Cuánto más fáciles e inocentes fueron las cosas treinta y dos años atrás, cuando Patricio Santos Fontanet, que era de Tapiales, se juntó para tocar con un grupo de pibes de Villa Celina y hacer rock. Entre esos estaba, también, su amigo Christian Torrejón, con quien se conocían desde siempre y venía de intentar lo mismo en Viejo Smoking. Se llamaron, al principio, Gatos Callejeros. Luego, por su amor por la banda Creedence Clearwater Revival y algunos cambios en la formación, se rebautizaron Río Verde, como una canción de la agrupación norteamericana. Tocaban, además los inoxidable temas de John Fogerty, covers de Los Beatles, los Rolling Stones, Chuck Berry. Esa era la música que les gustaba.
Cromañón. Rock, corrupción y 194 muertos
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Ensayaban en la calle Barros Pazos al 1100, en Villa Celina. Tenían, a su disposición, una habitación en un chalet a medio terminar, propiedad de Eleazar Torrejón, el padre de Christian –o Dios, como lo llaman los fans-, justo al lado de ElectroStar, el negocio de electrónica de la familia. El barrio comenzó a agitarse al ritmo de esos pibes. Y como sucede en los barrios, lejos de quejarse por el volumen, los apoyaban.
Enfrente estaba el kiosco de Adrián, donde cruzaban en los descansos a comprar alguna gaseosa (casi siempre de pomelo) o se quedaban a jugar al metegol que había en la vereda. En la misma cuadra estaba otro negocio que frecuentaban: la peluquería Eskrúpulos, de Juan José Biso, que le cortaba el pelo a Christian y a Fontanet desde que tenían 14 años. El primer recital que dieron fue en la puerta de su local, y él les prestó un reflector.
Llegó así 1997, ya con el nombre definitivo de Callejeros y un line up con Fontanet en voz, Christian en bajo, Eduardo Vázquez en batería, y Gustavo Varela y Guillermo Le Voci en guitarras. Los dos últimos marcharon en el 2000 y el 2001, respectivamente. En su lugar ingresaron Maximiliano Djerfy y Elio Delgado. Con la nueva formación tocaron en la Federación Gaucha de Mataderos y en el Marquee, un boliche que estaba en Scalabrini Ortíz y era para 500 personas. En el 2001 también se sumó, en saxo, Juancho Carbone. Era más experimentado, ya había tocado en Viejas Locas, la banda de Pity Álvarez. Ese mismo año editaron su primer álbum, Sed.
Dos años después de su disco debut salió a la venta Presión, y tuvieron su primer hit: “Una nueva noche fría”, de alta rotación en las radios. Callejeros creció hasta más allá de los sueños de sus integrantes. Antes de su tercera placa, Rocanroles sin destino, que vio la luz en octubre de 2004, habían llenado por dos noches el estadio de Obras Sanitarias, donde los vieron diez mil personas, y la cancha de Excursionistas, en la que reunieron a 15 mil. Por esa época pudieron dejar sus trabajos: Torrejón, por ejemplo, hacía service de ascensores. Ya no llevaban ellos sus instrumentos, tenían plomos. Diego Argañaraz, su manager, ya no recorría boliches para negociar una fecha. Las ofertas llegaban a él.
En la provincia de Córdoba, donde primero trabajaron con un grupo de chicos llamados La Mosca y luego con José Palazzo, también tuvieron un gran éxito: juntaron 10 mil almas para la presentación del flamante disco. La banda ya había suscrito un contrato con la productora Pelo Music, quien además de “Rocanroles…” reeditó sus dos primeros trabajos.
Ese crecimiento imparable chocó contra Cromañón.
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La noche del 30 de diciembre de 2004 sería la última de la serie de tres conciertos que planeaban hacer junto a Omar Chabán, con quien solían trabajar cuando tocaban en Capital Federal. El plan consistía en presentar, uno detrás del otro, los tres discos editados hasta ese momento por la banda. El 28 fue el turno de Sed, el 29 le tocó a Presión, y cerrarían ese jueves 30 con los temas de Rocanroles sin destino.
