Hay que estar muy loco, o ser un gran poeta, para pararse frente a Dios y decirle: “Flaco, no te pongas triste; todo no fue inútil, no pierdas la fe. En un cometa con pedales, dale que te dale yo sé que has de volver”.
Y hay que tener un guiño de Dios, además de ser un gran poeta, para imaginar que un loco enamorado sale de atrás de árbol de la calle Arenales y se planta frente a la amada con esta pinta, que ella describe con asombro: “Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus. Medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano.”
Eso, y mucho más, hizo por la poesía y la música Horacio Ferrer, que murió hace diez años, el 21 de diciembre de 2014, y dejó un hueco que todavía no se cubrió, como suele pasar cuando mueren los grandes de la música y la poesía populares. Junto al genio de Astor Piazzolla le hizo dar una vuelta carnero al tango; ambos lo dotaron de nuevos acordes, de nuevos arreglos, de nuevos compases; saltearon métrica y ritmos; crearon nuevos verbos, nuevos adverbios y nuevos sustantivos que fueron cantados, gritados, proclamados por voces claras o roncas, daba igual; abaritonadas o con registro de tenor, daba igual; voces masculinas o femeninas, daba igual, que respetaban el fraseo o creaban uno nuevo, con medio melón en la cabeza y las rayas de la camisa pintadas en la piel; voces como las de Héctor de Rosas, Amelita Baltar, Roberto Goyeneche, Raúl Lavié, Jairo, José Ángel Trelles, Julia Zenko entre otras voces de gloria.
El tango les pagó con mala moneda y sólo el tiempo, y el buen gusto popular, y un fervor juvenil a los que no fueron ajenos las figuras del rock nacional, terminó por hacerles justicia. Tarde tal vez, y ya se sabe que cuando la justicia tarda, deja de ser justa.
Horacio Ferrer era uruguayo. Había nacido en Montevideo el 2 de junio de 1933 y se nacionalizó argentino cuando el país recuperó la democracia después de una larga dictadura militar a finales de 1983. El papá, Horacio Ferrer Pérez, era profesor de historia; y la mamá argentina era Alicia Ezcurra Franchini, sobrina bisnieta de Juan Manuel de Rosas, una mujer cultísima que hablaba varios idiomas, y había conocido, o había recibido influencias a través de su propio padre, al gran poeta nicaragüense Rubén Darío. Por lo que de la mano de su madre, Horacio recibió de legítima fuente qué y cómo había sido el despertar del modernismo poético en el continente.
La casa de Ferrer respiraba poesía; además de haber conocido a Amado Nervo y a Federico García Lorca, su madre le enseñó a recitar o, lo que es lo mismo, la transmitió las enseñanzas que ella había recibido de Alfonsina Storni. Las obras de Ferrer, su aporte al tango, incluyen por lo general un recitado breve; y él mismo, en espectáculos unipersonales o en asociación con grandes músicos, desgranaba sus poesías con una calidez y cierto encanto juvenil que le valieron el mote de “Duende”, apodo que Ferrer aceptaba encantado porque era también uno de los personajes de su “operita” María de Buenos Aires.
Estudió arquitectura sin acabar los estudios, trabajó como periodista en el diario El Día, de Montevideo. Veinteañero y entusiasta, en los años 50 fue uno de los realizadores del programa “Selección de tangos” en la radio uruguaya, para impulsar las nuevas tendencias en el tango de su país. Organizó en Montevideo recitales de los músicos que, para la época, revolucionaban el tango. Era una revolución tenue si se quiere, que trabajaba nuevas armonías, nuevos arreglos, nuevas cadencias que hiciera trepar un par de peldaños a una música popular que parecía estancada, inmóvil, en los rigores de los años 20 y 30. Entre esos músicos que dieron recitales en Uruguay, estaba Aníbal Troilo, que había tenido como arreglador y bandoneonista de su orquesta a Astor Piazzolla, y el pianista y director Horacio Salgán.
