La cafetera tradicional para preparar café armenio o turco —Nataly Marutian dirá que lo llama café oriental para no despertar suspicacias— traza círculos sobre la arena. Deja su marca mientras regula el calor que sube por el brebaje humeante. Es una vasija cobriza con una asa de madera roja. Will, el barista, introduce una cuchara fina y dorada, más larga que un lápiz, más larga que dos, y revuelve con la concentración de quien manipula un objeto delicado el líquido que reposa dentro. La cafetera enterrada en ese pequeño fragmento de desierto. Abajo, invisible tras una estructura que parece una caja de aluminio pintada de azul, se esconde una cocina. La cocina calienta la arena. La arena calienta el café. La bebida burbujea.
—¿Cambia el sabor del café cuando se prepara en la arena?
—Es mucho mejor. Porque es como si se preparase a baño maría. El fuego a veces lo arrebata y la arena lo va preparando mucho más suavemente y genera una bebida deliciosa —responde Nataly.
El café resultante es de sabor intenso y aterciopelado. Del color del chocolate, con textura espumosa. Y —por supuesto— tiene borra. Como todo el café que se sirve en Querida Rosa. La taza y su plato son delicados, con flores y hojas pintadas de otoño.
Las instrucciones: beber el café, idealmente acompañado por un dulce armenio como la baklava, un cuadrado que combina la crocancia de la masa filo con una pasta de nueces trituradas y otros frutos secos y el dulzor del almíbar. Para Nataly es uno de los favoritos de la casa. Cuando queda solo la borra tapar la taza con el plato y darla vuelta, dejándola al revés unos instantes para que el sedimento caiga y los restos se asienten en la taza. En ese momento se puede pensar una consulta sobre algún aspecto de la vida, un deseo, una intención. Es la persona que leerá la taza la que debe darla vuelta para analizar los dibujos, las líneas, manchas y símbolos que muestre. La cafeomante es quien encuentra en ese cuadro de arte abstracto un destino.
Afuera hay sol de diciembre. De Año Nuevo. El barrio de Villa Crespo, todavía exhibe los adornos de la Navidad aún tibia. El calor todavía es amable. En la vereda, al lado de un deck con algunas mesas, bajo un toldo a tono, bordó y crema, un cartel con fileteado porteño dice: “Querida Rosa. Restaurante - café -mística”.
Adentro Nataly se descalza y recoge las piernas sobre un sillón verde oliva antiguo. Ese mueble, un sofá amplio y un tercer sillón que completa ese rincón recuerdan los livings de las casas de algunas abuelas con sus formas barrocas, sus bordes labrados, su estilo presuntuoso. En el centro, una pequeña mesa cubierta por un mantel bordó con guardas con granadas, una fruta nativa de oriente. Sobre la mesa un florero con colores a tono a la decoración del restaurante, ecléctico en su heterogeneidad: dependiendo el sector hay diversos tipos de sillas —con diferentes respaldos, de maderas de diferentes tonos y tapizados—, de mesas —redondas, cuadradas, con manteles estampados o lisos con caminos encima—.
El rincón en el que nos instalamos, en medio del lugar, está rodeado por un dosel con cortinas mostaza que lo resguardan y aíslan del resto. Todo tiene tonos sobrios: los floreados, los motivos de la alfombra, los textiles, las lámparas. Hay verdes secos, negros, marrones, bordós. Música suave. Cada detalle está planeado y cuidado. Cada espacio con sus objetos, cafeteras, escaparates y vajilla, crea un ambiente que exhala oriente y mística de manera armoniosa, sutil. Oriente y casa de la abuela. Querida Rosa es un resultado de ambas.
Nataly —pollera verde oliva, musculosa blanca, pelo largo y oscuro, uñas hechas, rasgos marcados, ojos profundos del color del café— enciende una vela roja antes de empezar. Cuenta que por comodidad siempre se descalza para una sesión de lectura de borra del café. Se descalza y recoge las piernas o las cruza en posición de loto porque está más a gusto para recibir a las personas.
Tiene 32 años, nació en Buenos Aires, pero cuando habla de su identidad se piensa como armenia. Sus abuelos vinieron de la antigua Armenia, sus padres fueron la primera generación de su familia nacidos en este suelo y ella pertenece a la segunda. Aún así, sus raíces la definen de tal modo que habla de sí misma como si también hubiese venido en los barcos de la inmigración. Dice que la de su familia es una comunidad muy fuerte, que sus abuelos siempre los mantuvieron dentro, que en la casa de sus padres se hablaba español pero en la de los abuelos se hablaba en armenio. Ellos le enseñaron que “el idioma es lo más importante y algo que se cultiva desde la casa”. Pero que luego su madre necesitó tomar distancia del pasado.