Aún antes que subieran al escenario, desde que comenzó la velada, Cromañon vibraba con cierta tensión. Las luces de los fuegos de artificio arrojados por el público en el ámbito cerrado del boliche durante el show de Ojos Locos, la banda soporte, presagiaban el oscuro final. El horror, esta vez, no se quedaría en amagues como otras tantas noches. Habló Chabán para alertar sobre el riesgo, y recibió un coro de chiflidos e insultos. Lo hizo en forma brutal, sin medias tintas: “Loco, déjense de joder que hoy somos seis mil personas y no queremos que pase lo de Paraguay”, en referencia al incendio del shopping Ycuá Bolaños de Asunción, la capital de ese país, donde murieron 396 personas.
El efecto fue contrario. Fontanet tomó la posta para alertar. Tenía cierto ascendiente sobre esa masa. Pero no fue suficiente, o no lo tomaron en serio, o creyeron que era un guiño, una ironía más, como usaba en las entrevistas para referirse a la pirotecnia. Ese ritual llameante, que había comenzado en las canchas de fútbol, se había trasladado al rock casi al unísono con los cantos de las hinchadas de ese deporte. Eran parte de la cultura juvenil: no había recital sin bengalas. Las bandas las incluían en sus videos clips y las fotos de las carátulas de sus discos. Las revistas y suplementos dedicados a la movida rockera adoraban ese toque colorido. Pocos advirtieron seriamente su peligrosidad. Esa noche, Fontanet lo intentó: él es asmático, le molestaba el humo que producían, llevaba un broncodilatador a cada uno de sus shows. “Rescátense un poco porque se prende fuego el lugar… ¿Entendieron? ¿Les quedó claro a todos? ¿Si? ¿Se van a rescatar, se van a poner las pilas? ¡Vamos! ¡Rescátense! Tenemos que hacer el show, loco”, bramó.
Cristian Cires, alias Lombriz, un muchacho flaco, de pelo largo y cara filosa que había alcanzado una modesta fama como reidor en el programa Mar del Fondo, de TyC Sports, era amigo de Chabán y Raúl Villarreal, su mano derecha. Los conocía a ambos de Cemento –un boliche de la calle Estados Unidos al 1200, nave insignia de Chabán, emblema del rock barrial argentino-, y con el tiempo, se había convertido en una suerte de presentador de la banda, a la que llegó a través de Carbone y Diego Argañaraz, el manager de la agrupación. Había arribado a Cromañón, en Bartolomé Mitre 3060 antes que Ojos Locos, y se dirigió a los camarines. Allí, para la ocasión, se vistió con una galera y un moño. Regresó al hotel Central Park, corazón del predio donde se ubicaba Cromañón -cuyo dueño era Levy-, y desde ese lugar ingresó al local, con Fontanet a su lado. Después de que el cantante hizo su advertencia, subió al escenario. Como si se tratara de una pelea de box, con una elegancia impostada, Lombriz tomó el micrófono y gritó: “Buenas noches, Cromañón, Bienvenidos a la última velada del año. Gracias a este hermoso y distinguido público, esta fiesta es posible. ¡Damos comienzo al show… con ustedes y para ustedes, Callejeros!”
Nuevamente Fontanet se apoderó del centro de la escena. Ya los músicos estaban sobre el escenario, haciendo los últimos ajustes a sus instrumentos.