Ferrer fundó en esos años la revista Tangueando, que él mismo redactaba e ilustraba. Formó parte como bandoneón de una pequeña orquesta y publicó su primer libro sobre la historia del tango y su evolución. En los inicios de la década del 60 estrenó en el Teatro Circular de Montevideo su obra, junto a Hugo Mazza, “El tango del Alba”, que retrataba la vida de Ángel Villoldo, poeta de un tango emblemático: “El choclo”, que se había estrenado en 1903 y había desnudado parte de los orígenes del género, que fue prostibulario y sólo fue bien recibido en el Río de la Plata una vez que Europa lo aprobó. Dice “El Choclo”. “Carancanfuca se hizo al mar con su bandera / y en un pernod mezcló a París con Puente Alsina”.
En 1964 Ferrer publicó “Discepolín, poeta del hombre de Corrientes y Esmeralda” y al año siguiente “Historia sonora del tango”. En 1967 se animó con su primer libro de poemas “Romancero canyengue”, que solía recitar en público acompañado por un guitarrista. Sintió que, hasta entonces, su poesía no decía nada de él, no lo representaba, que era un remedo de los franceses, de Verlaine, o del propio Rubén Darío. Ese poemario soltó su imaginación y su verba; hizo que estallara su fantasía y que lanzara al papel nuevas palabras, acaso ligadas al surrealismo, pero explícitas de sus sentimientos: las cosas llegaban en la vida “tangamente”, el tiempo pasaba “tangamente”; Ferrer hablaba de “bandoneonía”, de “misticordia”, de “transmilongero”. Tal vez sin que fuera su propósito, menos su intención, despertó conciencias, llamó la atención, planteó interrogantes, sacudió varias y preciadas canastas. El “Romancero canyengue” fue elogiado en Buenos Aires por Troilo, por Piazzolla y también por grandes poetas como Cátulo Castillo y Homero Espósito; en Uruguay lo celebró Mario Benedetti. El tango ensayaba un nuevo idioma.
El poemario incluía, “La última grela”, destinado a ser musicalizado por Troilo. Pero fue Piazzolla quien le dio las notas; los versos hablaban de la prostituta, la “grela”, según el lunfardo porteño y montevideano, a las que Ferrer prefería llamar “las proletarias del amor”. Dice el poema: “Del fondo de las cosas y envuelta en una estola / de frío, con el gesto de quien se ha muerto mucho / vendrá la última grela, fatal, canyengue y sola / taqueando entre la pampa tiniebla de los puchos”.
Ferrer se trasladó a Buenos Aires para instalarse en la ciudad: arriesgó el trabajo, la profesión y el futuro que había alcanzado en Montevideo; lo arriesgó todo aunque mantuvo su casa Uruguay. Lo había convocado Piazzolla con un ruego que no quería ser tal, una súplica que pretendía ser inexistente, una exhortación lanzada al más puro estilo Piazzolla: “Si no venís a trabajar conmigo, sos un imbécil”. Vivió en un departamento del quinto piso de Lavalle 1447, entre Paraná y Uruguay, vecino al Palacio de Justicia y a una cuadra de la mítica calle Corrientes. Piazzolla buscaba letra para sus melodías. Había formado parte de una inolvidable y novísima producción discográfica de Ben Molar, “14 para el tango”, que reunía a poetas, músicos y artistas plásticos “no tangueros”, por decirlo de algún modo, para cantarle al tango. Astor le había puesto música a la “Milonga para Jacinto Chiclana”, de Jorge Luis Borges (“Siempre el coraje es mejor / la esperanza nunca es vana / vaya pues esta milonga / para Jacinto Chiclana”). Luego buscó a Ferrer, revelaría el propio Horacio, con una lógica de acero: “Mi música es igual a tus versos”.
