrica atraía, después de eso su celebridad se multiplicó.
La caricatura del canciller hecha por Sapag se volvió muy popular durante el primer año democrático. Tenía dos gracias: hacía como que hablaba en francés, exagerando y alargando la pronunciación de cada erre, subrayando lo nasal, y en cada parlamento finalizaba con la frase “a lo largo, a lo ancho y a lo alto del país/ del continente/ del mundo”.
En 1984, editorial Perfil de Jorge Fontevecchia tenía unas cuantas revistas en la calle. La nave insignia era La Semana, la única revista de actualidad que podía competir con Gente. Salía el mismo día y tenía un público similar aunque La Semana hubiera, en esos días predemocráticos y en los primeros del alfonsinismo, hecho foco en las historias que iban surgiendo sobre las atrocidades ocurridas durante el Proceso. Otra revista, muy ambiciosa de la misma editorial y que duró poco, era Perfil.
Ya en democracia los Fontevecchia sacaron Libre que se convirtió en un fenómeno colosal. Mujeres desnudas, intimidades de famosos, fotogramas de escenas que habían sido censuradas de películas (o de las que se iban a estrenar en esta nueva etapa sin censura) y hasta Charly García sentado en un inodoro con los pantalones bajos –recreando, sin que muchos lo advirtieran, una célebre imagen de Frank Zappa-. Inspeccionaban la basura –literalmente- de la farándula, recordaban escándalos sexuales, buceaban en los secretos de las celebridades.
(Una publicidad televisiva cualquiera: “¡Libre! Hablan los vecinos de Mirtha Legrand. Dice el sodero: A mí jamás me dieron propina. ¡Libre! Dice el almacenero: Tinayre siempre pide rebaja ¡Libre! Dice el basurero: Una vez tiraron un pollo entero ¡Y no quieran saber lo que dice el lechero! ¡Libre! La revista que nació libre”. En ese momento se sobreimprimía la tapa que esa semana, por ejemplo, traía desnuda a Selva Mayo).
Había nacido con la intención de aprovechar “el destape” democrático. El modelo evidente era la Interviú española. Sin embargo, tomando esa publicación como base y pasándola por el metabolismo argentino, se transformó en algo muchos más suelto y provocador, sin nada de solemnidad ni ataduras. La redacción estaba integrada por muy buenos periodistas y escritores (Hugo Asch, Juan Carlos Martini, Jorge Manzur, Daniel Pliner, Enrique Vázquez, entre otros y dos grandes provocadores como Jorge Asís y Roberto Pettinatto) que se divertían y aprovechaban el momento. Vendían centenares de miles de ejemplares por semana. Algunos de los que escribían allí venían de la revista Perfil que había hecho algunas notas de periodismo participativo siguiendo el ejemplo del periodismo norteamericano que ponía el cuerpo (unos días trabajando en un cementerio, una semana encerrados en un departamento sin ver a nadie, ir por la calle haciéndose pasar por ciego o mendigando). En el mismo plan a alguien se le ocurrió una idea que llegaría a la tapa de los diarios y que provocaría un sismo en la seguridad presidencial.
Estaban en los últimos días del año 84. La temporada de verano en Mar del Plata había empezado a inicios de diciembre. Mario Sapag encabezaba una de las obras más taquilleras y había trasladado su éxito televisivo al escenario del lugar de veraneo. El presidente Alfonsín pasaría unos días en la residencia presidencial de descanso en Chapadmalal. El día 28 de diciembre haría una reunión de gabinete allí. Los de Libre imaginaron llevar a Sapag disfrazado como Caputo hasta la puerta de la residencia. Y ahí ver qué sucedía. Dos hechos conspiraron en su favor. Dante Caputo estaba de viaje oficial en el exterior y Sapag aceptó encantado. El cómico creyó que era buena publicidad gratis para La Quinta Está Que Arde, la obra que presentaba en la sala del Hotel Hermitage. Los spots televisivos de la revista inundaban la pantalla a toda hora: era una gran manera de publicitar su obra de teatro.
Sapag se maquilló, se puso la nariz de utilería, los anteojos cuadrados, la peluca y el traje beige arrugado. En este punto hay que recordarle al lector algo ya dicho: su caracterización era una obvia caricatura. La revista se encargó de conseguir un chofer y un auto negro, con vidrios polarizados (una rareza para la época), muy parecido al que utilizaba cualquier ministro.