“¿Se van a portar bien?”, gritó el cantante. Desde la multitud sudorosa llegaron los “no” mezclados con los mayoritarios “si”. Como un conductor de tevé arengando a su público, insistió más fuerte: “¿¡Se van a portar bien!?”. La respuesta fue similar, pero el volumen más alto. Vázquez ensayó el comienzo del tema, y se detuvo. “¿Estamos en condiciones de comenzar estimado baterola?”, preguntó Fontanet, estirando la “a” final. Y, dirigiéndose al público, recordó por qué estaban allí: el plan de las tres fechas consecutivas consistía en presentar, uno detrás del otro, los tres discos editados hasta ese momento por la banda. El 28 fue el turno de Sed, el 29 le tocó a Presión, y cerrarían ese jueves 30 con los temas de Rocanroles sin destino. Dijo Pato: “Terminaba con Ilusión la cosa, ¿así habíamos quedado ayer no? bueno la historia del 2003 es mucho más reciente así que vamooos…” Ilusión es el track número 14 de la segunda placa, el que la cierra. Entonces, con un break de batería, el rock atronó Cromañón. Y sonó Distinto. La fiesta duró apenas un minuto y cincuenta y ocho segundos.
“A pensar, a reaccionar, a relajar, a despotricar,
A decir estupideces.
A olvidarme de olvidar, a recordar lo que vendrá”,
En ese instante se encendió la primera bengala.
“A arriesgar una y mil veces”.
Allí se escuchó el estruendo de un petardo. La canción continuó…
“A molestar, a ladrarte,
A ser el preso de la celda estéreo de tu alma”,
Se oyó un segundo artefacto de pirotecnia.
“… rincón eterno de las palabras.
A ser idiota por naturaleza, y caer siempre ante la vaga certeza,
De que en esta tierra todo se paga”.
La tercera explosión tuvo lugar.
“A consumirme, a incendiarme, a reír sin preocuparme, hoy vine hasta acá.
A tapar mi ingenuidad, con un poco más que sal me quiero quedar.
A tocar, a manosear, a querer más que un nada más, a desnudarte una vida de veces.
A hablar mal del qué dirán, a ver temblar la seguridad…”,
Un cuarto disparo retumbó.
“… a ser distinto a lo que parece.
A terminar con el cuento más oscuro, a derribar los muros de mi mente, a ser un poco menos conciente.
A acabar con mis pensamientos decentes…”
Justo en ese párrafo, Carbone señaló el techo. La estrofa quedó inconclusa. La música se apagó como quien baja la palanca de una central eléctrica. Por un instante, el mundo se detuvo. Quedó suspendido como un equilibrista que trastabilla sobre su cable: o cae hacia donde lo espera un colchón; o se estrella contra el suelo. En este caso, la noche se despedazó en miles de partes. El silencio de las guitarras, el bajo y la batería dieron paso a la melodía desafinada de los alaridos. Un coro atonal, horrorizado, apenas roto por algunas órdenes sueltas, dichas al vacío: “¡Saquen a la gente!”… “¡Che, la puerta, cheee!”…
Minutos antes, nadie podía suponer que la fiesta rockera de Callejeros tendría un lado B tan espantoso. Sin embargo, la investigación judicial dio paso a una certeza: el público podía ser inocente y no conocer los riesgos a los que se sometían, con la excepción, probablemente, de quienes portaban pirotecnia. Pero muchos sabían, debían saber (los organizadores, los inspectores municipales, la policía, el poder político que los guiaba en primer lugar), que era perfectamente posible que algo así sucediera. Y que sólo la buena fortuna había sido responsable de que una masacre de semejante magnitud no se hubiera producido antes.
En los momentos previos al show, Carbone había depositado su celular sobre una estantería que había en la entrada de los camarines. Como algunos de los integrantes de Callejeros tenían habitaciones en el hotel, habían dejado el mismo para ser utilizado principalmente por Ojos Locos. El saxofonista fue el primero en notar cómo se diseminaba el fuego por el techo. No bien lo hizo, quiso advertirle a la gente que saliera por el escenario, pero el micrófono no funcionaba. Chabán ya había cortado el sonido. Caminó por las tablas y vio como el cuadrado encendido caía a dos metros de distancia y hacía un ruido “como a brasas”. Tomó a Fontanet para salir hacia los camarines, pero éste se zafó de sus manos.