Lo primero que lanzaron al ruedo Piazzolla-Ferrer no fue un tango, fue una ópera. Había que tener coraje. Ferrer la llamó “operita” y la bautizó: “María de Buenos Aires”. Una historia de amor desangelado, un texto vinculado al surrealismo, una mujer que se corporiza en Corrientes y Esmeralda, un duende encompinchado con marionetas y murguistas y una música explosiva, lánguida o cortante según la ocasión. Se estrenó en 1968 en la Sala Planeta de Buenos Aires con Héctor de Rosas y Amelita Baltar en las voces principales y el propio Ferrer, como “El Duende”, en los recitados. Ferrer sintió, o supo, que su obra no había sido entendida, ni valorada por la gente. Aquello no era tango, no era ópera, ¿Qué era aquello? Aquello era el embrión de una profunda renovación de la música popular. El rock nacional, también en embrión si se quiere en esa época, se sintió tocado en el alma por aquella música y aquellos versos que incluían un tema, “Fuga y Misterio”, que terminó por convertirse en un himno porteño.
La operita terminó por ser la obra dramática del teatro argentino más puesta en escena en el mundo. Se dio en setenta y cinco ciudades de veinticinco países distintos. En 1996, Ferrer encabezó una gira mundial con “María de Buenos Aires”, dirigida por el violinista letón Gidon Kremer, con Julia Zenko y Jairo, luego reemplazado por Raúl Lavié, en las voces. Tres años después, Trelles la cantó, dirigido por Kremer al frente de su “Kremerata Báltica”, en Tokio y en Yokohama. Trelles cantó la operita también, junto a la cantante italiana Milva, en Palermo, Sicilia, con una orquesta dirigida por Daniel Binelli.
La dupla Ferrer-Piazzolla compuso otras piezas tangueras, resistidas por los tradicionalistas del género que eran muchos y ruidosos. Poesía y música se abrieron paso a penas muy duras frente a una sociedad que se resistía al cambio, en un momento en el que el mundo cambiaba por horas. En 1969, un año después del Mayo francés, el año en el que, en Córdoba, una gigantesca manifestación popular jaqueó a la dictadura militar liderada por el general Juan Carlos Onganía y conocida como “Revolución Argentina”, Ferrer tomó un vals de Piazzolla, valsecito decían los autores sin temor al diminutivo, para parir al “Chiquilín de Bachín”.
Bachín era un bodegón que funcionaba en Sarmiento, casi esquina Montevideo, a una cuadra de Corrientes y a dos o tres del departamento de Ferrer. Integraba lo que fue en su momento el Nuevo Mercado de Buenos Aires, fue demolido con los años, como fue demolida la mayor parte de esa manzana porteña, para dar paso al complejo teatral “La Plaza”. Por aquel bodegón aparecían chicos muy chicos que vendían flores mesa por mesa, tentados por un personal y certero estudio de mercado: por allí iban a comer los famosos, y no famosos, que salían de los teatros vecinos. Ferrer tomó a uno de ellos como su musa inspiradora: “Por las noches, cara sucia / de angelito con bluyín / Vende rosas por las mesas / del boliche de Bachín / Si la luna brilla / sobre la parrilla / come luna y pan de hollín”. Y luego: “Cada día, en la basura / con un pan y un tallarín / se fabrica un barrilete / para irse y sigue aquí / Es un hombre extraño / niño de mil años / Que por dentro le enreda el piolín”. Y para terminar; “Chiquilín / dame un ramo de voz / así salgo a vender / mis vergüenzas en flor / Baleáme con tres rosas / que duelan a cuenta / del hambre que no te entendí / Chiquilín”.
Esas botas calzaba Horacio que después, frente a su Dios iba a admitir: “Al flaco, ¡pobre flaco!, de asalto y por la espalda / su bicicleta blanca le entramos a romper / Le dimos como en bolsa, sin asco, duro, en grande, / la hicimos mil pedazos. Y, al fin, yo vi que él / mordiéndose la barba, gritó: ¡que yo los salve! / Miró su bicicleta, sonrió, se fue de a pie”.
Hay que estar piantao, piantao, piantao para encararlo así a Dios; o para hablarle a un chico hambreado que cambia rosas por un tallarín. El tango, que jamás había desdeñado una profunda visión social de las duras décadas que abarcaron su vida desde su nacimiento a principios del siglo XX, ahora había dejado el fervor orillero, las casas malas, el machismo a ultranza, la secta del coraje y el cuchillo de la que hablaba Borges, y encaraba una nueva mirada hacia la miseria y hacia la infancia.