—Mi mamá quizás era la que mejor hablaba, pero viste cuando empezás a pelearte con la raíz, cuando querés que tus hijos hablen español e inglés, algo mucho más aggiornado a esta cultura que a lo que se traía, esto creo que le pasaba con el armenio: sentía amor y, a la vez, necesidad de distanciamiento porque es una historia que tiene una herida muy fuerte en relación al genocidio, a la migración. El sentir que no sos de ningún lado. Nosotros somos los armenios que vivíamos en la zona de Turquía —en la ciudad de Smyrna—, que no es la Armenia actual, y cuando vamos a la Armenia actual hablan distinto que nosotros, culturalmente somos diferentes. Entonces hay algo del lugar de pertenencia que se perdió. Y ni hablar de donde es mi mamá, su familia era de Van, queda en Turquía, más del lado este. Son territorios abandonados, tomados por los kurdos, zonas donde quedan ruinas.
La voz de Nataly es clara y pausada. Con una dicción cuidada, lenta, como ella se percibe.
Dice “Nosotros vivíamos” pero ella nunca vivió. “Nosotros hablamos”, pero ella nunca habló allí. Su identidad y su cultura la constituyen de tal forma que no necesita haber vivido, haber hablado en ese punto lejano y modificado en el mapa para sentir aquella herida y aquel desplazamiento como propios.
Sin embargo, y pese a que venía con los saberes y tradiciones de su pueblo, la lectura de borra del café no estaba bien vista por su comunidad. Rodeada de mística, como suele suceder con las mancias (las prácticas adivinatorias), antiguamente la cafeomante y su actividad estaban estigmatizadas. Los lugares donde se leía la borra siempre eran ocultos. Siempre detrás de una cortina, en un cuarto especial, detrás de escena.
—Era algo muy bastardeado en muchos aspectos y me costaba considerarlo. Nunca lo había pensado como un trabajo porque no era algo que estaba bueno ser.
La abuela
Nataly no lo olvida. Cuando ella era pequeña y su abuela Sirvart se reunía con sus amigas y sus hermanas a jugar al buraco siempre “hacían una vuelta de café”.
—Tomaban coñac, fumaban, tomaban café y se leían la borra. Para mí había algo de eso que era lo rescatable: la lectura de borra de café no desde lo sacro y ceremonioso sino en el folklore.
Ella se acomodaba en la falda de su abuela, en medio de ese aquelarre íntimo de mujeres, y miraba los dibujos que trazaba el café, ese cuadro que se formaba con el sedimento en la taza. La escuchaba decodificarlo. Y, sin proponérselo, aprendía su futuro.
—Yo me sentaba upa y leía con ella. Veía lo que ella veía, escuchaba sus cuentos. Así aprendí.
Su abuela Sirvart, la mamá de su papá, integraba un clan de seis hermanos. Cuatro eran mujeres. “Ella era la más chica, escorpiana”, cuenta Nataly. “Tiraba el cuerito, curaba el mal de ojo. Era la curandera del barrio, a la que le llevaban a todos los chicos que se sentían mal”. Había llegado a la Argentina con 24 años, alejarse de la Segunda Guerra Mundial. Era su segundo exilio. El primero había sido en Grecia, a donde su familia había huido para escapar del genocidio armenio. “Era divorciada, con tres hijos. Nunca se calló una, fue muy laburadora, para nada sumisa y muy libre”, así la describe.
Sirvart murió en la pandemia de Covid-19 con 93 años. Su siglo en este plano se derramó en esa raíz gruesa y profunda que germinó en su nieta y crece y expande ramas en Querida Rosa.
Nataly recuerda que cuando su abuela leía la borra se aferraba al significado de algunos dibujos y símbolos para descubrir el mensaje que ofrecía la taza.
—Había algo de “si hay líneas horizontales significa viajes; si hay esto, es esto; si hay lo otro, lo otro”. Yo no trabajo de esa manera porque hice mi camino místico con el estudio de los símbolos, el estudio de la magia, del esoterismo. Me metí a fondo en eso y también hago mi interpretación como lectora, porque el símbolo no es una regla de tres simples: un dibujo no necesariamente significa siempre lo mismo.