El cantante, en medio del caos que se iniciaba, saltó desde el escenario, sorteó la valla ubicada frente a él para que los chicos no subieran al mismo, e intentó apagar el panel que se incendiaba. Luego lo vieron entrar y salir varias veces para ayudar a rescatar gente. Intentó buscar a su novia, Mariana Sirota, y a su mamá, Susana. Terminó, en cambio, salvando de la muerte a otros. Entró y salió de Cromañón hasta que no pudo más. Su madre, Susana, con quemaduras en el 60 por ciento del cuerpo, resultó afortunada: se salvó. Su novia, de 21 años, peleó once días por su vida, pero murió en el Sanatorio de la Trinidad. Dicen que Fontanet terminó en la plaza, junto a cientos de sobrevivientes, exhausto. Luego fue trasladado al hospital Francés.
Carbone, mientras tanto, corrió por el estacionamiento, arrojó el saxo en la recepción del hotel, salió a la calle y volvió a ingresar por donde lo hacía el público. Vio como alguien blandía un matafuego y arrojaba su contenido a la cara de otra persona. Lolo Bussi, quien ejercía el rol de seguridad de Callejeros, increpó a este sujeto. El músico se dedicó a levantar a la gente que se desmayaba apenas salía por la puerta principal, y a llevarla hasta las ambulancias que comenzaban a llegar por Bartolomé Mitre y Jean Jaures. “La primera chica era flaquita –contó Carbone-. Cuando llegué se desvaneció, le dije a dos pibes, ‘¡loco, levántenla!’, y me respondieron, ‘Juancho, mirá’, y tenían las manos como quemadas. Volví, subí a un muchacho a un colectivo… Era un caos”. Ingresó, esta vez, por el estacionamiento. Encontró a quienes intentaban abrir el portón de doble hoja. Apareció un bombero con una barreta… “¡Vamos, somos veinte, lo tenemos que abrir!”, escuchó…
El escenógrafo Cardell, que había llegado temprano a bordo de su Fiat Spazio azul y lo había estacionado en el garaje del hotel Central Park, observaba desde la escalera del escenario en el momento del impacto ígneo sobre la media sombra. En la habitación 317 había dejado una cámara fotográfica, una mochila azul y blanca, y en los camarines un bolso negro Black & Decker con elementos para trabajar en la escenografía, que colgaba detrás de la batería: un cerebro de colores, como la portada del último trabajo de la banda. En realidad, Cardell buscaba con la mirada a su novia, que estaba en el Vip, en el sector izquierdo de la bandeja superior del local, cuando comenzó el caos.
Cromañón era un rectángulo de 30,62 por 34 metros en su parte más ancha, paralelo a la calle Bartolomé Mitre, encajado en el centro de la manzana, a 21 metros de la acera. Tenía dos escaleras de tipo imperial. Cada una constaba en dos hileras de escalones que, en el medio, se fundían en una escalera perpendicular. Una estaba a pocos pasos de la entrada, y llevaba al Vip; y la otra, colocada en forma simétrica atravesando el salón, en el sector que daba a los baños de caballeros y de damas, uno junto al otro. Al principio, el Vip también poseía baños, pero habían sido tapiados por orden de Rafael Levy, el verdadero dueño del lugar, para ser destinados a oficinas del hotel lindero.
Cardell pidió que corrieran la valla y salió para el garaje, seguido por varios chicos que intentaban escapar por allí. Llegó al hotel, y vio que algunos salían por detrás de la conserjería. Avisó allí del fuego, y luego, dando un rodeo, se acercó al portón de doble hoja. Vio a Argañaraz y Carbone, junto a otras personas del público, forcejeando para abrirlo. Quedó en estado de shock. Quiso regresar al camarín, pero no pudo porque el humo había invadido cada rincón del boliche.