El chiquilín de Bachín era real. Pablo Alberto González tenía once años en 1969 y vendía flores en el boliche de Bachín, aquello no era verso. En 1970 lo entrevistó la revista Siete Días. En el reportaje el chico se sinceró: antes de las flores había abierto las puertas de los taxis, siempre en la calle para llevar algo de dinero a la pensión en la que vivía con su madre. El reportaje terminaba con un derroche de inocencia: “¿Te gusta Chiquilín de Bachín?” “Me gusta mucho. La parte más linda es esa que dice, Angelito cara sucia y vende flores en el boliche de Bachín, baleáme con tres rosas el hambre que yo te entendí“ ”¿Entendés lo que quiere decir?”, preguntó el periodista “No. Pero me gusta igual”. Ferrer fue el padrino de bodas de González.
Aquel 1969 iba a terminar con un escándalo mayúsculo. Tenía nombre y apellido: “Balada para un loco”. Era, cómo no, otra locura de Ferrer. La del medio melón en la cabeza y las banderitas de taxi libre en cada mano. Era una poesía para ser cantada por una mujer, Amelita Baltar, que ya había iniciado o estaba a punto de iniciar su historia de amor con Piazzolla. Es una mujer quien relata el encuentro con el loco: “Y así, medio bailando y medio volando / se saca el melón, me saluda / me regala una banderita y me dice…”; para ser interpretada por hombres, la letra tuvo que ser modificada en parte.
¿Y qué es lo que le dice el loco a esa mujer? Después de un breve recitado, propio de las obras de Ferrer, el loco dice lo que los enamorados dicen siempre, desde Romeo y Julieta, y antes, a la fecha: “Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao / ¿no ves que va la luna rodando por Callao? / Que un corso de astronautas y niños, con un vals, / me baila alrededor, ¡bailá!, ¡vení!, ¡volá! / Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao... / Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión / Y a vos te vi tan triste, ¡vení!, ¡volá!, ¡sentí! / El loco berretín que tengo para vos”. Nada nuevo bajo el sol. El enamorado quiere ser querido como es, quién no. Lo que era nuevo era el lenguaje, la forma, el estilo, el vocabulario, la idea del amor: “Cuando anochezca en tu porteña soledad / por la ribera de tu sábana vendré / con un poema y un trombón / a desvelarte el corazón / ¡Loco!, ¡loco!, ¡loco! / Como un acróbata demente saltaré / sobre el abismo de tu escote hasta sentir / que enloquecí tu corazón de libertad / ¡Ya vas a ver!”.
Si Rubén Darío hubiera escuchado lo del poema y el trombón, lo del acróbata demente y lo del abismo de tu escote, volvía veloz a su tumba de padre del modernismo poético en el continente. La canción la estrenó Amelita Baltar en Michelángelo, que era entonces un templo nuevo del tango, si se quiere en competencia disonante, nunca mejor dicho, con otro templo tanguero: “Caño 14″. Luego, los autores deciden presentarla en el Primer Festival Iberoamericano de la Danza y la Canción que se realizó en el Luna Park de Buenos Aires entre del 9 al 14 de octubre de 1969. Allí se armó la que se armó.
Las canciones del concurso, de eso se trataba el festival, iban a ser evaluadas y juzgadas por dos jurados: uno que integraban músicos y compositores, entre ellos el brasileño Vinicius de Moraes y la peruana Chabuca Granda, junto a Eduardo Lagos, Horacio Malvicino y el tanguero y diplomático argentino Albino Gómez, y otro jurado, llamado “popular”. Al escenario subieron Piazzolla, su quinteto y Baltar.