—¿Y cómo hacés, entonces, para entender lo que dice el café?
—Cuento lo que veo. El símbolo habla, es decir, tiene una expresividad. Por ejemplo, si hay una serpiente, que siempre la leían como peligro, yo miro y analizo: ¿Cómo está la serpiente? ¿Está enroscada en una copa?, ¿Está en posición amenazante?, ¿Está solamente circulando? Por qué tendría que ser peligro si la serpiente para distintas culturas representa cosas diferentes. En las culturas precolombinas, precolonizadas, la serpiente está relacionada con la abundancia y con la lluvia, porque veían los rayos y veían serpientes en el cielo, entonces se hace la danza de la serpiente para invocar a la lluvia. Asociarla con el peligro es una lectura muy de Adán y Eva, con la manzana y la tentación. En la medicina aparece como símbolo de la salud. Entonces es no limitar el diccionario, salirme de mi ego y conectar con el otro para ver en qué sentido este símbolo le habla.
El debut
La primera vez que se le ocurrió leer la borra a personas ajenas a su comunidad fue poco antes de la pandemia, en unas vacaciones con cuatro amigas en Valizas, Uruguay.
—Muy al estilo de mi abuela, era Año Nuevo, hice el café. Estaba con amigas argentinas. Mientras una tenía resaca porque había tomado demasiado Fernet yo le leía a otra, ese fue el contexto.
Tenía 28 años y había hecho sus primeras “amigas argentinas”. Aunque Nataly vivió toda su vida en este país cuenta que estudió en un colegio armenio y que cuando empezó Psicología en la UBA —carrera que cursaría algunos años— el azar o el destino o la casualidad la cruzó con otra chica de la que se hizo amiga que también resultó ser armenia. Sus años de universidad los hizo solo con ella. Aunque vivió toda su vida en el sur del mundo, su universo pasaba por el este. Su vida estaba atravesada por la comunidad, todas sus amigas eran armenias, como ella, mujeres para las que la borra del café no era novedad.
—Es más, nos juntábamos y tres leíamos la borra. Además, estaba mal visto —recuerda.
Cuando empezó la facultad sus padres se habían separado y ella se había ido a vivir a Vicente López, con su papá. Pero poco después no pudo seguir con sus estudios.
—Pasaron cosas familiares —dice y de repente la llama de la vela que se proyecta en sus ojos durante toda la conversación ilumina sus lágrimas. Se conmueve solo la mirada. La voz sigue tranquila y clara, como si la emoción no le saliera de la garganta—. Se me complicó seguir sosteniendo la vida académica, tuve que salir a trabajar. Deje Psicología, empecé a dar clases de armenio en el Colegio Armenio. Me volví a armar y después me incliné por los estudios de Arte. Me mudé a Capital, a una casa compartida, y estudié teatro en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD). Ahí fue que me hice amigas argentinas. Y en unas vacaciones llevé el café armenio para leerles la borra.
De la lectura en Valizas en medio de la resaca a llevar adelante su propio restaurante fue un vendaval comprimido en lo que dura un pestañeo.
—Cuando volvimos mis amigas les contaron a sus amigas. Sus amigas me llamaban para ir a leer. De repente todo el mundo, entre las personas que conocíamos, se quería leer la borra del café.
El boca a boca hizo lo suyo. Nataly pasó la gorra y empezó a leer la borra.
Sin proponérselo, lo que comenzó como un entretenimiento para sus amigas se convirtió en el sostén de su vida.
—Unos amigos tenían un centro cultural en Lomas de Zamora y yo me iba con mi cafeterita, con mis tacitas, en subte y tren y después me volvía de la misma manera. Yo, con mis cacharritos. Ahí empecé a tener mis primeras clientas que me iban a ver allí, a Lomas de Zamora. Y venían con otras amigas.
La imagen de Nataly sentada con los pertrechos para preparar el café —que trasladaba en una valijita de mimbre— en un rincón de un centro cultural del Conurbano bonaerense podría formar parte de cualquier historia de ficción. Podría estar en una mesa y una silla preparando café y leyendo la borra en algún lugar recóndito del tiempo o el espacio. Podría haber salido de Macondo. Pero más que realismo mágico, ella le puso magia a su realidad.