Los periodistas mandaron un equipo de avanzada, con la excusa de la reunión de gabinete, para poder tener registro fotográfico de lo que ocurriera. Si todo salía mal, tenían una vía de escape: la fecha. Era el 28 de diciembre y pensaban alegar que sólo se trataba de una broma del Día de los Inocentes.
El auto llegó hasta la puerta de la residencia de Chapadmalal. Los guardias se acercaron pero cuando se bajó la ventanilla de atrás y vieron los bigotes prominentes y el falso canciller saludó con la mano en alto, franquearon el paso sin pedir ningún papel o documento. Deben haber pensado: ¿Qué papel podían solicitar si Caputo era una de las personas más reconocibles del país?
Los periodistas de la revista apostados a metros de la entrada estaban exultantes, ya tenían la nota. El auto pasó al lado de otros dos coches y varios custodios de civil que ignoraron su paso hasta que estacionó a unos metros de la residencia. En ese momento Sapag bajó del auto. Un hombre alto, imponente, salió a su encuentro. Sin levantar la voz le dijo que debía retirarse, había descubierto el engaño. No necesitó pedirle documentos para darse cuenta que ese hombre no era el canciller. Sapag hizo su gracia: “¿Por cuá?”, preguntó. El hombre se presentó, era el edecán presidencial y les pidió que se retiraran, aclarándoles que el presidente no se encontraba en el lugar. Ordenó que el vehículo pegara la vuelta y los hizo retirarse del predio. El incidente duró un minuto. A lo sumo dos. Pero ya era una gran nota. Y apenas se anunciara se convertiría en un escándalo extraordinario.
Así ocurrió. Cuando la revista estuvo en la calle durante la primera semana de enero de 1985 y los avisos publicitarios inundaron la televisión y la radio, el escándalo se desató.
¿Cuán vulnerable era la seguridad presidencial? Nadie podía creer que se pudiera llegar hasta las narices del presidente con tanta facilidad. Con los antecedentes de violencia política del país y con lo convulsionado que estaba el tema con los militares (y no hay que olvidar que se supo que Raúl Guglieminetti –buscado por la justicia en esos días- había integrado la custodia de Alfonsín) la vulnerabilidad del presidente era un tema de extrema gravedad.
Los efectivos que no controlaron el paso del imitador fueron despedidos. La maniobra publicitaria y la picardía de la revista (que tenía su gracia indiscutible y que logró entender esos meses como nadie, esa fue también, como una maldición, la causa de su caída posterior) y la intención de llamar la atención resultaron. Los periodistas se justificaron afirmando que lo que ellos habían demostrado de manera fehaciente era la permeabilidad de la custodia presidencial. Razón no les faltaba. Y acusaron al gobierno de ser demasiado solemne, de no entender el espíritu de una broma del Día de los Inocentes. José Ignacio López, el vocero presidencial, se había quejado. Dijo que lo del cómico y la revista Libre había sido “una impertinencia a la investidura presidencial”.
A Sapag, que muy probablemente se dejó llevar por el entusiasmo y fue demasiado ingenuo, no le fue tan bien. Las culpas y acusaciones se centraron sobre él. Debió salir a pedir disculpas públicas. Escribió una carta al presidente ofreciendo su pedido de perdón y rogando por el futuro laboral de los guardias despedidos. “Asumo mi error, involuntario y sano, que cometí dejándome llevar por terceros. Con usted llegó a este bendito país la esperada democracia que, en mi caso particular, llamaría la verdad argentina. Simplemente, porque llegó la hora de que cada argentino asuma sus errores. Si con este arrepentimiento pudiera reparar en algo mi falta, pido al señor presidente su benevolencia”, escribió en su carta que publicó otra revista de actualidad.
Mario Sapag no logró conseguir la foto que había imaginado y que creyó que llenaría la sala marplatense: el abrazo con Alfonsín mientras él estaba disfrazado como el canciller. Acaso lo peor de todo este incidente algo ridículo haya sido que la imitación de Dante Caputo era muy burda. Es posible que los guardias no conocieran al canciller sino por la imitación del cómico.