Al terminar la “Balada…” estalló la furia. Malvicino, un guitarrista y arreglador excepcional, que estaba en un sector de la platea donde abundaban músicos, poetas, cantantes, vio que la gente, la que lo rodeaba, “rompía en aplausos y vítores”. Pero en el escenario, frente a la platea popular, Baltar vivía otra cosa. “Yo sólo escuchaba silbidos e insultos. Veía como Cacho Tirao, que era el guitarrista del quinteto, protegía su guitarra para que no le pegaran los monedazos que nos llovían”. Hubo más que monedas; llovió de todo sobre aquel escenario, a modo de una tormenta de disconformidad. Albino Gómez recordaría después: “Los integrantes del jurado técnico votamos para el primer premio a la “Balada…” Pero el tema perdió por decisión del jurado popular. Ganó el tengo “El último tren”, de Julio Ahumada. Ese tango se grabó una sola vez, la que auspiciaba el concurso. Nunca más se grabó. En cambio la “Balada…” fue un éxito mundial.
El tema de Piazzolla y Ferrer perdió por veinticinco votos a nueve, sus autores perdieron también los cinco mil dólares del premio y Baltar los dos mil quinientos destinados a quien cantara la canción ganadora. Días después, el sello discográfico CBS editó un simple, oh la gloriosa época de los discos simples, con la “Balada para un loco” del lado A y “Chiquilín de Bachín” del lado B: vendió doscientas mil placas en pocos días. “Balada…” se convirtió en un éxito; de inmediato la grabó Roberto Goyeneche, con una leve adaptación de la letra para que la cantara un hombre. La canción popular argentina había dado un giro completo en calidad musical y poética y los versos de Ferrer se incorporaron a la cultura popular: “Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste?” Eso era, ¿viste?
La luna siguió rodando por Callao y la producción de Ferrer para Piazzolla, y viceversa, no se detuvo. En 1970 nacieron “Balada para mi muerte” “Canción de las venusinas”, “La bicicleta blanca”, “Juanito Laguna ayuda a su madre” y “Fábula para Gardel” que formaron el álbum “Astor Piazzolla y Horacio Ferrer en persona”. El dúo compuso más de cuarenta temas. Muchos quedaron inéditos, vestidos y sin visitas.
En 1970 Ferrer escribió el Libro del tango: arte popular de Buenos Aires, que corrigió y amplió en 1980 y es una guía ilustrada de la música popular. En 1976 decidió instalarse en el Hotel Alvear, un toque de distinción, en plena Recoleta. A modo de excusa dijo que no sólo amaba ese barrio, sino que, además, en su cementerio estaba enterrado su abuelo y en la vecina Plaza Francia jugaba su madre cuando era una niña.
En 1982 se unió a la pintora Lulú Michelli, que alguna vez confesó que le gustaban “todas las locuras” de Horacio. Ferrer decía que ella era “la mujer de la que soy el hombre; no digo ‘mi mujer’ porque no la compré en un remate”. Una de las mesas del bar “La Poesía”, de Chile y Bolívar, San Telmo pleno, recuerda que allí se conoció la pareja: “En esta mesa, la artista plástica Lulú Michelli conoció al poeta Horacio Ferrer en un amor que aún perdura. Junio de 1982″. El amor perduró hasta la muerte de Ferrer. Él por cierto, le dedicó un vals, o un tango-vals, o algo así, queréme así piantao, que se llamó “Lulú” y tuvo música de Raúl Garello: “¿Te acordás del café La Poesía / esa mágica noche en San Telmo? / Buenos Aires urdió nuestro encuentro, / tan romántica y dulce Lulú. (…) Y te amo, te amo, te amo, / perplejo en los milagros de tu juventud.”
En 1985 Ferrer recibió el prestigioso premio Konex, Diploma al Mérito, como uno de los cinco autores de tango más importantes de la década, distinción que volvió a recibir en 2005. Impulsó la creación de la Academia Nacional del Tango que nació en 1990 y fue su primer presidente, con sede en el Palacio Carlos Gardel, sobre el histórico Café Tortoni que luce en su vereda una estatua del poeta. En aquel lejano 1990, con Piazzolla derrumbado por un infarto cerebral, compuso con Horacio Salgán un “Oratorio Carlos Gardel” que se grabó ese mismo año con la Orquesta Sinfónica Nacional y el Coro Polifónico Nacional dirigidos por Simón Blech y con la participación como solistas de Leopoldo Federico en bandoneón, Ubaldo de Lío en guitarra, Salgán al piano y Ferrer en el recitado.