Como sus compañeros, Vázquez, el baterista, chequeó sonido a las cinco de la tarde, luego subió a su habitación del tercer piso del hotel y bajó para cenar aproximadamente a las ocho de la noche. Hizo un ejercicio de relajación y respiración, y entró al local. Dejó una bolsa con varias remeras, unas zapatillas blancas con vivos rojos y azules, parches de batería y palillos en el camarín. Cuando se sentó a la batería miró a su derecha. Su madre, Dilva, estaba en el Vip. Así narró el momento del incendio: “… Soy una persona de sacarme fácilmente, calentón, de carácter podrido, visceral. Trataba de observar detrás de esas bengalas a ver quién las había prendido, pero para mirarlos con bronca como diciéndoles ‘boludo’, algo… Más atrás, en el fondo, vi un chispazo en el techo, como algo eléctrico. Quedó como una pequeña llamita, como una vela, un encendedor en el techo, encendido. Me calentó mucho. Me paré de la batería. Nunca paré una canción así… Le pegué al tambor y a un platillo en simultáneo. Volaron al carajo los palillos. Agarré mi riñonera y me bajé del escenario”.
Elio Delgado estaba muy concentrado en su guitarra, y apenas divisó que Vázquez abandonaba el escenario, pensó que “estaba limado”, según le refirió a éste dos días después. Habría sido, así, el último en darse cuenta que el techo se quemaba. Vázquez, en su salida hacia el estacionamiento, se cruzó con Lombriz, que se asomaba desde el camarín, adonde había ido a quitarse el moño y la galera. Al baterista le agarraron palpitaciones. “Me quedé solo. Pensé que ya iban a venir a decirme ‘tranquilizate, ya lo apagaron, no pasa nada…’. Pero no venía nadie, y empezó a salir gente gritando ‘¡se prende fuego!’, gente con la cara negra, con la remera rota. De adentro salían gritos que no había escuchado nunca, ni en las películas de terror”.
El humo comenzaba a inundar también el garaje del hotel. Vio –dijo el baterista- a una persona que se llevaba un platillo suyo, pero no reaccionó hasta que alguien lo zamarreó. Entonces fue hacia la puerta, donde Delgado, entretanto, había rescatado a su novia, que escupía una sustancia negruzca. “La subimos como pudimos, creo que al segundo piso, donde estábamos. La metimos a la ducha, con ropa y todo, y la piba se ahogaba y se ahogaba. La apantallaba con dos toallones. En la riñonera tenía la llave de mi pieza, fui a buscar el celular - relató Vázquez. “Me tiré debajo de una cama y me tapé los oídos. Yo no sabía lo que era un ataque de pánico, pero me agarró como un tembleque muy fuerte y no podía parar de llorar”. Cristian Torrejón, el bajista, lo encontró así, refirió.
El relato de una ex novia suya, Laura Fernández, difiere en forma sustancial. Ella, también sobreviviente de Cromañón, dice que subió por la puerta del hotel para ver cómo estaba, y lo encontró en su habitación del tercer piso, pero junto al manager de Callejeros, Diego Argañaraz, y a su madre, llorando. La primera pregunta que según ella le hizo Vázquez, fue: “No me digas que hubo algún muerto...”.
A la madre de Vázquez la encontró su hija, Dilva Lorena, que esa noche llegó tarde al recital “por cuestiones laborales”. Con la ayuda de varias personas, la introdujeron en una ambulancia del SAME. En su narración, señaló que “iba atrás, con dos heridos más y yo, sin oxígeno ni atención médica alguna”. Y amplió que, además del chofer, los acompañaba alguien que “dijo no ser médica”. Llegaron al hospital Ramos Mejía, y desde entonces hasta las seis de la madrugada del 31 no tuvo más novedades de su madre. A esa hora, un médico de quien no precisó la identidad le comunicó que había fallecido.
El guitarrista Maxi Djerfy, por su parte, ingresó al boliche y rescató entre diez y quince personas, arrastrándolas hacia la salida. Hasta que, debajo de la escalera, percibió de repente una figura familiar. Era su propio padre, Jorge, el mismo a quien había saludado momentos antes del show desde el escenario hacia el Vip. Estaba a punto de desfallecer, y sólo atinó a decirle “necesito aire”. Lo llevó hasta la salida y lo introdujo en una ambulancia. Momentos después, en la plaza, vio a un primo suyo que intentaba infructuosamente reanimar a su tío Osvaldo. “Fue el primer muerto que vi… -dijo luego Djerfy-. Había nueve personas de mi familia allí. Mi primo golpeaba las paredes, y en eso me doy vuelta y veo que la primera de la fila de muertos que había en la calle era mi ahijada Belén”.