—Al principio no tenía ni para comprarme el café. Y vino la pandemia. Los teatros habían cerrado, los proyectos de actuación que tenía se habían cortado. Me tenía que mudar de la casa en la que vivía y lo único que tenía para ofrecer era la lectura de borra de café. Entonces me puse a pensar en cómo llegar a la casa de las personas.
Ahí fue que se le ocurrió diseñar su primer producto: una cafetera para preparar café oriental. Se contactó con una metalúrgica, Finjan —que es el nombre de las tazas donde se sirve el café árabe o armenio o turco—, como era pandemia estaba sin actividad, habló con la dueña y le envió unas diez cafeteras. Completó el paquete que iba a vender con una porción de café — “puede ser de cualquier origen solamente tiene que estar molido impalpable o ‘a la turca’, tiene que ser muy finito”— para que las personas pudieran preparar la bebida con borra en sus casas y lo ofreció junto con lecturas de borra online, por videollamada.
—Se empezó a vender bien, se empezaron a vender las lecturas. También me puse a estudiar astrología entonces lo conectaba con la carta natal. Después estudié tarot. Iba conectando mancias —recuerda.
Así, en medio de la pandemia, logró reunir el dinero que necesitaba para mudarse. Alquiló un monoambiente: el primer departamento en el que vivió sola. Y la primera vez que entendió la angustia que invadía cuando los números no cerraban y no le alcanzaba para pagar las cuentas. Ahí fue cuando se le ocurrió fabricar una cocina de arena portátil para preparar el café en la arena.
—En ese momento mi alquiler era de $16.000. Se me había metido en la cabeza hacer el café en la arena. Entonces, en esa postpandemia del 2021, empecé a buscar con esas metalúrgicas dónde comprar el cobre y todo lo que necesitaba y armé mi primera cocina de arena que es esta que dice “Hija de la pólvora”. La llevé a un popup [N. de la R.: un evento en el que se montan puestos para ofrecer diferentes productos y servicios] en un local de unas amigas que venden café de Medio Oriente y ese día, en esa parada en la calle, siendo julio, pleno invierno, hice $34.000. Por primera vez había hecho en una sola acción más del doble de mi alquiler. Ahí dije: ¡Wow! Fue un espectáculo. La gente paraba curiosa porque fui la primera que salió con ese chiringuito y desde ahí nunca más, gracias a Dios, me faltó el dinero.
Ese chiringuito es una caja de cobre con dos tiras de hojas labradas y una taza de café en medio de la que, en lugar de humo, emanan pequeñas estrellas. Arriba se lee “Hija de la pólvora”. El seudónimo con el que se la conoce en Instagram, con el que se hizo viral. En la parte de arriba de la caja, una suerte de bandeja de arena donde prepara el café.
—Hija de la pólvora es el significado del apellido de mi mamá, que es Barutian. Los apellidos armenios terminan en “ian” que significa hijo de y el primer oficio de la familia. Yo pensaba que ellos quizás hacían armas, pero después me dijeron que la pólvora era una moneda, como acá la sal, entonces posiblemente eran comerciantes y eso lo entiendo porque, como buena armenia, el comercio uno lo lleva en la sangre. Creo que hay algo de eso; porque si bien yo nunca estudié números ni Administración de Empresas, me encanta. Es como una alquimia de la energía que te permite hacer otras cosas. Y dentro de los intereses de Querida Rosa, de mis intenciones, estaba generar un empleo saludable, condiciones de trabajo positivas.
La cocina de arena, cuenta, es un método ancestral inspirado en la cultura beduina. Los beduinos, ese “pueblo nómade que habita el desierto”, realizaban —y lo siguen haciendo— travesías. Para saber si en sus viajes se iba a presentar algún peligro o qué les iba a deparar el camino, cuando terminaban de comer, en sus carpas, enterraban las cafeteras en la arena “y utilizaban el café como un método adivinatorio”.
La idea de hacer una cocina de arena portátil y empezar a leer la borra con este método llevó a Nataly de no poder pagar el alquiler a ser “la embajadora de la cafeomancia”. Después de aquella tarde de invierno en la que apareció con su “chiringuito”, su trabajo explotó. Surgían eventos y pop ups de abajo de la tierra; ella, la lectura de la borra y su cocina de arena se volvieron famosos y llegó a la pantalla chica. La convocaron de diferentes programas de televisión y empezaron a contratarla para eventos de empresas y marcas, con cientos de personas; para casamientos y celebraciones. Comenzó a enseñar a leer la borra a amigas y personas que querían tomar clases con ella, armó equipos.
