Cafetines de Buenos Aires: la noche inolvidable de 1978 en la que adolescentes del conurbano terminaron en las mesas del Gardel

En la esquina de Entre Ríos e Independencia, donde funcionó el Mercado de San Cristóbal, está el bar que lleva el nombre del símbolo indiscutido del tango. El lugar es el punto de contacto de cuatro barrios porteños

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El Gran Café Gardel abrió
El Gran Café Gardel abrió sus puertas en 1935, el mismo año de la trágica muerte del Morocho del Abasto

Llevo dos décadas viviendo en la ciudad. Un tercio de mi existencia. Los otros dos se repartieron en diferentes domicilios entre Banfield y Adrogué. Sin embargo, me siento de Buenos Aires desde siempre. Los años en el Conurbano Sur son tan lejanos como ajenos. Como si le hubiesen ocurrido a otra persona. Durante otra vida.

Mis innumerables ingresos a la Capital comienzan su conteo desde muy niño. Novelescos viajes en el tren Roca con mi madre. Luego las salidas fueron con compañeros de colegio a los cines de Lavalle. Y, aún de mocoso, programas nocturnos a recitales de rock al cuidado de mis hermanos mayores.

Hubo una vez que la registro como la fundacional. Me refiero a que la experiencia la compartí siendo adulto —o casi— entre pares etarios. Ocurrió luego de la Cena de Egresados de bachilleres. La comida de gala sucedió en Banfield, en la propia sede del colegio. Cumplidos con la cena, baile y despedidas de rigor, nos organizamos con mis compañeros para seguirla en otro lado. Esa noche debía finalizar después del amanecer. Yo tenía diecisiete años. Terminé la secundaria con esa edad. Pero por esas cosas de los distintos semestres algunos ya eran mayores de edad y tenían otorgado su registro para conducir. El destino elegido fue la Capital. Ningún boliche de Banfield nos garantizaba una estancia ilimitada.

En el tradicional café Gardel
En el tradicional café Gardel hay percheros de pie de madera, pantallas de iluminación de cobre, tapas de mesas símil mármol y sillas acolchadas, tapizadas de color rojo

Es notable como después de compartir doce años juntos, desde primer grado hasta quinto año, con todo lo que ese tiempo representa para cualquiera, sea esta salida la que se me haya grabado a fuego. ¿Acaso fueron los hechos ocurridos en la Caravana al Centro? No. Justamente, recuerdo muy poco de la farra. Quiero decir, no sé a qué auto me subí. Mucho menos quién era el conductor. Ni qué pasó durante esas largas horas, cómo volvimos o cuándo. El único dato que quedó en mi memoria fue el lugar dónde terminamos. Esa interminable jornada de 1978 la cerramos en el Gran Café Gardel, en la esquina en la que se cruzan las avenidas Entre Ríos e Independencia.

Hubo dos razones que explican cómo fue que aterrizamos en el Gardel. La primera fue haber evitado el ingreso a la ciudad con tres o cuatro autos cargados de adolescentes —en el aula éramos unos veintipico— por el Puente Pueyrredón que estaría custodiado por la Policía Federal con mayor rigor que el Victorino de la Plaza, más oscuro y solitario. La segunda fue que una vez alcanzada la altura de Entre Ríos —continuación de la Avenida Vélez Sarsfield— algún criterioso habrá sugerido la imprudencia de internarse en el Centro.

Les recuerdo, 1978. El año en el que el pueblo volvió a ganar las calles, a partir del triunfo en el Campeonato Mundial de Fútbol, frente a la mirada de preocupación de los dictadores a cargo del gobierno. Repito entonces mi anterior interrogante: ¿Cómo fue que, cargados de adrenalina juvenil, en pleno auge de la música disco, terminamos en un café llamado Gardel? ¿Se me habrá ocurrido a mí? ¿Y por qué motivo? ¿Tuvo algo que ver la coincidencia con mi aún no revelado enamoramiento con Buenos Aires y sus cafetines?

En primer lugar, vale aclarar que si bien ningún profesor en clase nos habló de Carlos Gardel todos sabíamos de él. Y que, por otra parte, sin desmerecer a nuestro símbolo cultural, en casa mi viejo escuchaba a Aníbal Troilo. Pero lo más extraño del caso es que, si bien este café fue mi puerto de desembarco en la porteñidad, jamás volví a visitarlo. Al menos, hasta hace unas pocas semanas, cuando decidí contarlo. Y hacia allá fui.

Tanto la vajilla como las
Tanto la vajilla como las servilletas tienen impresas la imagen de Carlos Gardel

El Gran Café Gardel ocupa la ochava del viejo Mercado de San Cristóbal, fundado en 1882 e inaugurado en 1887, en la esquina noreste de Independencia y Entre Ríos. Abrió en 1935. El año en el que falleció Carlitos. Pavada de sentido de repentización que tuvieron sus propietarios. Quienes, a su vez, por haberse movido con celeridad, madrugaron a cualquier otro emprendimiento que pretendiera llevar el nombre de nuestro ídolo máximo. Incluso, a todo café bar próximo al auténtico Mercado que lo había tenido como protagonista: el del Abasto. Fue en febrero de 1935 que Carlos Gardel filmó para la Paramount, en Queens, Nueva York, su última película: Tango Bar. De inmediato emprendió la gira latinoamericana que concluyó en el choque de aviones en Medellín.

