Hubo un instante que marcó un antes y un después en la vida de Angelo Siciliano. Fue mientras caminaba por el Museo de Brooklyn y se encontró frente a una imponente estatua de Hércules. Algo en aquella figura colosal sembró en el joven oriundo de un pueblito de Italia una certeza: si lograba construir un cuerpo como el del héroe mitológico, el bullying del que era víctima por su figura menuda se terminaría. Años más tarde, no solo alcanzaría su sueño, sino que además sería reconocido como el hombre con el físico mejor desarrollado del mundo.
La historia se remonta a 1904, cuando la familia Siciliano dejó la localidad de Acri (Calabria) para emigrar a Nueva York, con el sueño de un futuro más próspero. Para Angelo, que en ese momento tenía apenas 12 años, el desarraigo fue duro. Era un chico bastante pequeño y débil, más de lo normal, por lo que a partir de su adolescencia empezó a ser blanco de burlas y golpes de sus compañeros. En medio de ese padecimiento se cruzó con el Hércules y ya nada volvió a ser igual.
Luego de aquella experiencia se anotó en el gimnasio de la YMCA o Asociación Cristiana de Jóvenes (Young Men’s Christian Association) y, posteriormente, comenzó a levantar pesas en su casa. “Cada día usted construye o destruye su cuerpo. Puede, pues, fortalecerlo o romperlo”, escribió después, en 1920, cuando publicó “10 lecciones para un mejor cuerpo”. Pero faltaría para eso.
Aunque él solo pensaba en fortalecerse, los meses pasaban y las largas horas de entrenamiento no parecían acercarlo al ideal de mármol. Preocupado, Angelo empezó a estudiar el funcionamiento del cuerpo, compraba cursos por correo, leía todo lo que encontraba en relación con la salud. Fue entonces cuando decidió cambiar de rumbo y probar un método propio. Era simple, pero revolucionario. Lo llamó “tensión dinámica” y consistía en usar la fuerza de un músculo contra otro para construir potencia y definición, sin necesidad de máquinas.
¿El resultado? En pocos meses, su cuerpo comenzó a transformarse: el tórax se amplió, los brazos se pusieron más fornidos y las piernas más firmes. Era como si Hércules hubiera decidido habitar su figura. Sus compañeros del gimnasio no podían creer el cambio. Fue entre ellos donde nació el apodo que daría origen al mito: Charles Atlas.
Según cuentan las crónicas de la época, el nombre surgió por una estatua cercana al gimnasio que evocaba al titán que cargaba el mundo sobre sus hombros. No se trataba de la icónica figura frente al Rockefeller Center, que llegaría años después, sino de una menos conocida, casi olvidada con el tiempo. Irónicamente, aquella escultura fue eclipsada por el hombre que la inspiró.
Comenzó entonces la era de éxito para Atlas, quien se unió a un circo en Coney Island, donde asombraba al público con proezas de fuerza: partía guías telefónicas con sus propias manos y clavaba grandes clavos atravesando bloques de madera. Su fama no radicaba únicamente de su físico perfecto, sino en el mensaje que lo acompañaba: cualquier cuerpo podía transformarse sin la necesidad de pesas ni gimnasios.
En 1921, la revista Physical Culture organizó un concurso de fisicoculturismo en el Madison Square Garden. Charles se inscribió y ganó. Lo proclamaron como “el hombre más perfectamente desarrollado del mundo”. Al año siguiente, la historia se repitió: volvió a competir y se alzó con primer puesto nuevamente. El resultado fue tan predecible que los organizadores decidieron no realizar más ediciones del concurso. ¿Para qué seguir, si el ganador siempre sería él?
Bajo el auge del interés por la salud física, Atlas decidió comercializar su método, el “Curso de Tensión Dinámica”, ofreciendo un entrenamiento accesible que no requería ni gimnasios ni equipos sofisticados. Se trataba de 15 minutos al día, una promesa sencilla con un atractivo universal.
Los primeros intentos no tuvieron el impacto esperado, pero un encuentro con Charles Roman, un experto en marketing, cambió el curso de su carrera. Juntos, hicieron de la “Tensión Dinámica” un producto popular. Con frases como “Deme solo quince minutos al día y lo convertiré un hombre nuevo”, los mensajes de Atlas conquistaron Estados Unidos y cruzaron fronteras. El actor Arnold Schwarzenegger, por ejemplo, creció admirándolo.
Para 1930, el método de Charles Atlas no solo se vendía en cada kiosco estadounidense, sino también en varios lugares del mundo, entre ellos, Buenos Aires, la única ciudad latinoamericana en tener una sede del gran hombre. Los porteños de la época aplicaban sus técnicas, que al parecer eran infalibles, y hasta aparecían publicidades de él en los cómics de entonces. Se hizo, por supuesto, multimillonario.
Después de haber conquistado al mundo con su cuerpo y su método, Charles Atlas encontró en la escritura un espacio para reflexionar sobre el mundo que lo rodeaba y sobre la salud física, el tema que lo había obsesionado desde la juventud. Sus textos, dirigidos a un público ansioso por respuestas sobre cómo alcanzar el bienestar, iban más allá de los ejercicios; se centraban en el control de los impulsos, la disciplina mental y la importancia de una alimentación adecuada. “Libérese de cualquier tendencia a las influencias desagradables y mantenga la mente bien ocupada con pensamientos de salud y fuerza”, escribió alguna vez, dejando entrever su filosofía de vida.
Atlas creía firmemente en el esfuerzo como vía para la felicidad, una lección que sus seguidores encontraron tanto en sus palabras como en sus actos. A pesar del paso del tiempo, nunca dejó de cuidarse. Incluso tras sufrir un infarto en diciembre de 1972, a los 79 años, no abandonó su disciplina. Aunque su cuerpo comenzaba a mostrar los signos de la edad, su espíritu indomable lo empujó a retomar su rutina de entrenamiento en cuanto regresó a su casa.
Esa decisión resultó ser su último desafío. El 23 de diciembre de ese mismo año, falleció en su hogar de Long Beach, Nueva York, dejando un legado que perdura como símbolo de voluntad y superación personal. Al día de hoy, su nombre evoca un ideal inquebrantable: la posibilidad de rehacerse a uno mismo.