—Tenía mis aquelarres de brujas con las que íbamos para todos lados. Estaba en la cresta.
Su comunidad y su familia, quienes hasta ese momento no veían esa actividad como algo serio, cambiaron opiniones, desfruncieron ceños y se subieron al boom que tenía la difusión de esa parte de su cultura.
Su nueva ocupación a tiempo completo también la llevó a conocer a su novio y actual socio en el restaurante, Fernando Romano. Chef de profesión, trabajaba en un local de comida de mar en Palermo, hicieron un pop up juntos y se flecharon mutuamente. Poco después él se pondría a trabajar codo a codo con ella para crear Querida Rosa. Volviéndose un experto en cocina armenia con la instrucción y las recetas de las tías de Nataly que le enseñaron todos los secretos de sus platos. Los que luego, según su pareja, Fernando llevó a otra dimensión.
Desde antes de subir a la cresta de la ola, cuando vendía cafeteras por internet, Nataly ya tenía la fantasía de hacer un club de borra de café.
—Yo soñaba con un espacio que fuera como una cafetería pero en la que se jugara al ajedrez, al tablí —el tablí es el backgammon—, se tomara café, se leyera la borra… Si vos estás en Armenia y pasás por una plaza, hay gente jugando al tablí. Cuando yo era chica, en el club que iba, los viejos jugaban al tablí, entonces quería un lugar, quería esa esencia. Había algo, una certeza, de que tenía que hacer eso.
Tatuajes
Nataly tiene tatuajes en los brazos. En el derecho su primera cafetera, una que su tía Betty, hermana de su papá e hija de su abuela Sirvart, le trajo de regalo de Armenia. En el izquierdo “una lloronita por las penitas del alma”, un limón feliz y una chica que se saca hojas de los ojos.
—Siento que yo hago un poco eso: me saco cosas que veo de los ojos.
Quizás son las cosas que intuye, que presagia, las que se saca y trabaja hasta volverlas realidad. Como Querida Rosa: el destino que imaginó para ella. La corazonada que latía diciendo que era por ahí.
—Y no me equivoqué.
Después de trabajar de forma desquiciada en más eventos de los que un fin de semana puede contener para generar dinero para la obra que convertiría el local que eligió alquilar en restaurante —no sin antes hacerle numerología a la altura de la calle donde se emplaza “que suma 10, era perfecto porque era el final de una etapa y el comienzo de otra”—, Querida Rosa abrió sus puertas el 20 de octubre del 2023.
—Abrimos, subí un reel de la cocina de arena, llegó a tres millones de visualizaciones, a 20.000 seguidores en Instagram y de ahí no paramos. De repente tenía una fila de gente que quería leerse la borra del café —dice.
Hoy capitanea, junto a su socio y compañero de vida, un negocio con 15 empleados, dos turnos y tres piernas: “Una pierna es la cafetería, porque la vedette es la cocina de arena, la gente la ve por la vidriera y para. La otra es la cocina armenia contemporánea, que hoy estamos en un nivel de excelencia. Y la cafeomancia”.
—Fue muy rápido todo. A veces yo me veo acá, llevando adelante el restaurante y digo: ¡Wow! Pero no fue fácil.
Cuenta que cuando fue a anotar en el registro de marcas el nombre que habían pensado para el local, “Maro”, como se llama una de sus tías que se reunía con su abuela en las tardes de buraco y lectura de café, ya estaba reservado. Y que el hombre que la atendió le sugirió: “Si querés que te vaya bien no le pongas así”. Pensó un poco más y escuchó en su cabeza la voz de su tía Betty que repetía una y otra vez: “Mi mamá se llama Sirvart que significa Rosa querida”.
—Y en realidad yo dije: no significa Rosa querida significa querida Rosa —porque Sir es sirum, que significa querida, y vart es rosa—. Le pregunté a Fer y me dijo: “me gusta”.
Nataly dice que se lleva bien con la incertidumbre, teniendo en cuenta el contexto del país, que vive muy en el presente, en el acá, y eso la hace disfrutar del proceso. También para eso trabaja mucho en su espiritualidad.
—A la noche medito, rezo y eso siempre me ayuda a ver el lado lleno. Al trabajar la gratitud es como que siempre estás llenándote y desde ese lugar se genera una vibración —dice y la vela vuelve a alumbrar su emoción—. Una vibración que atrae a las personas y eso hace que funcione.