La intersección entre las avenidas Entre Ríos e Independencia es un mojón que pertenece a cuatros barrios: Montserrat, Constitución, San Cristóbal y Balvanera. El Mercado de San Cristóbal ocupa la esquina de Montserrat. Y siguiendo el sentido de las agujas del reloj se encuentran las barriadas en el orden mencionado. La construcción del mercado que conocemos en la actualidad, formada por tres arcos de hormigón armado, fue proyectada por los arquitectos Santiago Sánchez Elía, Federico Peralta Ramos y Alfredo Agostini y data de 1945. Hasta el momento del cierre fue el mercado en funcionamiento más antiguo de la ciudad. Hoy se rumorea por los cuatros barrios que tiene destino de shopping. Durante casi noventa años el Gran Café Gardel acompañó al mercado construyendo una historia común con sus vecinos. Por ejemplo, Lorena a quien tuve el gusto de conocer durante mi visita.

Lorena nació en 1971 en Solís y Carlos Calvo. Hasta que se mudaron del barrio en 1979, su madre hacía las compras a diario en el Mercado. Es decir, sus vivencias fueron sincrónicas con mi noche en el Gran Café. Me contó Lorena que la visita al Mercado era siempre el mejor plan del mundo. Por la entrada de Independencia estaba el local de un viejo vendedor de zapatos que voceaba: “¡Zapatos para los pies!”. Lorena era la mayor de dos hermanas y empujaba el cochecito de la menor que al escuchar el grito del zapatero reclamaba que de existir zapatos para las manos quería un par.

Una caricatura de varios grandes
Una caricatura de varios grandes de la música popular adorna el café de la esquina de Independencia y Entre Ríos

Dentro del Mercado, Franco, el verdulero, les regalaba un papín y decía: “Tomen, esta es la papita más chiquita del mundo, cuídenla bien”. Lorena guardaba el papín en su bolsillo para más tarde, en su casa, plantarlo en una macetita en el lavadero a la espera de que crezca un árbol de papas noisette. El sector de lácteos estaba atendido por un viejito de cachetes rosados, igual a los personajes de las películas de Disney de esos años. El hombre cortaba un rulito de manteca —como los que se servían con las paneras en los restaurantes antes de que las empresas lecheras crearan el paquetito envuelto para llevar a las mesas— y se lo entregaba a Lorena que, ahuecando la mano, lo guardaba para jugar a la camarera cuando su abuela fuera de visita.

Pero el mejor momento lo vivían en el puesto de la pescadería. Al momento de dar el vuelto por la compra, el vendedor le regalaba a Lorena un cornalito dentro de un cucurucho hecho con papel de diario. En ese instante se iniciaba una carrera a toda velocidad desde Independencia hasta Carlos Calvo. Lorena arrastraba el cochecito de su hermanita que la reprendía con cada rebote producido por las imperfecciones de las baldosas. Al llegar al edificio subían hasta su departamento en el 5 C y corrían hasta la bañadera para abrir la canilla y zambullir a Raúl, el cornalito. “Otra vez se murió, tenemos que correr más rápido”, le decía Lorena a su hermanita menor que dejaba a un costado el chupete y asentía: “Sí, la próxima más rápido Loli”. Lorena vivía el momento con ambigüedad. Le daba pena no haber podido salvar a Raúl, pero, al mismo tiempo, se alegraba de tener una nueva misión para el día siguiente.

Los cafés de Buenos Aires están llenos de habitués con esas historias de vida. Tengo la fortuna de conocerlas y poder transmitirlas. Le agradecí a Lorena y me quedé observando en detalle todo el salón. Intenté por todos los medios encontrar un punto de contacto con mi anterior experiencia de estudiantina. Nada. Ninguna. Como dos extraños. Un tango. Es un hecho irrefutable que la puesta actual sufrió modificaciones luego de aquella afiebrada noche del ‘78.

Durante varias décadas las historia
Durante varias décadas las historia del Mercado y del Gran Café Gardel estuvieron hermanadas

El Gran Café Gardel luce por todos los rincones iconografía del Morocho. La vajilla y las servilletas tienen grabadas su imagen. También hay fotos de otros cantantes, un hermoso mural en la pared que conduce al baño y afiches de películas de tango. El mobiliario incluye sillas acolchadas, tapizadas de color rojo, percheros de pie de madera, pantallas de iluminación de cobre y tapas de mesas símil mármol.

De pronto, bajé la escalera rumbo a los baños. A mi vuelta, mientras subía, por los parlantes del café se escuchaba el más maravilloso lento de Bee Gees, How deep is your life. La canción pertenece al disco Fiebre de sábado a la noche, banda sonora de la película del mismo nombre que se estrenó en Argentina en 1978. Sin más. Me detuve en el rellano para escucharlo hasta el final. Y se me vino a la mente la inolvidable escena en la que Carlos Gardel le canta a su compinche Tito Lusiardo, apoyados ambos contra la baranda del vapor, en la película Tango Bar.

¿Acaso estaba repitiendo un momento vivido junto a un compañero del colegio? ¿Habrá sido la confesión a un desengaño la razón por la que jamás volví al Gran Café Gardel? Quizás, para tapar un amor, esa misma noche me nació otro. Por Gardel. Por los cafés. Por Buenos Aires. Todo por una cabeza.

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