En medio del caos, Sergio Fernando Piñeiro –encargado de la iluminación del recital- batallaba por huir. Él relató que el fuego se propagó en forma veloz: “Primero cayó lluvia sobre la gente, y luego cayeron los colchones” de guata y goma espuma que cubrían el techo para acustizarlo. El fuego y el humo hacían imposible respirar, y buscó una salida. Pero volvió sobre sus pasos, pensó que lo mejor era apagar el fuego y halló un matafuego. Intentó usarlo, pero no funcionaba. Se quitó entonces la remera y comenzó a golpear las pequeñas llamas que había alrededor de la consola de luces. Vio cómo todos se chocaban unos contra otros, desesperados, intentando escapar de esa locura. Él mismo quiso hacerlo, pero la cantidad de cuerpos que se agolpaban allí se lo impidió. Entonces, conocedor del boliche, buscó el escenario y la salida de los músicos. En el camino hacia allí, se cortó la luz. Regresó, entonces, a la puerta principal, hasta que se desvaneció.
El 30 de diciembre marcó una bisagra para Callejeros. Muchos de sus familiares y amigos murieron: Mariana Sirota, la novia de Patricio Fontanet; Dilva Lucía Paz, la madre de Eduardo Vázquez; Romina Tamara Mangiarotti Branzini, Bárbara Daniela Yanni y Darío Sebastián Yanni, mujer y primos de Diego Argañaraz; José Djerfy, Carol Becker y Alicia y María Belén Santanocito, tío, prima, tía y ahijada de Maxi Djerfy (además de Pablo Torba, novio de Becker); y Edgardo Horacio Conte, hermano de Daniel Conte, el percusionista eventual que tenía esa noche la banda.
“Perdí familia, perdí amigos, perdí hermanos, seres muy queridos y amados en esa noche. Llegué al escenario convencido de que todo estaba en condiciones e íbamos a pasar una noche inolvidable. Y a los quince minutos estaba entrando y saliendo del lugar, sacando gente y buscando a mi novia y a mi mamá. Mi novia falleció, mi mamá se quemó el 40 por ciento del cuerpo. ¡Cómo voy a exponer a mis seres queridos, a mi mismo, al público, a toda la gente que yo quería a semejante desastre! Nunca supe, hasta después del hecho, que la puerta alternativa estaba cerrada. Me enteré de lo que sucedió en el recital de La 25 después de la tragedia. Nos duele la vida después de Cromañón, nos sacaron el alma. Lloramos a cada una de las víctimas y no podemos entender ni creer que alguien nos acuse, como si nosotros hubiésemos sabido que todo esto iba a pasar… No éramos ni socios ni organizadores con Chabán. Nosotros tocamos, somos los músicos, los artistas… Este es mi oficio y todo el alcance que tengo en un show, antes y después de Cromañón.”. Así lo escribió y así leyó Patricio Rogelio Santos Fontanet su alegato en el juicio oral por la masacre de Cromañón.
Ya era el 2009, y frente a él estaban sus compañeros de Callejeros, los jueces del TOC 24, los abogados, Chabán, padres de víctimas… Un músico en el banquillo de los acusados, tratando de explicar lo inexplicable: si él tenía que ver con la muerte de 194 personas que lo habían ido a ver a República Cromañón el 30 de diciembre del 2004.
Todos los miembros de Callejeros fueron presos. Todos, excepto Vázquez y Djerfy, están en libertad. Vázquez, porque continúa tras las rejas por el femicidio de su pareja. Djerfy, porque murió en 2021.
Pero esas son otras historias.
Con extractos e información del libro Cromañón: Rock, corrupción y 194 muertos (Leamos). Link para descargar: http://bajalibros.com/?externalId=9789877993936