Abundó también en presentaciones personales en las que recitaba sus poemas con emotiva gracia, una voz chica, corta, de sabia intención y unos gestos dignos de la Commedia dell’Arte, que enriquecían sus adjetivos disparatados, sus metáforas amigas de la sinestesia. En uno de ellos hablaba con ternura de una dama que había entrado a la fiesta con un vestido color relincho. Ferrer había adoptado para sí la personalidad de “El Duende” de su operita “María de Buenos Aires”, vestía con elegancia trajes de colores de cuidada estridencia, con grandes cuadros, salvo que eligiera el negro, con un moño de lazo al cuello, una flor infaltable en el ojal; llevaba un andar casi etéreo, lento y elegante, tenía siempre a mano una carcajada astuta y bondadosa. Era un tipo cálido y entrañable.
Luego de la muerte de Astor Piazzolla, el 4 de julio de 1992, Ferrer cumplió con escrupulosa fidelidad uno de los encargos que Astor le había dejado para ejecutar en su ausencia. Un puñado de canciones escritas por ambos y que permanecían inéditas todas, junto a un pedido: “Dáselas al Flaco Trelles para que las grabe”. Así nació “Piazzolla-Ferrer Inéditos”, como una certificación de que el arte y la creación sobreviven a la muerte. En 1995, el disco le valió a Trelles, que murió el 10 de diciembre de 2022, el Premio ACE de la Asociación de Cronistas del Espectáculo. Con arreglos de Gustavo Fedel y de Juan Carlos Cirigliano, incluye además de los infaltables “Balada para un loco” y “Balada para mi muerte”, poemas de notable hondura como “El Bocha”, o “Mi loco bandoneón”, o “Pepe Cascabel”.
Uno de aquellos inéditos es, “El gordo triste”, un responso dolido a Aníbal Troilo, con quien Ferrer y Piazzolla anduvieron tantos caminos. Y Ferrer le reza: “¿De qué Shakespeare lunfardo se ha escapado este hombre / que en un fósforo ha visto la tormenta crecida, / que camina derecho por atriles torcidos, / que organiza glorietas para perros sin luna? (…) ¿Quién repite esta raza, esta raza de uno, / pero, quién la repite con trabajos y todo?”
Si César Vallejo imaginó su muerte, “Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo”, Horacio Ferrer también imaginó la suya, por supuesto en forma de balada y con música de Piazzolla. “Moriré en Buenos Aires, será de madrugada / Guardaré mansamente las cosas de vivir. / Mi pequeña poesía de adioses y de balas, / mi tabaco, mi tango, mi puñado de esplín / Me pondré por los hombros, de abrigo, toda el alba / Mi penúltimo whisky quedará sin beber / Llegará, tangamente, mi muerte enamorada / Yo estaré muerto en punto, cuando sean las seis”.
Ferrer murió el 21 de diciembre de 2014 porque su corazón amplio y generoso dijo basta. Tenía ochenta y un años. Sus cenizas fueron entregadas al Río de la Plata, en un sitio equidistante de su Uruguay natal y su Argentina de adopción. También a él le caben los versos de su responso a Troilo: ¿Quién repite esta raza de uno?
Hoy, cuando los chiquilines deambulan aún por mil “Bachín” diferentes, los locos ya no circulan por Arenales, ni se esconden tras los árboles, ni danzan en la ribera de tu sábana o en el abismo de tu escote. Son otros locos. Ya no son raros u ocasionales como entonces; por el contrario, abundan. Hacen otras locuras; ya ni siquiera sorprenden, son obvios, reiterativos, redundantes. Si algo sobra, son locos. Lo que se extraña cada día más son los piantaos. Es el tiempo que pasa.